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Una fiesta nueva de tradición milenaria

Este domingo 11 de abril, segundo domingo de Pascua -llamado en la liturgia tradicional  “domingo in albis” por las vestiduras blancas que lucían los bautizados en la Vigilia Pascual, a quienes en este día la Iglesia les conjuraba a prolongar en sí mismos las fiestas pascuales permaneciendo fieles a las gracias recibidas, y, antes aún, “domingo de Quasimodo” debido a las palabras del introito de la Misa “Quasi modo géniti infantes, alleúia: rationábiles, sine dolo lac concupíscite, allelúia” [Como niños recién nacidos, aleluya, ansiad la leche espiritual no adulterada, aleluya]- la Iglesia celebra actualmente la Fiesta de la Divina Misericordia.

Esta fiesta fue instituida oficialmente por Juan Pablo II el 30 de abril del año 2000 con motivo de la canonización de la monja polaca Santa Faustina Kowalska (Głogowiec, 25 de agosto de 1905 – Cracovia, 5 de octubre de 1938) a quien nuestro Señor se apareció por primera vez el 22 de febrero de 1931 diciéndole “Yo deseo que haya una Fiesta de la Divina Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con el pincel, sea bendecida con solemnidad el primer Domingo después de la Pascua de Resurrección; ese Domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia”. Y este deseo lo repetiría hasta catorce ocasiones en posteriores apariciones.

Fiel a este deseo de Dios, Juan Pablo II decretó durante la misa de canonización de la santa que: “En todo el mundo, el segundo Domingo de Pascua recibirá el nombre de Domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros”. Sin embargo, a pesar del aparentemente reciente origen de la fiesta, es más que verosímil que la devoción a la Divina Misericordia hunda sus raíces en una de las más antiguas tradiciones del catolicismo polaco, cuya leyenda es la siguiente.

Tras la predicación en la zona de los santos Cirilo y Metodio, el cristianismo arraigó en la actual Polonia en el siglo IX, siendo Miecislao I (960 – 992), erigido en el 962 duque de Polonia –por el nombre de su tribu, los polanos- el primer el caudillo eslavo en abrazar la nueva fe en el 996. Y como recuerdo de ello recibió el obsequio de un crucifijo. Pero al noble eslavo, con su poca cultura, no le pareció adecuado que el Salvador prendiera de la cruz como un mendigo y ordenó confeccionarle un lujoso traje de la época, en el que destacaban unos escarpines de oro y perlas.

Muy pronto este crucifijo cogió fama de milagrero y se convirtió en objeto de culto para numerosos peregrinos. Uno de ellos fue un violinista pobre y con un hijo enfermo que se arrodilló ante la imagen para orar de la mejor forma que sabía, tocando una conmovedora melodía, a fin de implorar la misericordia divina para su desgracia. Ante esta muestra de fe, uno de los escarpines del Cristo se desprendió milagrosamente y cayó en manos del devoto músico, quien acudió a la plaza del mercado para venderlo. Ahí fue acusado de haberlo robado, encarcelado, juzgado por robo sacrílego y condenado a muerte. Ante esta fatal sentencia, el último deseo del reo, que según tradición debía serle concedido, fue volver a tocar su violín ante el Cristo, como postrera oración. Y, en la madrugada del día en que había de cumplirse la sentencia, acompañado de autoridades, guardias y multitud de curiosos, el condenado comenzó a tocar su instrumento, siendo todos testigos de que el Crucificado volvió a dejar caer el otro escarpín en manos del violinista. Ante tal portento, el reo fue exculpado y liberado entre el popular asombro y regocijo.

Siglos después, el acaudalado comerciante polaco Piotr Wlast, quien había quedado ciego, recibió el consejo de un obispo de Cracovia de que recuperaría la vista si construía siete iglesias y tres conventos. Y una de ellas fue la Iglesia del Santísimo Salvador, fundada en 1148 en la llamada Colina de Kosciuszko. Y, aunque el crucifijo original se perdió en los avatares del Medioevo, dentro de esta iglesia se conserva un antiguo cuadro de la crucifixión, a cuyos pies aparece un hombre arrodillado y recogiendo un zapato caído. Hoy se considera que ese cuadro puede ser la primera representación de la Misericordia de Cristo en Polonia.

El recuerdo de la leyenda popular se ha transmitido a través de las generaciones y no deja de ser verosímil que guarde alguna relación con las apariciones que, en la tercera década del pasado siglo, tuvo la Hermana Faustina Kowalska de quien Karol Wojtyła fue siempre ferviente devoto.

Inicialmente, la devoción a la Divina Misericordia fue difundida siguiendo el modelo de las demás devociones, entre cuyas formas las más populares eran las letanías, las coronillas y las novenas. El beato Michał Sopoćko, confesor de Sor Faustina en Vilna, popularizó esta devoción siguiendo esas formas. Y fue el hoy centenario teólogo padre Ignacy Różycki  quien le dio un fundamento teológico a la devoción, según las formas transmitidas por Sor Faustina; esta tarea, la llevó a cabo para satisfacer las exigencias del proceso de beatificación de la Apóstol de la Divina Misericordia, por lo cual realizó el análisis completo de su Diario.

Dicho análisis muestra que la esencia de esta devoción es la actitud de confianza hacia Dios, que es la actitud bíblica de la fe, abandono en Dios que en la práctica significa el cumplimiento de su voluntad contenida en los mandamientos, las obligaciones de estado, las bienaventuranzas, los consejos evangélicos, y también en las inspiraciones de Espíritu Santo que cada cual va discerniendo en su vida cotidiana. La segunda condición relevante de esta devoción es la actitud de misericordia hacia el prójimo, que es lo que hace que la devoción a la Divina Misericordia no sea tan sólo una devoción, sino que exige la formación personal según la actitud evangélica del amor activo hacia los demás. Sólo sobre la base de este fundamento que consta de la confianza en Dios y de una actitud de misericordia hacia el prójimo, se pueden desarrollar las nuevas formas de culto que Jesucristo trasmitió a Sor Faustina. Entre ellas se encuentran: la imagen de Jesús Misericordioso, con la inscripción: Jesús en Ti confío, la Fiesta de la Misericordia, que se celebra el primer domingo después de Pascua, la Coronilla de la Divina Misericordia, la Hora de la Misericordia y la propagación de la devoción a la Misericordia mediante su difusión. El criterio que distingue las nuevas formas de culto de las demás oraciones que fueron anotadas en el Diario de Sor Faustina son las promesas que Jesucristo ofreció a todos aquellos que las practiquen, no exclusivamente a Sor Faustina. La condición necesaria para poder aprovecharse de estas grandes promesas es la práctica de dichas formas de culto conforme a la esencia de esta devoción, es decir, en una actitud de confianza hacia Dios y de misericordia hacia el prójimo, según el Mandamiento nuevo (Jh. XIII, 34-35).

Como ejemplos del Diario –obra que, por cierto y como anécdota figuró en el Índice hasta la supresión de éste por Pablo VI el 8 de febrero de 1966- de esta santa citaremos estos pasajes: «La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia» (D. 300)  o también, «y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia» (D. 723).; “Te envío a toda la humanidad con mi misericordia. No quiero castigar a la humanidad doliente, sino que deseo sanarla, abrazarla a mi Corazón misericordioso” (D. 1588). “Tú eres la secretaria de mi misericordia; te he escogido para este cargo, en ésta y en la vida futura” (D. 1605), para que des a conocer a las almas la gran misericordia que tengo para con ellas, y que las invites a confiar en el abismo de Mi Misericordia” (D. 1567).

En conclusión, creyendo que la Fe se traduce en obras, recordemos que, por medio de Santa Faustina, se nos pide que tengamos plena confianza en la Misericordia de Dios, y que seamos siempre misericordiosos «porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil» (742). Quizá ello nos ayude a entender el mote del escudo episcopal del gran misionero que fue Monseñor Lefevbre “Et nos credidimus caritati”, también del Evangelio de San Juan (IV, 16) o las palabras de San Beda que ostenta el del escudo del papa reinante “miserando atque eligendo”, referidas a la vocación del publicano Mateo, llamado por  quien le mira con amor o misericordia.

Pedro Sáez Martínez de Ubago, historiador

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