Hace muchos años, el Economist lanzó un concurso de ensayos sobre el medio ambiente, orientado a su protección. Era tan buenista que escribí uno, recordando que es a la humanidad a la que hay que proteger del medio ambiente. Esta epidemia está descorriendo el velo del buenismo en este y tantos frentes.
Hace décadas que venimos siendo avisados de que el último tercio del siglo XX fue una excepción en la historia de las epidemias (tendemos a olvidar las pandemias de 1957-58 y 1968 que nos recuerda esta semana Bernard-Henry Levi, tan parecidas a la presente). De que estamos cultivando “superbugs” con nuestro abuso de los antibióticos. De que la aparición periódica de nuevas enfermedades que dan el salto a los humanos, especialmente en China y en Africa, no es una anomalía sino la continuación de la historia, pasada y reciente. Pero a diferencia del medio ambiente, donde ha acabado por aparecer una industria capaz de apoyar el cambio, en la salud no reaccionamos. Somos capaces de criticar a una ministra por comprar vacunas y mascarillas de más, como hicieron en Francia con el SARS.
La raíz, como comentaba Razib Khan en un artículo reciente, puede ser que los que nos gobiernan se han acostumbrado a tratar de moldear la percepción de la realidad antes que la realidad. A crear sensación de seguridad antes que seguridad, como diría Samuel Vázquez, y siempre al servicio de unos intereses políticos. Han descubierto que lo que mueve los votos no es el comportamiento de la mona, sino el vestido que lleva. Somos así de tontos. Pero el coronavirus no se puede tratar como un enemigo político. No reacciona a las descalificaciones. Le da igual que se falsifiquen los datos sobre lo que pasa. No depende del acuerdo social. No pacta.
Siguen intentando controlar el mensaje, ya que no pueden controlar la realidad. Pero la realidad se escapa por las rendijas. “El machismo mata más que el COVID”, y en Guayaquil vemos a la gente sacando a sus muertos a la calle para que los recojan camiones, en escenas sacadas de la historia de las epidemias de peste. Vemos centros de exposiciones en España llenos de ataúdes, tantos que no se pueden quemar por falta de capacidad.
Faltan kits, faltan reactivos, faltan hasta medicamentos en los hospitales como denunciaba Cristian Campos, falta de modo de usarlos con personas encerradas en casa. Y así vemos muertos que fueron diagnosticados de COVID por sus síntomas (pero sin hacerles la prueba), enterrados física y luego administrativamente sin reconocer la causa real, por instrucciones ministeriales.
Vemos a activistas políticos intentar culpar de las muertes a una supuesta falta de hospitales y presupuestos, cuando los hospitales y los medios puestos a disposición de la salud pública (bajo la propiedad de quien sea) no han dejado de crecer.
Escuchamos hablar de las máscaras, las que nos dijeron que no hacían falta, para reconocer primero que habría que llevarlas y después que no las hay. Vemos cómo primero se pide la ayuda de los que tienen impresoras 3D y luego se les impide entregar lo que fabrican porque incumple las especificaciones más exigentes, esas que ofrecen proveedores que aún no pueden entregar lo que hace falta. No sólo ha pasado en SEAT.
Vemos responsables de la gestión de la epidemia relativizar su gravedad y acabar en la UCI. Vemos a primeros ministros y alcaldes hospitalizados, y no sólo a abuelos frágiles como nos dijeron. Vemos ministros intentar anestesiar la opinión, y la reacción de la oposición, con discursos vacíos y redundantes en los que no se ofrecen datos reales ni prognosis creíbles ni planes concretos, sino gestos sobrios para intentar transmitir una solvencia de gestión que no tienen. Y encima de vez en cuando se les escapa la risa.
Vemos a una presidenta de Navarra que no sabe lo que dice, y lo mismo ofrece su región como conejillo de indias para acortar el encierro y ver cómo será la segunda ola, que intenta rectificar y habla de pruebas masivas para conocer el estado real del contagio (cuando ni hay kits ni reactivos). No es que la presidenta esté desnuda, es que lo están también sus asesores. Afortunadamente, debajo de los asesores políticos están los profesionales que sacan su trabajo adelante como pueden a pesar de ellos.
Durante décadas nos hemos dejado empujar por los creadores de mensajes, grupos de interés centrados en llevar el dinero de todos a unos bolsillos concretos mediante el uso de consignas que hablan del bien común. Nos han hablado de los derechos sociales para consolidar un mercado de trabajo en el que no tiene cabida uno de cada tres jóvenes, y que consagra la precariedad. Nos han hablado de salud y enseñanza gratuitas para proteger a sindicatos de trabajadores públicos que prestan sus servicios a un coste, y con una calidad, no mejores que proveedores privados. Nos hablan de integración y solidaridad para mantener una industria de asesores que hace bien poco por los inmigrantes ilegales. Nos hablan de identidad para regar de dinero estructuras administrativas regionales a las que les sobra la mitad de sus competencias y toda su capacidad de clientelismo. Nos hablan de mérito y capacidad en las administraciones cuando mantienen la discrecionalidad en todos los nombramientos importantes y en las entrevistas personales. Nos hablan de proteger los derechos de los menores para dejarles encerrados en centros sin posibilidad de adopción, a merced de los cuidadores. Nos hablan de machismo asesino para justificar subvenciones a cursos vacíos, y comités ministeriales que son capaces de analizar el coronavirus “con una perspectiva de género”. Nos hablan de participación y legitimidad cuando seguimos eligiendo criaturas de partido en listas cerradas y dejando que controlen el resto de los poderes del Estado.
Hemos dejado que usen palancas como esas para llevarnos a una situación en la que la economía es frágil, la deuda no aguanta un aumento como el que estamos asumiendo, las manifestaciones y mítines no se cancelan aunque en Italia se estén cerrando ciudades, y la salud de los catalanes está a merced de personas capaces de cancelar un hospital de campaña porque lo montaba la Guardia Civil. Hemos puesto el carro de algunos por delante de los bueyes de todos en tantos frentes que no sorprende que nos hayan pillado, tanto el toro como los bueyes.
No es de recibo que haya que esperar a que el tribunal superior de Castilla-La Mancha destape inconsistencias entre el solicitudes de inhumación y causas de muerte, o a que periodistas freelance como Matthew Bennet crucen números de distintas fuentes, para afirmar en portada que los datos no son los que nos cuentan. No es de recibo que la sanidad privada tenga que recordar que cuenta con camas libres de UCI mientras se practica el triaje y se deja sin tratamiento a gente en la pública, o que sepamos de rebote que hay camas en Toledo mientras faltan en Getafe. No es serio que el comité de expertos que asesora al gobierno en estas medidas incluya gente con tanta experiencia y cualificación como Leire Pajín. No es de recibo que la mayor parte de los medios (especialmente los más grandes) están tan poco informados, habiendo tantas fuentes nacionales e internacionales, y que estén tan poco dispuestos a hablar claro.
No se trata de hacer política con la epidemia. Se trata justamente de lo contrario. De compartir información, de decir la verdad, de no taparla a conveniencia de nadie, porque sólo con todos los datos saldremos de ésta con el menor daño posible.
Y no nos engañemos, el daño va a ser severo, y no sólo en muertos que es indudablemente lo más grave. Hasta 1968, e incluso después, estas epidemias han pasado dejando víctimas sin que las sociedades se paralizaran. Esta vez, las sociedades desarrolladas han asumido un encierro preventivo que se paga con deuda, pública y privada. Algunos países están en condiciones de asumirla. Otros no, y además no saben.
Estas semanas de encierro forzado han dado lugar a una ecología de conversaciones digitales y canales improvisados por los que circula más información que la que reflejan los medios tradicionales. Circula también desinformación, por supuesto, pero cabe decir que no más que la que sale de la Moncloa. Si seremos o no capaces de usarlas para ver a través del telón de manipulaciones, si los medios serán o no capaces de mostrar la realidad pese a sus intereses comerciales (tremenda y tóxicamente ligados a mantener las relaciones con el poder político), es una pregunta que sólo se responderá con el tiempo.
Las pestes medievales dieron lugar a grandes cambios sociales. Esta va a tener consecuencias, y algunas (no todas) las elegiremos nosotros. La pregunta es si lo haremos con criterio y viendo la realidad, o todavía con la venda del buenismo y el populismo puesta en los ojos.
Miguel Cornejo, es economista y presidente de Asociación Pompaelo.