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El Camino de Santiago (1ª parte)

Acercándose la solemnidad del Apóstol Santiago, patrón de España, y en un año santo Jacobeo alargado extraordinariamente por las dificultades sanitarias que padece el mundo,  me gustaría dedicar unas palabras al significado de ese milagro de fe, cultura y misericordia que significan el Camino de Santiago y la Gran Perdonanza que permite lucrar a los peregrinos devotos. Como entiendo que no es algo breve, mi idea es hacerlo en varios capítulos hasta el día 25 de julio.

Desde la gran crisis del siglo III que inició el largo proceso que ocasionó la caída del Imperio Romano y sumió a Europa en el periodo que denominamos Edad Media, puede decirse que la historia de la formación de las naciones europeas camina a la vez que su evangelización; hasta el punto de que las fronteras europeas suelen coincidir con las de la penetración del Evangelio.

Incluso podemos afirmar que, después de veinte siglos de historia y a pesar de los conflictos que han enfrentado a los pueblos de Europa, y de las crisis espirituales, las guerras religiosas, los cismas y los movimientos ateos y antiteístas que han marcado la vida del viejo continente se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el Cristianismo, y que precisamente en el cristianismo, junto con la metafísica griega y el derecho Romano, se hallan las raíces comunes de las que ha madurado la civilización del Continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes; en una palabra, todo lo que constituye su gloria.

En este sentido, las peregrinaciones a Roma, Tierra Santa o Compostela fueron uno de los elementos más fuertes que favorecieron la comprensión mutua de pueblos europeos tan diferentes como los latinos, los germanos, celtas, anglosajones o eslavos…

La peregrinación acercaba, relacionaba y unía entre sí a aquellas gentes que, siglo tras siglo, convencidas por la predicación de los testigos de Cristo, abrazaban el Evangelio e iban surgiendo como pueblos y naciones.

Y todavía en nuestros días, como pudimos ver no hace tantos años en los vivos debates que abordaron el tema en la elaboración de la vigente Constitución de la Unión Europea,  el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común, tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, entre sus principales notas características.

Creo que pocas cosas pueden servir mejor de introducción a mis palabras de hoy, en el inicio de este nuevo Año Santo Compostelano de 2010, que la siguiente cita del papa Juan Pablo II durante su visita a Santiago de Compostela en 1982:

“Por eso, yo, Juan Pablo II, hijo de la nación Polaca, que se ha considerado siempre europea, por sus orígenes, tradiciones, cultura y relaciones vitales; eslava entre los latinos y latina entre los eslavos; yo, Sucesor de Pedro en la Sede de Roma, una sede que Cristo quiso colocar en Europa y que ama por su esfuerzo en la difusión del Cristianismo en todo el mundo. Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, desde Santiago, te lanzo vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Sé tu misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afectan ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «Yo puedo».

 La historia del Camino de Santiago se remonta a los albores del siglo IX con el descubrimiento del sepulcro de Santiago el Mayor, evangelizador de España. El hallazgo de este santo mausoleo está rodeado de una rica imaginería popular que en vez de distorsionar ha preservado y llenado de colorido la narración histórica. Una de estas leyendas populares sitúa el extraordinario suceso en la primitiva diócesis de Iria Flavia, cuando el ermitaño Pelayo tuvo una «revelación divina»: en la espesura del bosque ve unas «luminarias» y «oye canciones de ángeles». Los feligreses de la antigua iglesia de San Félix de Solobio, al pie del bosque, participan de esas visiones.                               El obispo iriense Teodomiro acude al bosque y halla el mausoleo sepulcral, identificándolo como el túmulo funerario del Apóstol Santiago. Este hallazgo fue un hecho trascendental que deslumbró y conmovió profundamente a los pueblos del Occidente Medieval. Ante sus ojos se mostraron las pruebas evidentes transmitidas por documentos irienses que identificaban la tumba.

No existen datos precisos de las circunstancias del descubrimiento del venerado mausoleo, sus descubridores consideraron este hecho como una revelación divina de la instauración del culto sepulcral a Santiago en el lugar en el que fue hallado. De hecho, existen indicios de la antigua adoración apostólica en la misma Compostela, dentro del sepulcro.

Estudios arqueológicos recientes han arrojado más luz sobre la tumba y el culto sepulcral a Santiago el Mayor, incluso –así puede deducirse de los criptogramas del sepulcro- de su vinculación con la devoción a la Virgen del Pilar, otro hito en el catolicismo hispánico, durante los nueve primeros siglos de la era cristiana. Las excavaciones y estudios realizados en el subsuelo de la Catedral de Santiago de Compostela han permitido situar el mausoleo dentro de una necrópolis cristiana, romana y germánica entre los siglos I y VII. Todos estos datos han ayudado a aclarar, unir y armonizar los datos inconexos de la tradición compostelana.

Por otro lado, desde su descubrimiento la tumba y su culto se integraron en el movimiento cultural auspiciado por la Corte Carolingia de Aquisgrán que sentó las bases de la Europa Medieval. Fue tan importante este hallazgo en el viejo continente que en la literatura y representaciones iconográficas medievales se concede al emperador Carlomagno un importante papel en el descubrimiento del santo sepulcro, semejante al que cinco siglos antes se otorgó al Emperador Constantino y a su madre, Santa Elena, en el descubrimiento de la Cruz y el santo Sepulcro de Jerusalén.

Como proclamó el santo padre Benedicto XVI en su peregrinación al sepulcro del Apóstol Hijo del Trueno el 6 de noviembre de 2010: “Para los discípulos que quieren seguir e imitar a Cristo, el servir a los hermanos ya no es una mera opción, sino parte esencial de su ser. Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos. Al proponer este nuevo modo de relacionarse en la comunidad, basado en la lógica del amor y del servicio, Jesús se dirige también a los «jefes de los pueblos», porque donde no hay entrega por los demás surgen formas de prepotencia y explotación que no dejan espacio para una auténtica promoción humana integral. Y quisiera que este mensaje llegara sobre todo a los jóvenes: precisamente a vosotros, este contenido esencial del Evangelio os indica la vía para que, renunciando a un modo de pensar egoísta, de cortos alcances, como tantas veces os proponen, y asumiendo el de Jesús, podáis realizaros plenamente y ser semilla de esperanza.

Esto es lo que nos recuerda también la celebración de este Año Santo Compostelano. Y esto es lo que en el secreto del corazón, sabiéndolo explícitamente o sintiéndolo sin saber expresarlo con palabras, viven tantos peregrinos que caminan a Santiago de Compostela para abrazar al Apóstol. El cansancio del andar, la variedad de paisajes, el encuentro con personas de otra nacionalidad, los abren a lo más profundo y común que nos une a los humanos: seres en búsqueda, seres necesitados de verdad y de belleza, de una experiencia de gracia, de caridad y de paz, de perdón y de redención. Y en lo más recóndito de todos esos hombres resuena la presencia de Dios y la acción del Espíritu Santo. Sí, a todo hombre que hace silencio en su interior y pone distancia a las apetencias, deseos y quehaceres inmediatos, al hombre que ora, Dios le alumbra para que le encuentre y para que reconozca a Cristo. Quien peregrina a Santiago, en el fondo, lo hace para encontrarse sobre todo con Dios que, reflejado en la majestad de Cristo, lo acoge y bendice al llegar al Pórtico de la Gloria.

Desde aquí, como mensajero del Evangelio que Pedro y Santiago rubricaron con su sangre, deseo volver la mirada a la Europa que peregrinó a Compostela. ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y esperanzas? ¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo un camino hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Bien comprendió esto Santa Teresa de Jesús cuando escribió: “Sólo Dios basta”.

Pedro Sáez Martínez de Ubago, historiador

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