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Cirlot en su plenitud lírica

En mitad de la primavera de 1973, murió en su domicilio del barrio barcelonés de San Gervasio uno de los intelectuales más vigorosos, lúcidos y penetrantes de la cultura española de la posguerra. La muerte alcanzó a Juan Eduardo Cirlot poco después de cumplir los cincuenta y siete años. Le llegó cuando tenía conciencia de haber logrado su madurez poética. Quizás presintió, abriéndose paso en la rotundidad lírica de su tiempo postrero, que aquella fuerza para pronunciar la eternidad, para escribir la negación del mundo convencional y para entrar a fondo en un territorio donde ardía a perpetuidad un solo instante, era un indicio de la agonía que le aguardaba. Haber llegado tan lejos, haber pulsado el aliento de la eternidad y haber descifrado los signos de la oculta trascendencia de nuestra alma, parecían haber agotado las razones para seguir viviendo a este lado de la existencia. A este lado del espejo.

Juan Eduardo Cirlot habitó una extraña soledad poética. Una falta de reconocimiento que era virtuosa lejanía con respecto al tipo de servidumbres ideológicas que permitían, a uno u otro lado de la herencia de la guerra civil, establecer la reputación de una obra literaria. Era, además, una permanente tensión entre la tranquila normalidad de un burgués de clase media y la necesidad de comunicarse con una verdad intuida, a la que se llega únicamente a través de la emoción estética. Conocido y crecientemente respetado como crítico de arte, – su Diccionario de símbolos sigue siendo imprescindible – y también admirado como compositor de música y experto en cine, Cirlot iba creando un mundo que se desvinculaba de las tendencias dominantes en la lírica española.

La llamada poesía de la experiencia, el éxito de la poesía social y la labor de la escuela de Barcelona, el grupo catalán de la generación poética de los 50 – Barral ,Gil de Biedma, Goytisolo -,  se basaron en una concepción popular de la literatura que la contemplaba en su forma más o menos digna de divulgación realista, de narración moral de lo cotidiano. La tradición que podían haber engendrado ciertos temas y formas de Lorca y de Alberti, o la perspectiva que el simbolismo y el expresionismo europeos abrieron para la manifestación lírica fueron canceladas en los años cincuenta y sesenta.

Para Cirlot, la poesía nunca había sido un modo de hablar con los lectores, fueron estos inmensa minoría o bulliciosa mayoría. La poesía era la búsqueda del lenguaje de lo eterno, de lo que sobrevive fuera de la contingencia, de lo esencial que palpita en el fondo del tiempo. La poesía no era el relato de una experiencia, sino una experiencia en sí misma. Apartado del fervor de las herencias de Cernuda o de Machado, Cirlot rescató para la poesía española la vieja conexión con un concepto de la belleza que se había compartido con Gérard de Nerval, Mallarmé, Rimbaud, con el joven para siempre Trakl, continuador de Hölderlin. La poesía no era, para Cirlot, una forma de explicar las cosas, sino una manera de vivir. No era una destreza capaz de crear amables sentimientos, sino un compromiso atroz con la verdad.

La literatura española le debe a Cirlot haber preservado ese compromiso, sin el que nuestra lengua habría carecido de representación  meritoria en una estirpe dedicada a entender el sentido último de la belleza. Muy cerca del final, su  afán halló la mejor de las recompensas, satisfactoria y excitante, feliz y desgarradora, como todo trabajo lírico que merezca este nombre. En el verano de 1966 el ciclo Bronwyn, se desencadena cuando Cirlot se siente transportado al medioevo al contemplar en un cine barcelonés  la película de Paul Schaffner, “El señor de la guerra”, en la que una misteriosa  campesina de  ese nombre suscita la pasión amorosa, el hechizo,  de un noble guerrero normando que queda arrobado al verla surgir, como la Ofelia de Hamlet, de las aguas de un lago. La protagonista de una película se convertía, meses más tarde, en el impulso inicial y, al mismo tiempo, en el objeto de una revelación, de los que arrancaría una de los capítulos más turbadores y prodigiosos de la poesía española del siglo XX. La doncella del siglo XI, o la actriz que la encarnó, pasaron a ser cantadas con una fuerza espiritual de asombrosa belleza. Y belleza, en este caso, significa haber hallado en cada palabra un poder de evocación que brota de su propia forma. A través de su textura, de su plasticidad, de su sonido, se inicia el camino que conduce al conocimiento de la verdad que solo se nos revelará mediante el lenguaje poético.

En la culminación de un largo aprendizaje personal, los dieciséis breves libros de Bronwyn fueron también la cumbre de una línea muy poco frecuentada en la literatura española, pero cargada de los recursos de una tradición. El rechazo del sentido convencional del tiempo, el rescate de los valores permanentes frente a un sentido instrumental de la modernidad, la potencia de los símbolos para establecer un escenario emocional donde renace constantemente la vida concluida, la eternidad como reverso de nuestra existencia aparente. Hasta llegar a ese momento conmovedor en que el poeta llama inútilmente a la puerta de su propia creación, llama a los labios que pronuncian su propia imagen, llama a las palabras con que se ha descubierto, inalcanzable y real, el mundo paralelo donde habita el espíritu:  “Todo se ha muerto ya cuando contemplo/tus senos de ceniza. (…)/Recorro los caminos abrasados,/las machacadas zonas de los siglos/profundos, profanados/(…). Lo que llamo Brabante no es un sitio/ni el recuerdo de un ávido lugar/con muérdagos y encinas./(…) Hablando con la sombra de tu sombra,/postreramente, he de decirte:/fuiste la mensajera de mi muerte,/ de mi metamorfosis, Bronwyn./Lo que llamo Brabante es un instante/sin tiempo y sin espacio./ No hay nadie en el espejo y me contemplo.”

Fernando García de Cortázar,  director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

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