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Políticos y farsantes

El siglo XXI, tan procaz en su capacidad de escupir conceptos, métodos y convicciones que nos parecían elementales a los pobladores del siglo XX, ha sentenciado a muerte también la clásica alternativa que Weber ofreció a los dirigentes políticos. Ya no tienen que escoger entre una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad. -¡Cómo huelen a siglo XX, a tradición severa, a compromiso moral, a sentido de Estado y a rigor ideológico estas palabras!- Ahora, como hemos podido observar entre desplantes, aspavientos, argucias de listillos y picaresca de trastienda, quienes encarnan institucionalmente la soberanía nacional solo están dispuestos a elegir entre la ética de la visibilidad y la ética de la duración.

La Transición acostumbró a los españoles a medir las palabras y a contener los gestos. Nos habituó a la no siempre fácil convivencia de culturas políticas diversas. Nos hizo madurar caminando sobre esa delgada línea de tolerancia donde se equilibra la afirmación de la propia doctrina y la necesidad de construir grandes mayorías de consenso. Convertirnos en europeos no fue el resultado de acuerdos diplomáticos y reformas institucionales. Eso vino después. Nos hicimos miembros de pleno derecho de la comunidad occidental cuando aprendimos dos lecciones fundamentales de la democracia: que no hay convicción ideológica que pueda prescindir de la libertad de los demás a no compartirla, y que la tolerancia nunca es el producto de la falta de principios. Estas dos actitudes nos permitieron asistir a aquel proceso discreto, prudente, valeroso, que algunos recién llegados a la política se permiten juzgar con tanta desenvoltura y tan poca vergüenza.

El “régimen del 78” fue nada menos que una restauración de la democracia, una ruptura política de un calibre muy superior a la munición con la que cargan hoy sus piezas de fogueo los celadores del polvorín constituyente. Lo que nos proporcionó un significado común no fue pensar del mismo modo, sino saber que nuestras ideas tenían la suficiente firmeza para convivir con las de los otros. Y que ninguno de nuestros principios valía un solo acto de exclusión, de violencia o de desprecio que atentara a la dignidad de los principios de los demás. Nuestro bendito laicismo no consistió en burlarse de las creencias ajenas ni en tratar de expulsarlas del espacio público. Residió en la exigencia de neutralidad ideológica de las instituciones, pero también en la necesaria aceptación de un patrimonio cultural común que nos permitía disponer de sentido de orientación histórica. Nuestra bondadoso consenso no se basó en la exhibición de tibieza o superficialidad de valores, sino en la afirmación de que la ética de la responsabilidad, indispensable para ejercer el buen gobierno o la buena oposición al servicio de España, había de conjugarse con una no menos necesaria ética de la convicción, basada en el rigor de una pluralidad de ideologías.

En los años de formación de esta vituperada democracia nuestra, los españoles fuimos capaces de superar los peores trances de un rosario de dificultades económicas, de desmovilización cívica, de pérdida de ilusiones y de alborear del desencanto. Tuvimos el coraje de plantarle cara al cáncer del terrorismo, sin que ni una sola de las voces de la izquierda mayoritaria -el Partido Socialista y el Partido Comunista- jugaran con el fuego de la comprensión o atizaran el oleaje de las matizaciones miserables. Porque quienes venían de la cárcel, del exilio, de la clandestinidad o de la marginación, aquellos hombres y mujeres de extraordinario patriotismo, pudieron mostrarle al mundo cómo España era capaz de cumplir una tarea de reconciliación profunda, que no olvidaba nada, pero que nada pensaba construir sobre el rencor ni el remordimiento. Tuvimos la fuerza de reducir a proporciones ínfimas la retórica del separatismo. Porque ni una sola de las culturas políticas que forjaron los acuerdos constitucionales dudaron un solo momento de la realidad histórica de España. Tuvimos la energía de construir un gran pacto social en tiempos de inflación galopante y de desempleo masivo, porque ni una sola de las organizaciones representativas de la opinión pública tuvo la indecencia de negar su firma a las medidas indispensables para atajar la corrosión institucional y la pérdida de legitimidad que podía provocar la crisis económica de fines de los años 70.

Nos aleccionan ahora quienes dicen que, con su llegada al parlamento, ha entrado la democracia en nuestros edificios constitucionales. Nos adoctrinan, a sabiendas del mucho terreno que ha perdido España  en lo que se refiere a su potencia cívica, a su nervio cultural, a sus convicciones diversas y a su voluntad de que convivan en libre pugna por el gobierno. Lo hacen, claro está, cuando la impugnación de la unidad de los españoles se  realiza  en tantos registros complementarios: se niega la existencia de valores comunes; se desprecia la necesidad de evitar las graves fracturas que ponen en peligro la cohesión social; se burla incluso la afirmación elemental de que somos una nación, sin cuya referencia se desmantela el andamiaje vertebrador de nuestra vida política. Hemos llegado a cruzar varias veces los límites de riesgo soportables para una comunidad. Y nos hemos alejado, en una retahíla de pecados de omisión de nuestros dirigentes que sonrojarían a cualquier ciudadano europeo, de las zonas de seguridad cívica tan trabajosamente  alcanzadas  por la sensatez, la humildad y la valentía de aquellos que convirtieron la construcción de la democracia en el horizonte moral de toda una generación.

No pretenderán, con todo, que los españoles no se  alarmen  ante tal desafío a nuestra razón y ante tales desórdenes de su conducta. No estamos asustados, porque nos las hemos visto con adversarios  de mucho más fuste que ellos. Estamos preocupados porque tenemos la suficiente prudencia para no ver sin tristeza y animadversión cómo se cierne sobre tantas personas una forma frívola de entender el compromiso de la representación política, la encarnación de la soberanía. Para algunos, solo se trata de mantener el espectáculo, de marcar la diferencia, de mostrar músculo y desparpajo. Se trata de confundir el parlamento con un escenario y de ganar legitimidad a fuerza de hacerse ver. Su patente mediocridad ideológica, sus diatribas de laboratorio académico mal esterilizado, su verborrea para consumo de ignorantes, tienen un miedo cerval a volver a esa penumbra aciaga de la que les sacaron, en estos años, la crisis económica, la anorexia cultural de nuestros dirigentes políticos y la inmunda rendición de nuestros intelectuales. Para otros, solo se trata de durar. De mantenerse en el cargo recién adquirido, de conservar la butaca recién aposentada, de disfrutar los decimales de gloria que proporcionan a su soberbia la fama inesperada y la veloz fortuna. Fama y fortuna a falta de virtud.

Lejos de ellos, la inmensa mayoría de los españoles, y en especial los que tenemos edad para recordar la inmensa esperanza que vivimos al devolverle a esta nación la dignidad de su democracia, observamos esa ridícula trama de polichinelas. Porque ellos son ahora la elite sobrevenida, la casta dominante, la oligarquía invasiva. Nosotros seguimos siendo, a pesar de todo, el pueblo.

Fernando García de Cortázar Galardonado con el Premio Nacional de Historia 2008, es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto y director de la Fundación Vocento.

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