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OPINIÓN: La elegía de Miguel Hernández

OPINIÓN: La elegía de Miguel Hernández

El presagio de muerte que se anunciaba en el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” en 1934 fue acompañado por la voz de otro poeta víctima de la violencia de la guerra civil y la posguerra. Miguel Hernández había irrumpido en el ambiente febril y creador de una juventud en la que se concentró la densidad de una perspectiva poética casi milagrosa. Hombres llegados de todos los rincones donde se hablara nuestra lengua, dotaron al español y a la cultura hispánica de vigor inigualable. Entre todos ellos, universitarios de familias acomodadas, conocedores de lo que se escribía más allá de nuestras fronteras, lectores de nuestra tradición, dispuestos a tensar la lírica española hasta convertirla en un referente universal, apareció un día la ambición brusca y tierna de un hombre de poco más de veinte años. Perito en lunas había tenido una repercusión solo discreta. Pero en sus viajes a Madrid fue acopiando los poemas de El rayo que no cesa, una colección de sonetos en los que ya no se observaba la inseguridad voraz de un furioso lector de la poesía del Siglo de Oro.

Lo que exhibía aquel hombre sencillo y culto a la altura de 1934, era lo que en un escritor resulta más difícil de conseguir: su estilo inconfundible, su forma exclusiva de expresar una experiencia lírica y de construir con ella un modo de conocer la realidad. Porque esa es la intención de la poesía tal y como la fundaron los hombres del 27 y el 36: antes que un modo de explicar, una manera de ordenar el mundo y dar  forma y significado  a lo que nos rodea. Todos ellos comprendieron que la esencia de la poesía es penetrar en las cosas a través de las imágenes, invocar la realidad más honda a través de las metáforas. Solo en la poesía cada palabra tiene un valor tan poderoso. Solo en la extrema densidad de la poesía el error de una sílaba de más o de un adjetivo desafortunado se paga a tan alto precio.

Si Lorca había levantado un universo de imágenes en el  que la vida parecía adquirir una extraña conciencia de sensualidad sin cursilería, Miguel Hernández consiguió que su palabra dotara a las cosas de una dura masculinidad sin distanciamiento. Lorca era el cuerpo esquivo de la naturaleza abierto a la mirada poética. Hernández era la penetración del lenguaje en el vientre desnudo de la tierra. Si la muerte había alcanzado en Lorca la forma de una compleja alegoría, en Hernández tomaba el sabor áspero y cobrizo una realidad tangible, de un mundo que resuella al acodar la palabra entre sus labios. “Pensamientos de muerte edificados”, llamó a los cuernos de un toro enloquecido, embistiendo contra los trebolares, tras haber percibido una “humedad de femenino oro” en la dehesa.

En diciembre de 1935, cuando preparaba la edición de “El rayo que no cesa”, la noticia de la muerte de su amigo José Ramón Marín Gutiérrez, “Ramón Sijé”, católico integral, compañero de Miguel Hernández en sus primeras experiencias literarias, le produjo ese dolor incansable que conduce a la ejecución de una obra maestra, si tiene la fortuna de encontrarse en el corazón de un genio.  La “Elegía” a Ramón Sijé se une al “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” para proporcionarnos los dos poemas más prodigiosos con que la muerte fue exaltada y recriminada en lengua española, en los meses anteriores a la guerra civil. Los tercetos encadenados de Miguel Hernández se alejan de la voluntad escénica de Lorca para ir agrupando, bajo la apariencia de un minucioso desorden, emociones en endecasílabos perfectos. Es el propio lector el que debe organizar aquel material, en el que las imágenes cabalgan sobre las estrofas, rompen la estructura disciplinada del poema y proporcionan así la intensidad que podría desmayar en una cadencia rutinaria. Lo que sostiene el poema es su aire de oración relatada, de conversación con el alma del amigo muerto, de cántico espiritual que se niega a esquivar los recursos de la podredumbre del cuerpo y de la sucia consistencia de la tierra de un cementerio.

Es un poema que asciende, desde la genuflexión del hombre que llora ante el estiércol de la carne depuesta, hasta el encuentro con el alma perenne y la espera de una voz rescatada del silencio. No hay vuelo de imágenes impregnadas de surrealismo, sino sencilla veracidad, cuya fuerza lírica se halla precisamente en la construcción de un orden complejo con materiales tan sencillos. “Tanto dolor se agrupa en mi costado/que por doler me duele hasta el aliento”; “Temprano levantó la muerte el vuelo/temprano madrugó la madrugada”. La muerte dolorosa, la muerte a destiempo, otra vez, como inquietante premonición de algo que va a suceder en España. La sublevación del hombre ante la cancelación absurda de una vida joven: “Quiero  escarbar la tierra con los dientes”, “quiero minar la tierra hasta encontrarte” y “besarte la noble calavera”. Y, al final,  la esperanza. La profunda y compasiva esperanza que nos hace hombres verdaderos, hijos del espíritu, promesa de redención y manos tendidas hacia nuestra plenitud. La libertad para elegir un destino y la esperanza de que un singular destino nos aguarda. “A las aladas almas de las rosas/del almendro de nata te requiero, /que tenemos que hablar de muchas cosas,/compañero del alma, compañero.”

El 10 de enero de 1936, Miguel Hernández firmaba el último de los versos de aquella obra maestra. Solo seis meses antes de que España se cubriera de la sombra de la muerte y el odio, el poeta concluía una plegaria anticipada, una íntima confesión de amor por quien pensaba de un modo muy distinto al suyo y, quizás por ello, era garantía de su libertad, de su  realización personal. La palabra precisa, el verso contundente, la imagen reveladora en aquella lengua en la que España hablaba consigo misma y con tanta belleza. Antes del grito de cólera, antes del exabrupto, antes del cáliz apurado hasta las heces.

Fernando García de Cortázar,  Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto. (ABC)

OPINIÓN: Lorca y el presagio de la muerte

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