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Facebook, Instagram, Twitter: El gran hermano no está a la altura

Hoy con su permiso me voy a poner apocalíptico. Echo de menos que alguien lo haga con la que está cayendo.

No es ninguna novedad que cada vez más vivimos en las redes. Nos relacionamos, nos expresamos y colaboramos usando herramientas online. No sabríamos ni los cumpleaños de nuestros amigos si no nos los recuerda Facebook, hablamos más por Whatsapp que con quién tenemos delante, y el postureo en Instagram ya ocupa más tiempo que la tele. Los servidores de las grandes empresas guardan más datos nuestros que nosotros mismos.

No sólo eso. Media docena de empresas (por no decir dos) dictan buena parte de la actualidad que vemos y el enfoque con que la vemos. Los algoritmos de los “timelines” nos muestran lo que esas empresas creen que nos va a entretener más. No lo más veraz ni lo más importante sino lo que nos va a retener más tiempo y a provocar mayores reacciones. Nos informamos con herramientas de entretenimiento, que por definición hacen lo posible por facilitar que no tengamos que ver lo que no nos gusta, o las interpretaciones que no nos gustan de la realidad.

La cuantificación de nuestras reacciones medibles pretende dar una dosis de objetividad y mucho automatismo al sistema. Son lo que permite a esas empresas habilitar millones de conversaciones sin tener que ejercer nada parecido a la moderación manual de las “comunidades” originales, donde podía haber más de un moderador por cada mil usuarios activos. No, estas empresas no están dispuestas ni a visar lo que difunden ni a moderar lo que publican sus usuarios (aunque una red en concreto emplee miles de personas sólo en filtrar imágenes inadecuadas, es la excepción). Pretenden usar algoritmos, inteligencia artificial y las propias reacciones de los usuarios.

Y pasa lo que pasa. Desde infestaciones de propaganda coordinada para influir en votaciones a desinformación masiva. Desde bulos como casas a redes de “informadores” difundiendo noticias falsas sólo para atraer tráfico. Desde ciberacoso a linchamientos virtuales. Pasando por la manipulación sistemática e intencionada de los sistemas de moderación automática para hacer que las empresas cierren las cuentas de usuarios de la cuerda política contraria, como se vio en el “facuogate” (Twitter) o se está viendo hoy en el acoso y derribo a las cuentas de Alvise Pérez en ambas redes.

Cada poco tiempo, Twitter desactiva usuarios falsos (la última hornada fue de millones, y se llevó la mitad de los seguidores de algún “tuitero”). Facebook hace redadas y desactiva docenas de cuentas por “desinformación coordinada”. Pero son esfuerzos ex post, que llegan cuando el daño lleva tiempo haciéndose, y por cada red que cae parecen aparecer doce.

No es irrelevante. No son sólo los pequeños hooligans incontrolados.  No sólo hay evidencia de manipulación electoral en Gran Bretaña con uso de fondos extranjeros (lo que es ilegal) sino que ya se sabe que se usó Facebook para atizar la violencia étnica en Myanmar, con miles de muertos.

Y eso no es todo. No es que los gigantes permitan que algunos usuarios usen sus plataformas en perjuicio de la mayorīa. Es que los propios gigantes no son de fiar. La cantidad de denuncias contra Facebook por uso indebido de datos privados ha derivado en varias condenas (la última por permitir a Cambridge Analytica acceso indebido a datos personales de más de 80 millones de personas durante años, algo que también se usó para acciones políticas) sino en la petición de que someta sus prácticas de protección de datos a auditoría por los organismos europeos.

Algoritmos que seleccionan la actualidad según nuestros prejuicios, y según los prejuicios e intereses de los programadores. Falta de voluntad de asegurar la fiabilidad o veracidad de lo que publican. Indiferencia ante comportamientos antisociales o delictivos hasta que interviene la policía. Fragilidad ante los manipuladores que usan sus herramientas para censurar a la oposición. Prácticas dudosas en gestión de datos personales. Y todo ello no por falta de madurez sino porque su modelo de negocio lo exige. Está claro que el Gran Hermano de hoy no está a la altura de sus responsabilidades.

Mientras les sea rentable hacer lo que hacen, lo seguirán haciendo. Porque no son un servicio público sino un negocio. El camino iniciado por la Comisión y el Parlamento Europeo es el correcto. Estas empresas deben responder por lo que publican y distribuyen. Deben tener incentivos muy serios para filtrar lo que circula por sus redes y para cuidar los datos que custodian. Y eso se hace con legislación y multas. Hay que domesticar al Gran Hermano o pagar el precio.

Miguel Cornejo (@miguelcornejoSE) es economista y editor de Macuarium.com

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