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Jo si tinc por….

Dicen que los valientes son los que dominan el miedo y los temerarios los que no lo sienten. A mí cada vez me da más miedo la artificial dicotomía que algunos parecen interesados en crear entre progresismo y conservadurismo en tertulias, actos culturales, centros cívicos, medios de comunicación… cuyos presuntos logros se analizan, más o menos sesgadamente, siendo conservadurismo la política de lo que se ha dado en denominar el “bloque constitucionalista” (a veces, si conviene, incluido el PSOE y sus marcas regionales) y progresismo todo lo demás, representado por podemitas y marcas blancas, separatistas, teroristas y demás enemigos de España y lo que significa. La reciente manifestación de Barcelona contra lo que debería de haber sido el terrorismo islámico, se ha convertido en un canto al nacionalismo más berretinesco y pueblerino, en que, bajo un lema en catalán y un enjambre de banderas esteladas, se han congregado desde ciudadanos particulares, colectivos cívicos, representantes de gremios, políticos y agentes sociales, hasta nuestros jefes de Gobierno y de Estado.

En principio, manifestarse bajo el lema “no tinc por” (no tengo miedo) contra el terrorismo islámico, que nos tiene apabullados, con un nivel de alerta 4, habiéndose debatido el establecer el nivel 5, ya suena, en sí mismo a una chanza o a algo peor. Pero que nos nieguen lo que hemos visto y oído en persona o en los más diversos medios, es un descarado insulto a la población española.

Todos hemos visto que los manifestantes, al grito de «No tinc por», portaron pancartas con este clamor para condenar los atentados yihadistas de La Rambla y Cambrils. Asimismo, hemos sido testigos de que miles de personas llevaron pancartas contra el Secretario General de los socialistas, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el Rey, Felipe VI.

Según estos energúmenos -no merecen mejor calificativo quien prostituye un acto que debía ser de afirmación y unidad para ventilar basura sectaria-  «defender las políticas que promueven la violencia» y llenaron el centro de Barcelona de anticonstitucionales banderas esteladas. Estos sujetos odian a España y, en su complejo de inferioridad, no desaprovechan ocasión para demostrarlo, sea una final deportiva o una manifestación contra el terrorismo.

No juzgaré el que las autoridades nacionales prefieran restar protagonismo a estos canallas, en vez de aprovechar la coyuntura para echar leña y avivar el fuego de la Hispanidad. Pero es miserable que nos tomen por idiotas al resto de los españoles. No obstante, lo que pudimos ver, oír, leer… resulta que para la Casa Real, para Mariano Rajoy o para Pedro Sánchez, esto no ocurrió así. A juzgar por las imágenes publicadas en las cuentas de Twitter del presidente del Gobierno, del líder socialista y del Palacio de la Zarzuela, las pancartas contra la venta de armas y las ‘esteladas’ no estuvieron presentes en la manifestación de este sábado.

Con esta actitud, las máximas autoridades de la Nación secundan la tendencia de muchos presuntos pensadores actuales a simplificar las posturas políticas, culturales, etc. en la dicotomía progresista / conservador: quien preserva lo antiguo es conservador y, como el pasado (España), está destinado a desaparecer en la pira del federalismo y quien defiende lo nuevo es progresista y su triunfo está tan claro como la llegada del día de mañana.

Este juego permite desacreditar al contrario con el simple procedimiento de etiquetarle. En España y Estados Unidos, los mayores cómplices de este tópico se vinculan a la izquierda, mientras que en Dinamarca o en Noruega el Partido del Progreso es de derecha. Y como la mentira no entiende de razones, puede usarse con fines opuestos. Lo más interesante de estas argucias son sus premisas. Ninguna mentira es convincente si no oculta sus vergüenzas con alguna verdad a medias, que le preste verosimilitud.

En este caso, la aparente verdad radica en que cada mejora es un cierto cambio, y quien se empeña en conservar todo renuncia a cualquier avance. Tal obstinación es irracional porque, si los hombres trabajan para mejorar, el resultado de millones de vidas a lo largo de siglos suele ser un cambio a mejor, un progreso. De hecho, la misma Historia demuestra que, en términos generales, hemos ido avanzando en esperanza de vida, en condiciones de bienestar y salud, en sistemas de comunicación, en las leyes y en las ciencias… Con palabras de John Morley, “cada uno de nosotros tiene sobre sí el peso de todos los siglos

Pero esta verdad se desvirtúa cuando se universaliza identificando lo nuevo con lo preferible: pues, si bien todo avance es un cambio, no todo cambio es un avance. Que haya progresos históricos implica que se alcanzan metas a las que no se debe renunciar, salvo que se quiera volver a errores pretéritos. Sin progresos no habría logros dignos de ser conservados. Contra esta evidencia, la falaz división entre conservadores y progresistas asume que no hay permanencia de los logros, sino una continua revisión donde nada debe considerarse definitivo, pues un posterior análisis podría juzgar nefasto lo que antes parecía bueno. Y en virtud de esto, en un momento oportuno, cualquier acuerdo podría romperse, cualquier derecho violarse o cualquier dogma ser negado…

Ahora bien, mientras que los cristianos defendemos la existencia del Creador y aducimos como prueba las huellas de Su obrar, los progresistas confían en algo que no pueden defender, porque para ellos no hay verdades que duren toda la Historia ni fuerzas que no sean caducas. La única evidencia que el progresista puede aportar, y lo hace con gran eficacia retórica, es la continua sustitución de lo antiguo por lo nuevo, fundamento de su peculiar interpretación de la Historia ¡Y, ante eso, jo si tinc por!

Las tesis defendidas por unos y otros van cambiando al renovarse los tiempos: lo defendido ayer por el progresista será después la postura del conservador más reaccionario, enfrentado a nuevas posturas progresistas, aún más radicales. Esta interpretación lineal de la historia ha tenido cierto éxito, porque es muy simple, fácil de entender y de aplicar ventajosamente. Y por ella muchos han sido convencidos del advenimiento inevitable de tendencias que se presentaban a sí mismas como abanderadas de un progreso inexorable.

Volvamos los ojos a nuestra Constitución de Cádiz, que, en el preámbulo dice: “Don Fernando Séptimo, por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española, Rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del reino, nombrada por las Cortes generales y extraordinarias, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que las mismas Cortes han decretado y sancionado la siguiente Constitución política de la monarquía española. En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo autor y supremo legislador de la sociedad. Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promoverla gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado.

Nuestro texto liberal por antonomasia, la Constitución de 1812, introducida por estas palabras, considerado uno de los textos jurídicos más importantes de la historia del derecho español, por cuanto sentó las bases de constituciones posteriores; y considerada, igualmente, como un baluarte de libertad, promulgada en Cádiz el 19 de Marzo de 1812, compuesta de diez títulos con 384 artículos, es considerada como el primer código político a tono con el movimiento constitucionalista europeo contemporáneo, de carácter novedoso y revolucionario, que establecía por primera vez la soberanía nacional y la división de poderes, como dos de sus principios fundamentales.

 

Por lo que se refiere a la soberanía nacional la Constitución doceañista defiende que” la soberanía reside esencialmente en la Nación, la nación española entendida como la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Por tanto pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales. Así mismo también establece que la Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. Es decir no vale un referéndum de una zonita para ver si se separa del gran conjunto.

Hoy ya parece no haber ni españoles, ni hemisferios, ni Monarquía, ni Dios, ni providencia… Diremos que “no tindrem por”, pero hemos sucumbido a no se sabe qué temor de lo políticamente incorrecto de ese conservadurismo del PP y similares, que se daría de bruces con el liberalismo, con el progresismo de las Cortes de Cádiz. Así en un orden de las cosas mucho más polémico y actual, la legislación contemporánea sobre el aborto, la homosexualidad o el divorcio (ahora defendidos por el PP) se parece mucho más a los usos de la antigua Grecia que a los de tiempos más recientes, cuando difícilmente encajaría en un esquema lineal de la Historia un hipotético avance progresista hacia mentalidades pretéritas. Ante eso, también, jo si tinc por.

Volviendo a evocar la paradójica presencia de las ausentes esteladas, cómo eran los liberales de antaño, analicemos su actitud a la luz de  nuestros días, en que cada vez es más frecuente ver en protestas callejeras o sedes de partidos legalmente reconocidos, la denominada bandera republicana, que numerosos grupos habían venido usando como alternativa a la enseña roja y gualda. En tal bandera, adoptada por el gobierno de Alcalá Zamora, la inclusión del tercer color buscaba el reconocimiento de Castilla como parte vital de un nuevo estado, bajo el supuesto de que los colores rojo y amarillo representaban a los pueblos de la antigua Corona de Aragón, y creyendo -erróneamente- que la bandera de Castilla había sido morada. Por eso en 1821, durante el trienio liberal que siguió al pronunciamiento del teniente coronel Riego que restablecería la Constitución de Cádiz contra el absolutismo de Fernando VII, en un sector de los liberales exaltados existió una sociedad secreta conocida como Los Comuneros, que ya recogía la bandera morada con un castillo como emblema; y que, en la Granada de 1831, Mariana Pineda bordaría una bandera morada, con un triángulo verde en el centro y las palabras bordadas en rojo Libertad, Igualdad y Ley. Pero siempre era una bandera que se concebía como Nacional, no como signo de división: los conservadores la roja y gualda y los progresistas la republicana tricolor y las esteladas…

Jo si tinc por! Como para no tener miedo –y mucho- a la luz de lo visto. Pese a la negación deliberada de la verdad por nuestros más altos dirigentes, la falaz dicotomía conservador / progresista debería arrojarse al cubo de la basura. Así pudo entenderlo un desengañado Saint-Exupery al escribir en Tierra de hombres (1939) “Cada progreso nos ha ido alejando más de los hábitos que apenas habíamos contraído y así somos verdaderos emigrantes que no han fundado todavía su patria”.

Pedro Sáez Martínez de Ubago,  investigador, historiador y articulista

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