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El verdadero humanismo

Tal día como hoy, un ocho de junio de 1794, el revolucionario francés Maximilien Robespierre, jacobino radical y presidente de la Convención Nacional, inauguraba lo que se llamaba la nueva religión de la Revolución francesa, el Culto de la Razón y del Ser Supremo, con una gran cantidad de festivales que se desarrollarían por toda Francia y durante bastante tiempo. Tal pretendida religión no era sino una depravación sincrética de distintas influencias presentes en los enciclopedistas franceses del Siglo de las Luces, singularmente de Voltaire y Rousseau, en las logias masónicas y los clubes políticos, disimulada y ornamentada con iconografía adoptada de las modas estéticas del neoclasicismo y el Egipto faraónico.

Previamente, Voltaire había hecho objetivo principal de su crítica lo que él llamaba “fanatismo religioso”, pues «una vez que ha corrompido una mente, la enfermedad es casi incurable… el único remedio para esa epidemia es el espíritu filosófico»; y de Rousseau basta recordar que es el autor de El contrato social y El Emilie, cuyas tesis son que el hombre nace libre, pero en todos lados está encadenado, y que el hombre es bueno por naturaleza, por cuyas ideas políticas, por un lado, influyó en gran medida en la Revolución francesa, es decir en imponer, incluso donde no se deseaba, la liberté, égalité y fraternité, a golpe de guillotina, y que también, y no sin razón, es, por otro lado, considerado uno de los precursores del totalitarismo.

La nueva religión antropocéntrica de la Revolución y su deificación del hombre trajo, entre otras consecuencias, más sangrientas y sangrantes que la guillotina, las guerras napoleónicas, la ruptura con la Tradición, el liberalismo y, como consecuencia natural, el marxismo y el anarquismo, diversas guerras civiles y revoluciones, dos guerras mundiales, una guerra fría y toda la corrupción de la crisis de valores que hoy azota un mundo en que, por muy bueno que se crea al hombre por naturaleza, la liberté, égalité y fraternité continúan brillando por su ausencia y son cada vez más hondas y profundas las diferencias sociales entre unos ricos cada vez más ricos y unos pobres cada vez más pobres, fruto de las estructuras de pecado de la moderna sociedad, donde Cada vez es mayor el interés de contraponer el cristianismo y el humanismo como conceptos excluyentes o incompatibles.

Y nada hay más opuesto a la verdad ni a la naturaleza humana, entendida desde Aristóteles como unión sustancial de alma y cuerpo, que esta pretendida disyuntiva. La creencia central del cristianismo afirma que un Dios, uno y trino, eterno omnipotente y omnisciente, se encarnó en la humilde existencia de un hombre, con la misión de redimir a la humanidad. Con palabras del evangelio de San Juan (3, 16-17) “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”. Por consiguiente el cristianismo es la religión de la “Palabra de Dios”, “no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”, como afirma San Bernardo. Así pues para que la que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas.

Esto, que a veces se hace tan difícil de entender, se aclara parcialmente desde la ciencia filológica, que nos enseña que en griego, lengua original de los evangelios  Λόγος [logos] es un término biunívoco que puede traducirse como “palabra”, en latín “verbum”, y como “conocimiento”, en latín “cognitio” pero también “scientia”. Véase el ejemplo de cuantas ciencias terminan en “-logía”. Así se comprende mejor el principio del Evangelio según San Juan 1, 1 “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios.” [ην αρχή ήν ο Λόγος και ο Λόγος ήταν με τον Θεό και ο Λόγος ήν Θεός]. Por eso “Juan , 1, 14 “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” [Verbum caro factum est et habitavit in nobis].

Dios es el ser eterno y subsistente per se, no contingente ni creado, es “el ser” como se definió a Moisés “Yo soy el que soy” y, por consiguiente, la idea, el conocimiento, el Λόγος, que Dios tenga de Sí ha de ser un conocimiento generado por toda la eternidad y engendrado en la mente divina de iguales características –de la misma naturaleza o consustancial- y a este Conocimiento, se le llama Λόγος [Verbum] y se corresponde con la segunda Persona trinitaria. Con palabras de Leo J. Trese “También se le llama el Verbo de Dios, porque es la “Palabra mental” en que la mente divina expresa el pensamiento de Sí mismo”.

Desde luego, el cristianismo, en cuanto a religión revelada, es algo radicalmente divino y tanto se puede entender en Juan 18, 36 “Mi reino no es de este mundo”, como en la interpretación de San Agustín del mundo como aquello que nos aparta de Dios. Pero al mismo tiempo no puede haber mayor humanismo que el que se da en una divinidad que toma la naturaleza humana para redimir al hombre del pecado original –la soberbia- la misma que impulsó Luzbel, el Ángel caído o “príncipe de este mundo” y tentar a Adán y Eva a querer ser como Dios comiendo del fruto prohibido.

Por ello, no es de extrañar que, ante un Dios que se revela por medio de su creación, Santo Tomás defina la teología como «Ciencia de Dios», cuyo objeto material es Dios o las cosas en cuanto ordenadas a Dios, y cuyo objeto formal o punto de vista es desde la revelación, es decir, estas mismas cosas en cuanto reveladas. Así su objeto material diferencia la teología de las otras ciencias que estudian el fenómeno religioso pero no a Dios mismo. Su objeto formal la diferencia de la teodicea o teología natural, que estudia a Dios desde la razón natural.

En el actual contexto mundial de crisis económica, una crisis a la que nos ha conducido la crisis de valores de unos humanismos de raíz atea nacidos de la ilustración y del marxismo, debería defenderse con especial interés el humanismo radicado en el cristianismo, derivado de la encíclica Rerum Novarum, promulgada el 15 de mayo de 1891 como respuesta a la primera gran cuestión social, donde León XIII  examina la condición de los trabajadores asalariados, especialmente penosa para los obreros de la industria, afligidos por una indigna miseria. En ella la cuestión obrera es tratada de acuerdo con su amplitud real y estudiada en todas sus articulaciones sociales y políticas, para ser evaluada adecuadamente a la luz de los principios doctrinales fundados en la Revelación, en la Ley y en la Moral naturales.

Desde el pontificado de León XIII, con Rerum Novarum, y otros documentos a parte de los cuales ya hacía referencia en un artículo anterior titulado La Iglesia, los eclesiásticos y la política, el Magisterio católico viene trazando progresivamente un hilo conductor a lo largo del cual la Iglesia actualiza de forma acordemente con los tiempos, la “Doctrina social”, que hace trascender de la simple ética social o filosofía hasta una rama de la teología moral.

De los resultados de esta Doctrina hemos conocido recientemente, en la presentación que la Conferencia Episcopal ha hecho de las actividades de la Iglesia, que, divina, madre y maestra, por su naturaleza, la Iglesia sabe multiplicar los talentos que recibe, produciendo, por cada euro que ingresa un beneficio de 138% -algo que muchísimas sociedades y cooperativas pueden envidiar y deberían emular- y que con esos beneficios, salidos en buena parte de la X que los católicos ponemos en nuestra declaración del IRPF, los católicos ahorramos al Estado, un Estado que ahora nos persigue de diversas formas, miles de millones de euros anuales en cuestiones tan básicas como atención a ancianos, pobres, enfermos, sanidad y educación, paliando las carencias de un estado donde las corruptelas, los intereses personales y partidistas y el nepotismo han desplazado a lo que debería ser su finalidad fundamental, servir de la mejor forma posible al Bien Común de la Nación.

Si se es riguroso, partiendo del presupuesto de que el cristianismo, en cuanto a religión revelada, es algo radicalmente divino; en tanto que al mismo tiempo no puede haber mayor humanismo que el que se da en una divinidad que toma la naturaleza humana para redimir al hombre, en el actual contexto mundial de crisis tanto económica de valores de unos humanismos de raíz atea nacidos de la ilustración y del marxismo, debe reivindicarse un humanismo sin miedo a las connotaciones, radicado en el cristianismo y derivado de la doctrina católica, a fin de  procurar que nuestra sociedad moderna sea tratada y estudiada en todas sus articulaciones sociales y políticas, para ser regenerada adecuadamente a la luz de los principios doctrinales fundados en la Revelación, en la Ley y en la Moral naturales. No es otra actitud que ésta la única consecuente y coherente, si se confiesa que Cristo Jesús ha sido dado a los hombres como redentor en quien confíen y como legislador a quien obedezcan. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre.

Dicha soberanía -simbolizada en las tres coronas de la tiara a cuyo uso físico y heráldico vienen renunciando los romanos pontífices posteriores a la escabrosa amalgama ideológica del Concilio Vaticano II- tiene una triple dimensión, en lo espiritual, en lo temporal y en los individuos que integran la sociedad. Y, como enseña San Agustín, “porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos”, no deben negarse los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Porque, si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Y, del mismo modo, si los gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio por mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana.

Por todo ello, un humanismo cristiano verdadero, es decir, con las debidas connotaciones religiosas y ordenado al Bien Común y respeto a la Dignidad humana, a la luz de los principios doctrinales fundados en la Revelación, en la Ley y en la Moral naturales, nunca podría admitir como legítimas “per se”, a pesar de cuales quiera consideraciones sociológicas, leyes como las que actualmente nos tiranizan y alienan en materias como el divorcio, el aborto, la concepción de la familia fuera de otros ámbitos que no sea la tradicional, o actitudes socioculturales que se amparan en no se sabe qué pretendida libertad de expresión o cátedra para justificar una actitud de permanente hostilidad hacia el catolicismo, usada con frecuencia como cortina de humo para desviar nuestra atención de los desmanes y tropelías perpetrados por nuestros gobernantes contra la Solidaridad y la Justicia Social.

Recordemos las palabras del controvertido Anatole François Thibault, más conocido como Anatole France: “No tenemos otro bien verdaderamente propio que nosotros mismos; ni damos algo realmente nuestro, sino cuando damos nuestro trabajo. Y esta ofrenda magnífica de todo su ser a todos los hombres enriquece no sólo al dador sino a la comunidad humana” y, a la luz de este humanista, premio Nobel de literatura y senador de Francia, con el Proyecto de Ley 121/000006 de Presupuestos Generales del Estado para el año 2017 en una mano y, en la otra, la recientemente presentada Memoria de actividades de la Iglesia Católica en España comparemos la actitud y la actuación de los políticos con la actitud y la actuación de la Iglesia. Seguro que no albergaremos dudas de donde radica, en su más estricto y profundo sentido, el verdadero Humanismo.

Pedro Sáez Martínez de Ubago, investigador, historiador y articulista

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