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El Camino de Santiago (2ª parte)

El camino de Santiago ha significado en la historia europea el primer elemento vertebrador del viejo continente. El hallazgo del sepulcro del primer apóstol mártir, supuso encontrar un punto de referencia indiscutible en el que podía converger la pluralidad de concepciones de distintos pueblos ya cristianizados, pero necesitados en aquel entonces de unidad.

Menéndez Pidal opinaba que en cierto sentido se puede considerar al caudillo musulmán Almanzor como el gran revitalizador del Camino y quien provocó su fama internacional. En efecto, los repetidos ataques de Almanzor sobre los reinos cristianos españoles llegaron a inquietar a los monjes de la abadía benedictina de Cluny, en aquel momento el más importante centro del cristianismo europeo. Religiosos vinculados a Cluny elaborarán el Códice calixtino y la Historia compostelana, y los reyes españoles favorecerán en todo lo posible la constitución y proyección de una red de monasterios cluniacenses en el norte de España y singularmente alrededor del Camino. Esa política está íntimamente relacionada con el deseo de los monarcas españoles de romper con su aislamiento respecto de la Cristiandad mediante lazos dinásticos, culturales y religiosos.

Conscientes de la importancia que suponía tener una reliquia como los restos de Santiago el Mayor para sus intereses militares –necesitaban guerreros y dinero en su lucha contra los moros- las monarquías españolas colaboraron activamente en el éxito del camino santo.                               Los soberanos de Aragón, Navarra y Castilla se esforzaron por atraer a sus dominios a gentes ricas y poderosas de otros países, por lo que utilizaron todos los medios a su alcance para seducirlos. Intercambios de presentes, política de matrimonios y proclamación de los favores que otorgaba el Apóstol si uno iba a visitar su sepulcro. La creencia cada vez más extendida en los milagros de Santiago provocó que la gente comenzara a peregrinar hacia Compostela para obtener su gracia.                               El primer peregrino conocido fue Gotescalco, obispo de Puy, el año 950, en unión de una importante comitiva; más tarde recorrería el camino Raimundo II, marqués de Gothia, quien sería asesinado en el trayecto, y un siglo después visitaría la tumba del apóstol el arzobispo de Lyon. Y junto a estos peregrinos ilustres caminaron creyentes de todas las condiciones.

Desde los siglos XI y XII, bajo el impulso de los monjes de Cluny, los fieles de todos los rincones de Europa acuden cada vez con mayor frecuencia hacia el sepulcro de Santiago, alargando hasta el considerado «Finis Terrae» de entonces aquel célebre «Camino de Santiago» por el que los españoles ya habían peregrinado.

Aquí llegaban de Francia, Italia, Centroeuropa, los Países Nórdicos y las Naciones Eslavas, cristianos de toda condición social, desde los reyes a los más humildes habitantes de las aldeas; cristianos de todos los niveles espirituales desde santos, como Francisco de Asís y Brígida de Suecia (por no citar a tantos otros españoles) a los pecadores públicos en busca de penitencia.

Desde entonces Europa entera se ha encontrado a sí misma alrededor de la «memoria» de Santiago, en los mismos siglos en los que ella se edificaba como continente homogéneo y unido espiritualmente. Por ello el mismo Goethe insinuará que la conciencia de Europa ha nacido peregrinando.

Por eso, quizá teniendo a Goethe y ese espíritu de unidad esencial en lo trascendente, se puede comprender que el Consejo de Europa declarara al Camino de Santiago, camino que en su día recorrieran San Francisco de Asís, San Guillén o Santa Felicia, en pos del sepulcro que atesora las reliquias de Santiago el Mayor, Apóstol Hijo de Cebedeo, Santiago Matamoros, Patrón de España como “el Primer Itinerario Cultural Europeo”.

Sólo desde este espíritu de unidad esencial en lo trascendente, una unidad que va más allá del mero interés turístico, se pueden entender los versos de Guillermo Díaz-Plaja “¿De dónde vienen, bajo las galaxias innúmeras, / estas gentes que escuchan resonar las campanas / con que Sant Yago encanta el aire de la noche? / Vedlas llegar, las caravanas diversas y distantes: / de la dulce Francia, desde París, desde Chartres; / de la Alemania de las grandiosas catedrales; / desde Flandes, la opípara, y de Inglaterra, la suave; / por Marsella, por Tolouse y por Arlés; / por el Pertús llegarían, o por Roncesvalles.

Pero antes de seguir adelante, por el camino de Navarra, profundicemos un poco en la historia para descubrir cuáles son los auténticos orígenes del Camino de Santiago, según se ha venido creyendo desde la Edad Media.

La tradición jacobea refiere que después de haber sido el Apóstol Santiago decapitado en Jerusalén (año 44) dos de sus discípulos: Atanasio y Teodoro trajeron su cuerpo hasta el Puerto de Padrón (Iria Flavia). Desde allí, por tierra lo condujeron al montículo del Libredón (Compostela) donde recibió su definitiva sepultura. Pasado el tiempo y debido a diversas guerras el sepulcro quedó en el olvido.

El 25 de julio del año 814, durante el reinado de Alfonso II el Casto, un monje llamado Pelagio observó una noche una luminosidad en un desolado paraje del obispado de Iria-Flavia,.El monje comunicó su observación a su superior, el obispo Teodomiro, descubriéndose en el lugar indicado una cueva en cuyo interior apareció un arca de mármol donde se hallaron los restos del apóstol Santiago.

¿Por qué los restos del apóstol y no los de otro santo? La respuesta vendría dada porque Santiago es considerado el primer evangelizador de la península Ibérica. No olvidemos la revelación a la Venerable Teresa de Ágreda que sitúa en el año 40 y en Zaragoza, la aparición de María Santísima en carne mortal a un, en ese momento, decaído Santiago el Mayor.

¡Qué bonita y significativa la unión en nuestro territorio nacional y en época tan temprana, del Hijo del Trueno, luego Santiago Matamoros, Patrón de España y de la Madre de Dios, que, en su advocación del Pilar, es Patrona de la Hispanidad entera!

Pocos días después fue el propio monarca asturiano Alfonso II quien se trasladó en peregrinación al lugar, mandando edificar una pequeña basílica llamada de Antealtares y un monasterio encomendado a los monjes benedictinos.

Aquel pequeño lugar y su cenobio empezaron a crecer rápidamente hasta convertirse en Compostela, cuyo nombre deriva según la tradición de Campus Stellae en alusión a las luces que permitieron el descubrimiento. Y el 6 de mayo de 899 se consagraba una basílica mayor que la anterior mandada construir por Alfonso III.

El descubrimiento de las reliquias del apóstol pronto se extendió por una Europa donde el culto a las reliquias se estaba convirtiendo en una obsesión al igual que la necesidad de encontrar un aglutinante que sirviera para expulsar todos los males que se cernían sobre el continente, en especial el Islam.

Pedro Sáez Martínez de Ubago, historiador

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