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OPINIÓN: La quiebra del socialismo reformista

OPINIÓN: La quiebra del socialismo reformista

Como el resto de las naciones europeas, la crispación política prendió en una España que despidió a un régimen y no consiguió crear el consenso necesario en torno al que lo sustituyó. La monarquía cayó sin defensores. La República advino con un entusiasmo popular que hizo confundir el proyecto izquierdista del primer bienio con el Estado y la nación enteros. Y, a partir de 1933, fue inútil el encomiable esfuerzo de reunir, en favor de los intereses supremos de la convivencia cívica y la patria, a quienes habían afirmado su identidad negando a sus adversarios el carácter de verdaderos ciudadanos y de auténticos españoles. Que tal circunstancia no resultara una excepción en el drama europeo de entreguerras no puede consolarnos, por dos motivos al menos. El primero, que hubo naciones cuya sensatez y cohesión les permitió sobrevivir al asalto a la razón que la propaganda nazi  exhibió como el triunfo de la voluntad. Además, porque de aquel duro aprendizaje surgieron sociedades dispuestas a abordar una reconstrucción nacional que incluía la recuperación de la democracia parlamentaria, y el apuntalamiento de un sentido de pertenencia a la comunidad, alejado de los desequilibrios místicos y de esa frialdad administrativa con que se defiende a veces una nación constitucional.

La débil nacionalización de los españoles, tan evidente en estos momentos de crisis, es una herencia de la tragedia de la guerra civil, en cuyos prolegómenos, desarrollo y consecuencias se expuso el mayor daño causado a aquella comunidad que había entrado en el siglo XX con tanto afán por levantar una idea de España. Ese daño es haber construido culturas políticas antagónicas, basadas siempre en el carácter extranjero de los adversarios. Españoles que luchaban por afirmar la justicia social fueron considerados agentes al servicio de una revolución ordenada desde Moscú. Españoles que bregaban por actualizar la tradición, renovar el catolicismo e incorporar una modernidad respetuosa con el acervo de la nación más antigua de Occidente, fueron acusados de marionetas, empeñados en instaurar en España regímenes idénticos al totalitarismo nazi o fascista.

Que existiera esa lealtad a una revolución socialista internacional en unos, y que se diera el deseo de inculcar a nuestra tierra lo impuesto en dictaduras nacionalistas extrañas, es cierto en una parte nada desdeñable de los portavoces de aquella crispación. Pero resulta penoso que cualquier afán de justicia o cualquier reclamo de españolidad fueran interpretados con ese simplismo miserable. Ni el sano reformismo social, ni el sindicalismo más honesto, ni la defensa tolerante de los valores católicos, ni la protección sensata del patrimonio cultural de España habían de dirigirse inevitablemente a un enfrentamiento que liquidó las razones sostenidas en diferentes ámbitos. La experiencia republicana fue algo distinto a una desviación de la esencia nacional. Fue la suma de dos actitudes erróneas que ya mostraron su capacidad destructiva a lo largo del siglo XIX y que, con las posibilidades aniquiladoras de las sociedades de masas, habría de frustrar la gran esperanza, que arranca del regeneracionismo y desemboca en la llamada a la construcción de un Estado nacional sin exclusiones.

Uno de los espacios en los que esta responsabilidad se percibió con más fuerza fue el de la quiebra de la socialdemocracia. El PSOE y la UGT se habían convertido en piezas indispensables para la integración de las clases trabajadoras en una democracia parlamentaria. La renuncia a la revolución armada y la estrategia de un frente común con el republicanismo acabaron en el momento en que el régimen dejó de ser monopolio de las izquierdas y las derechas mostraron su capacidad de ser alternativa dentro del sistema. La radicalización del socialismo no se produjo, en aparente paradoja, como producto de la crispación de los sectores conservadores de la clase media española, como resultado de su “fascistización”. Por el contrario, el triunfo de Largo Caballero y sus compañeros de la izquierda revolucionaria fue consecuencia de la victoria electoral y la movilización de un catolicismo político dispuesto a colaborar con el régimen y de un republicanismo lerrouxista decidido a integrar al conjunto de los moderados españoles en el proyecto republicano.

Ya antes de la campaña electoral de 1933, Largo Caballero afirmó la incompatibilidad entre la democracia parlamentaria y el socialismo, como confesaría en su libro Posibilismo socialista en la democracia, publicado en ese año crucial. Entre 1932 y 1934, los sectores reformistas liderados por Besteiro fueron apartados de la dirección del partido, del sindicato y de las juventudes. El V Congreso de los jóvenes socialistas celebrado tras las elecciones ganadas por la derecha, llamó a la vía insurreccional para la conquista del Estado. La dictadura del proletariado lograda por la violencia se impuso ampliamente a la revolución cultural y al idealismo con que Besteiro había imaginado la progresiva hegemonía de los principios marxistas. Lo que podía haberse reducido a un simple debate intelectual pasó muy pronto a ser confrontación de estrategias entre quienes controlaban a un millón de obreros en la UGT y a cien mil militantes socialistas en el PSOE. Una fuerza de estas dimensiones debía  haber servido para vertebrar la República. A partir de 1934, se puso a las órdenes de un horizonte imposible sin la exclusión de media España.

La progresiva debilidad de la derecha moderada se complementó, de este modo, con la radicalización de un socialismo intransigente. La nación que llegó al siglo XX viendo fermentar las ideas de regeneración política, carecía ahora de los dos pilares sobre las que este cambio podía haberse realizado para dar lugar a una democracia moderna y española. Ni la derecha moderada ni la  izquierda reformista disponían ya de espacio cuando se consumaron las últimas etapas del régimen republicano. En esa hora se verían desbordadas por quienes siempre habían llamado a la intolerancia, y que hallaron en la crispada opinión pública una demostración de sus prejuicios y de su falta de fe en el futuro de una patria integradora.

Fernando García de Cortázar,  Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto. (ABC)

OPINIÓN. El poder de la palabra

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