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Reflexión del voto católico ante las elecciones (I)

Una vez más nos encontramos a las puertas de unos comicios electorales y nos aterra pensar en las opciones de voto que se nos venden como útiles y en las repercusiones que estos partidos puedan depararnos para los próximos años.

Si revisamos la historia reciente de España, vemos que en 1975 la deuda pública representaba sólo el 12,8 % del PIB, frente al actual 130, o que el índice de desempleo era del 4% de la población activa frente al maquillado 13% actual, una situación que no se ha vuelto a repetir ni en los mejores momentos económicos del país. Es decir, España, que era la octava potencia económica del mundo, hoy ha caído precisamente al puesto decimocuarto 14º, según datos del año 2020. Y por doquier vemos mendigos, colas del hambre, gente sin techo, personas y familias en situación o alto riesgo de exclusión social, sumidos en la pobreza energética, un empobrecimiento de la educación, los transportes, la sanidad… todo fruto de la inestabilidad que origina un empleo precario y unos salarios aún más precarios, cuando se tiene la suerte de tener un salario y no depender de un subsidio.

Considerando que un buen gobierno orientado al Bien Común y no a intereses particulares es esencial para una sociedad  fuerte y vibrante, creemos que nuestro sector público, a través del trabajo de nuestros cargos electos, nuestros funcionarios y empresas públicas, la dedicación de la iniciativa privada (verdadero motor de la riqueza de una nación) de unos impuestos proporcionales y nunca confiscatorios  y el compromiso de todos los ciudadanos, puede y debe reflejar nuestros valores católicos. Expuestos  ampliamente compartida y las administraciones la herramienta colectiva para abordar los desafíos y crear las oportunidades.

Estructuras como nuestras escuelas y colegios, nuestro sistema legal, transporte y carreteras, agencias de salud y seguridad, programas sociales y aplicación de la ley, son parte de la maquinaria que produce la calidad de vida de nuestra nación. Cuando nuestro gobierno no funciona bien, depende de todos nosotros asegurarnos de que permanezca enfocado en su misión y propósito fundamental: el Bien Común.  En ello tenemos que afanarnos en nuestro ejercicio del derecho al voto este domingo 28 de mayo, con toda la tolerancia que nuestra conciencia permita.

Pero sin olvidar que tolerancia viene del latín `tolerare´ {soportar, sufrir, sostener, llevar] y es un término cuyo significado puede variar bastante según el contexto en que se emplee. Su uso más común se refiere a una disposición de indulgencia y comprensión hacia el modo de pensar o actuar de los demás, aunque sea diferente al nuestro. En este sentido, de respeto a la legítima diversidad, la tolerancia tiene su fundamento en el reconocimiento de las libertades y los derechos fundamentales de la persona, que a su vez se remite a la dignidad humana.

En su sentido más específico, la tolerancia hace referencia a permitir algún mal, cuando existen razones proporcionadas. Y esto se debe a que hay acciones ilícitas que deben ser prohibidas y castigadas, y otras que sin embargo es preferible tolerarlas. En algunas circunstancias puede ser moralmente lícito permitir un mal –pudiendo impedirlo–, en atención a un bien superior, o para evitar males mayores. Es más, a veces, puede incluso ser reprobable impedir un mal, si con ello se producen directa e inevitablemente desórdenes más graves. Ya Tomás de Aquino, por ejemplo, señaló que es propio del sabio legislador permitir transgresiones menores para evitar las mayores. Los que gobiernan, toleran razonablemente algunos males para que no sean impedidos otros bienes importantes, o para evitar males mayores.

Así, la tolerancia –en este sentido suyo más específico– se remite directamente al problema moral del mal menor pero sin ignorar que tanto el mal mayor como el mal menor no dejan de ser males y, por consiguiente, están en la esfera de influencia del Demonio y lejos del deseable y exigible Bien Común. Parece por tanto que el fundamento último de la tolerancia, y lo que justifica permitir el mal menor cuando podría impedirse, es el deber universal y primario de obrar el bien y evitar el mal.

En otras ocasiones, hasta el pontificado de Francisco, quien, desde su silencio cobarde, parece pretender un imposible quedar bien con todos sin ofender a nadie, la Conferencia Episcopal Española, acostumbraba a elaborar unos sutilísimos y sibilinos documentos llenos de ambigüedad donde se apelaba a la conciencia de los católicos a la hora de ejercer su derecho, nunca obligación, al voto. Este mes de mayo ni siquiera tenemos eso. Por ello me voy a retrotraer 21 años y lo que exponía el entonces cardenal Josef Ratzinger, en la NOTA DOCTRINAL sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, de 24 de noviembre de 2002: “la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral. Ya que las verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina católica. El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad. Ni tampoco el católico puede delegar en otros el compromiso cristiano que proviene del evangelio de Jesucristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada y realizada. Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto, los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona. Este es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima), que deben tutelar el derecho primario a la vida desde de su concepción hasta su término natural. Del mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano. Análogamente, debe ser salvaguardada la tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio. A la familia no pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuánto tales, reconocimiento legal. Así también, la libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo, se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la droga y la explotación de la prostitución). No puede quedar fuera de este elenco el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad, según el cual deben ser reconocidos, respetados y promovidos «los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio». Finalmente, cómo no contemplar entre los citados ejemplos el gran tema de la paz. Una visión irenista e ideológica tiende a veces a secularizar el valor de la paz mientras, en otros casos, se cede a un juicio ético sumario, olvidando la complejidad de las razones en cuestión. La paz es siempre «obra de la justicia y efecto de la caridad»; exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo, y requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que tienen la responsabilidad política. Ante estas problemáticas, si bien es lícito pensar en la utilización de una pluralidad de metodologías que reflejen sensibilidades y culturas diferentes, ningún fiel puede, sin embargo, apelar al principio del pluralismo y autonomía de los laicos en política, para favorecer soluciones que comprometan o menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad. No se trata en sí de “valores confesionales”, pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural. Éstas no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana, si bien la doctrina de la Iglesia las confirma y tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a la verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil. Por lo demás, no se puede negar que la política debe hacer también referencia a principios dotados de valor absoluto, precisamente porque están al servicio de la dignidad de la persona y del verdadero progreso humano”.

Pedro Sáez Martínez de Ubago, historiador

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