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OPINIÓN: Misericordia

OPINIÓN: Misericordia
Luis del Pino: Director de Sin Complejos en esRadio, autor de Los enigmas del 11-M y 11-M Golpe de régimen, entre otros. Analista de Libertad Digital
Luis del Pino: Director de Sin Complejos en esRadio, autor de Los enigmas del 11-M y 11-M Golpe de régimen, entre otros. Analista de Libertad Digital

Misericordia es una de las más amargas obras de Benito Pérez Galdós. Para ambientarse de cara a la novela, Galdós recorrió durante meses los barrios bajos del Madrid de principios del siglo XX. Escoltado por la policía, visitó algunas de las infraviviendas donde se hacinaba lo más miserable de la capital. Disfrazado de médico municipal, entró en los más infectos garitos y burdeles. Comprobó con sus propios ojos cómo vivían los desheredados entre los desheredados. Y utilizó parte de aquella información para componer el ejército de mendigos que constituye el telón de fondo de la novela.

En la obra se narra la historia de Benina, la criada de toda la vida de la familia de doña Francisca. Los dos personajes no pueden ser más antagónicos: Benina es humilde, trabajadora, práctica, abnegada y caritativa. Doña Francisca, por el contrario, representa lo peor de la clase acomodada española: venida a menos por su incapacidad de ganarse la vida, sigue cautiva de las apariencias y es vanidosa, inconsciente, despilfarradora e ingrata.

Para alimentar a su señora, la criada Benina pide limosna a la puerta de las iglesias; con eso, van trampeando ama y sirvienta más mal que bien. Pero para no herir demasiado su orgullo, Benina oculta a su señora que en realidad viven de la mendicidad, y le cuenta que obtiene el dinero sirviendo a un sacerdote imaginario. Doña Francisca acepta la mentira sin demasiadas preguntas.

La suerte cambia cuando Doña Francisca recibe una inesperada herencia. Pero entonces, liberada ya de la presión de la miseria, prescinde de los servicios de Benina, de la que se avergüenza y que no tiene cabida en su recuperada posición social.

Es esa tremenda ingratitud hacia quien se humillaba para mantenerla, lo que hace tan amarga la novela de Galdós, más incluso que el retrato miserable de los mendigos con quienes Benina comparte largas horas del día.

Cuando España accedió a la democracia, la situación no era fácil. Salíamos de una dictadura sometidos a la doble amenaza del terrorismo y la involución. Suele apuntarse en el haber de nuestra clase política que aquella Transición se hizo sin sangre, pero no es verdad: claro que hubo sangre, en grandes cantidades: la de las más de mil víctimas del terrorismo, de todas las edades, profesiones y clases sociales, a quienes ETA y otros grupos terroristas metieron un tiro en la nuca o hicieron estallar con un coche bomba. Solo la distribución de esos muertos a lo largo de los años permite mantener la ficción de que la Transición se hizo sin sangre.

La estabilización democrática solo pudo llevarse a cabo porque muchos fueron asesinados en todos los rincones de España, sin que sus familiares se tomaran jamás la justicia por su mano. España es lo que es, y sus instituciones son lo que son, gracias al sacrificio de tantas víctimas mortales, de tantos miles de heridos, de tantas familias destrozadas.

A lo largo de este año 2014, hemos visto cómo nuestra clase política buscaba todo tipo de subterfugios para proceder a la excarcelación de etarras prevista en la hoja de ruta de negociación con ETA. Vía Nanclares, derogación de la doctrina Parot, acumulación de las condenas cumplidas en Francia… por una vía u otra, los etarras van siendo liberados, ante el estupor y la impotencia de las víctimas.

Y, en una culminación simbólica de esa humillación y esa injusticia, esta semana el nuevo Rey de España, Felipe VI, ha omitido toda referencia a las víctimas del terrorismo en su mensaje de Navidad, el primero que dirigía a la Nación.

Como le pasaba a Doña Francisca con Benina, nuestra clase dirigente se avergüenza de las víctimas del terrorismo, se avergüenza de aquellos cuya sangre no dudó en aceptar cuando era necesaria para proteger las instituciones. A nuestros próceres, tan contentos de haberse conocido a sí mismos, no les importa compartir escaño con proetarras, pero las víctimas son un recuerdo permanente de que hubo tiempo en que tenían que vivir de mendigar estabilidad democrática. Y ese recuerdo les incomoda, porque no pueden mantener las apariencias.

Y, como Benina, las víctimas se ven ahora expulsadas por quienes ya no las necesitan, ni las quieren a su lado. Los ingratos disfrutan de su inmerecida fortuna, mientas las víctimas se ven arrojadas a la calle, para seguir mendigando la justicia que nunca hubo verdadera intención de darles.

A veces, siento vergüenza de compartir mi Nación con cierta mala gente. Y hoy me siento, yo también, un poquito más mendigo.

Luis del Pino, Director de Sin Complejos en esRadio, autor de Los enigmas del 11-M y 11-M Golpe de régimen, entre otros. Analista de Libertad Digital

 

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