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Exaltación de la Santa Cruz

El 13 de septiembre del año 335 se dedicó en Jerusalén la iglesia de la Resurrección y del Martyrium. Al día siguiente, en una solemne ceremonia, se expuso la cruz que la emperatriz Helena había encontrado el 14 de septiembre de 320. En el año 614, Cosroe II, rey de los persas, declara la guerra al imperio bizantino. Tras ocupar Jerusalén, se llevó, entre sus tesoros, la Cruz de Jesús. El emperador Heraclio propuso la paz a Cosroe, pero éste rechazó la oferta. Ante la negativa, Heraclio le hizo la guerra, y en el año 627 venció la batalla de Nínive. Tras la caída de Cosroe, Heraclio exigió a su sucesor la devolución de la Cruz, que regresó así a Jerusalén. En este día no se exalta la crueldad de la Cruz, sino el Amor que Dios manifestó a los hombres al aceptar morir en la Cruz: «Aunque era Dios, Cristo se humilló haciéndose siervo. Esta es la gloria de la Cruz de Jesús» (Papa Francisco).

Del Evangelio según san Juan

«Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en Él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3-13-17).

Confiar en Dios

“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”, escribió Benedicto XVI en su Encíclica Deus Caritas est. El Evangelio que la liturgia nos ofrece en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz muestra que Dios quiere construir una relación de amor con cada persona: se ofrece en su Hijo Jesús, elevado en la Cruz.

Levantar los ojos hacia Dios sugiere una verdad importante: estamos invitados a relacionarnos con Él. Hay que dejar de encerrarse en uno mismo alimentando inútiles sentimientos de culpa y olvidando que «si el corazón nos condena, Dios es más grande que nuestro corazón» (1 Jn 3,19). Hemos de levantar la mirada hacia las estrellas (cfr. Abraham y la promesa de una gran descendencia, Gn 15, 5), aprendiendo a poner todas las preocupaciones en manos de Dios. VATICAN NEWS

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