Criarse en un pueblo con sus ventajas e inconvenientes, crecer y desarrollar la infancia en una comunidad pequeña, donde todos nos conocemos, tiene grandes beneficios para muchas cosas, y a mí me gusta -por naturaleza- ver siempre y hacer hincapié en lo positivo, porque lo negativo siempre es más fácil y más recurrente, aunque nos haga daño, así es nuestro cerebro prehistórico en muchas áreas. Yo -de niño-, iba a visitar a los difuntos a sus casas, porque entonces se morían en sus camas y en sus casas, rodeados de sus familiares y tras haber recibido el viático, que me da más miedo ese último sacramento, que visitar con mi abuela Pía al difundo. ¡No digo que me acostumbré, pero sí que era una práctica habitual, doméstica, cultural-religiosa y una forma social y afectiva de apoyar a la familia en ese trance tan negro y oscuro como me parecía en mi infancia…!
Quizás todo eso, se hacía muy habitual en los fríos inviernos, me desensibilizó positivamente a ver la muerte como una parte -sin quizás, tétrica, negra, oscura, con olor a cera de las hachas humeantes-, pero yo dormía sin miedos y sin mayor problema. Los muetes -en esa época-, no íbamos al cementerio en el entierro, pero la razón era la distancia del mismo, no el miedo. En casa mi padre tenía una situación de aceptación de la muerte que decía siempre cuando yo le preguntaba: ¡Padre, ¿no tienes miedo a morir?! “La verdad que no, una vez he terminado mis obligaciones familiares y laborales, si me muero, muerto; tan tranquilo…” Se percibía una enorme serenidad en sus palabras que muchas veces mi madre le renegaba, diciendo: ¡No le digas todas esas cosas al pobre muete! Pero la conversación no terminaba ahí, añadía este refrán -también de mi pueblo-: “Desde el día que nacemos, a la muerte caminamos, no hay cosa que más se olvide, ni que más cerca tengamos”. Así finalizaba la conversación y cada cual meditaba lo que eso comprendía…
Nadie lo duda, incluso lo decimos con la boca pequeña, y cada año, cada día, cada hora, la tenemos más cerca y no por no nombrarla vendrá más tarde o se diluirá en nuestros pensamientos, creyendo que al hablar de ella, supersticiosamente desaparece de nuestro consciente… (Hoy los psicólogos han inventado un término tanatofobia, pero también han creado y estructurado muchas estrategias y técnicas terapéuticas, para afrontar el duelo, para aceptar, para ser conscientes prácticos de que “por mucho que la olvidemos, la temamos, y no queramos pensar en ella”); es nuestra amiga y compañera a lo largo de la vida, porque la muerte, nuestra muerte es parte de nuestra vida, es la última emoción a la que nos tenemos que amigar con esa naturalidad e incluso alegría similar al nacimiento de cada uno de nosotros, que fue para todos una gran fiesta, tan esperada en muchos casos.
No es propaganda, es emoción; llevamos varias fases de un retiro cognitivo conductual de reprogramación y reseteo para gestionar mejor nuestras emociones, donde abordamos nuestra última emoción, nuestra muerte, desde una perspectiva humana, biológica, espiritual, antropológica y nos enfrentamos a ella…; obtenemos unos resultados enormemente positivos e intencionados: aprender a morir, significa aprender a vivir adecuadamente, el hecho de sentirme mortal, efímero, pero sin caer en el sentimiento de la desesperación, al contrario cuanto más pienso con paz y tranquilidad en mi muerte, mejor y más feliz vivo. Son algunas conclusiones que dicen nuestros grupos. Cada día que pasa sé que vivir es para morir de mejor manera, porque la preparo con un sentimiento tranquilo y sereno. Ha de ser un canto a la muerte, porque es un canto a la vida; “dignificando la vida humanizamos la muerte”. ¡Sin duda cabe que para los cristianos la esperanza en la vida y en la muerte, nos ayuda a vivir y morir con una emoción más sincera y trascendente.
Dr. Emilio Garrido Landívar, Psicólogo clínico y doctor de la Salud, Catedrático de Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos (CEU)