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Domingo de la Divina Misericordia

En la introducción a Deus caritas est (2005) primera encíclica de su rico pontificado, Benedicto XVI enseña: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él » (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: « Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él ». Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida.

Este domingo 23 de abril, segundo domingo de Pascua -llamado antes también “domingo in albis” por las vestiduras blancas que lucían los bautizados en la Vigilia Pascual, a quienes en este día la Iglesia les conjuraba a prolongar en sí mismos las fiestas pascuales permaneciendo fieles a las gracias recibidas, y, antes aún, “domingo de Quasimodo” debido a las palabras del introito de la Misa “Quasi modo géniti infantes, alleúia: rationábiles, sine dolo lac concupíscite, allelúia” [Como niños recién nacidos, aleluya, ansiad la leche espiritual no adulterada, aleluya]- la Iglesia celebra la Fiesta de la Divina Misericordia.

La fiesta fue instituida oficialmente por Juan Pablo II el 30 de abril del año 2000 con motivo de la canonización de la monja polaca Santa Faustina Kowalska a quien nuestro Señor se apareció por primera vez el 22 de febrero de 1931 diciéndole “Yo deseo que haya una Fiesta de la Divina Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con el pincel, sea bendecida con solemnidad el primer Domingo después de la Pascua de Resurrección; ese Domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia” mandato que repetiría hasta catorce ocasiones en posteriores apariciones. Y fiel a este deseo, Juan Pablo II dispuso en la misa de canonización de la santa (Głogowiec 25 de agosto de 1905 – Cracovia 5 de octubre de 1938) que: “En todo el mundo, el segundo Domingo de Pascua recibirá el nombre de Domingo de la Divina Misericordia. Una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros”.

Sin embargo, a pesar del aparentemente reciente origen de la fiesta, es más que verosímil que la devoción a la Divina Misericordia hunda sus raíces en una de las más antiguas tradiciones del catolicismo polaco, cuya leyenda es la siguiente.

Tras la predicación en la zona de los santos Cirilo y Metodio, el cristianismo arraigó en la actual Polonia en el siglo IX, siendo Miecislao I (960–992), erigido en el 962 duque de Polonia –por el nombre de su tribu, los polanos- el primer el caudillo eslavo en abrazar la nueva fe en el 996. Y como recuerdo de ello recibió el obsequio de un crucifijo. Pero al noble eslavo, con su poca cultura, no le pareció adecuado que el Salvador prendiera de la cruz como un mendigo y ordenó confeccionarle un lujoso traje de la época, en el que destacaban unos escarpines de oro y perlas.

Muy pronto este crucifijo cogió fama de milagrero y se convirtió en objeto de culto para numerosos peregrinos. Uno de ellos fue un violinista pobre y con un hijo enfermo que se arrodilló ante la imagen para suplicar de la única forma que sabía, tocando una conmovedora melodía, para implorar la misericordia divina para su desgracia. Ante esta muestra de fe, uno de los escarpines del Cristo se desprendió milagrosamente y cayó en manos del devoto músico, quien acudió a la plaza del mercado para venderlo. Ahí fue acusado de haberlo robado, encarcelado, juzgado por robo sacrílego y condenado a muerte. Ante esta fatal sentencia, el último deseo del reo, que según tradición debía serle concedido, fue volver a tocar su violín ante el Cristo, como postrera oración.

Al amanecer del día en que había de cumplirse la sentencia, acompañado de autoridades, guardias y multitud de curiosos, el condenado comenzó a tocar su instrumento, siendo todos testigos de que el Crucificado volvió a dejar caer el otro escarpín en manos del violinista, quien fue exculpado y liberado entre el popular asombro y regocijo.

Siglos después, el acaudalado comerciante polaco Piotr Wlast, quien había quedado ciego, recibió el consejo de un obispo de Cracovia de que recuperaría la vista si construía siete iglesias y tres conventos. Y una de ellas fue la Iglesia del Santísimo Salvador, fundada en 1148 en la llamada Colina de Kosciuszko. Y, aunque el crucifijo original se perdió en los avatares del Medioevo, dentro de esta iglesia se conserva un antiguo cuadro de la crucifixión, a cuyos pies aparece un hombre arrodillado y recogiendo un zapato caído. Y hoy se considera que ese cuadro puede ser la primera representación de la Misericordia de Cristo en Polonia.

El recuerdo de la leyenda popular se ha transmitido a través de las generaciones y no deja de ser verosímil que guarde alguna relación con las apariciones que, en la tercera década del pasado siglo, tuvo la Hermana Faustina Kowalska de quien Karol Wojtyła fue siempre un gran devoto.

Así, en el Diario de esta santa leemos: «La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia» (300)  o también, «y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia» (Diario, 723). Para concluir, estando en el Año de la Fe, y sabiendo que ésta se traduce en obras, puede ser bueno recordar que por medio de Santa Faustina, se nos pide que tengamos plena confianza en la Misericordia de Dios, y que seamos siempre misericordiosos «porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil» (742). Quizá ello nos ayude a entender el lema del escudo del Papa Francisco “Miserando atque eligendo”, procedente de las Homilías de San Beda el Venerable, sacerdote (Hom. 21; CCL 122, 149-151), quien, comentando el episodio evangélico de la vocación de san Mateo, escribe: “Vidit ergo Iesus publicanum et quia miserando atque eligendo vidit, ait illi Sequere me [Vio Jesús a un publicano, y como le miró con sentimiento de amor y le eligió, le dijo: Sígueme]”, porque Dios, como hizo con el publicano Mateo, llama a quien le mira con amor o misericordia.

Pedro Sáez Martínez de Ubago, investigador, historiador y articulista

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