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OPINIÓN: Ortega ante el estatuto de Cataluña

OPINIÓN: Ortega ante el estatuto de Cataluña

El debate que ha generado en Cataluña la propuesta independentista del gobierno de Artur Mas ha permitido que se recordaran, con tanta frecuencia como intencionada deformación, las palabras de Ortega acerca de la necesaria “conllevancia” del problema catalán. Sin respeto alguno a un debate surgido en las circunstancias políticas de hace más de ochenta años, nuestros independentistas de ahora se refugian en las palabras del pensador madrileño para hacer creer que los defensores de la unidad de España afirmaban el carácter insoluble del problema y, por consiguiente, proponían una perspectiva tan desalentadora y resignada como la de aprender a soportarnos. Nuestra convivencia- quieren estos personajes hacer decir a Ortega- solo había de basarse en el sometimiento de los catalanes a una nación cuyo destino no deseaban compartir; a la aceptación de un Estado cuya autoridad no querían reconocer. Con su siniestra capacidad para maniobrar en un pasado construido a la medida de su fantasía, el nacionalismo catalán ha visto en la intervención de Ortega la más acabada demostración de la legitimidad de sus actuales aspiraciones separatistas.

Por ello es conveniente afrontar en esta serie el profundo sentido de unas palabras, pronunciadas en el momento en que se hacían públicas las primeras decepciones y las advertencias más tempranas a la República por su sesgo sectario. Cuando intervino en el debate sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña, el 13 de mayo de 1932, Ortega llevaba algunos meses denunciando el peligro de la desmovilización ciudadana, la amenaza de la pérdida de entusiasmo y  del desprestigio irreparable del nuevo régimen. Recordemos que sus llamamientos a la formación de un gran partido nacional fueron desoídos, y que en octubre de 1932 habría de proponer la disolución de la Agrupación al Servicio de la República, en compañía de Pérez de Ayala y Marañón, firmantes del documento fundacional de esta plataforma de intelectuales.

El desánimo había prendido en él, pero aún no le había conducido a un pesimismo definitivo sobre la suerte de la República. Fue precisamente esa esperanza en la posibilidad de una nación liberal, de un Estado integrador y de una ciudadanía consciente, la que le llevó a poner su empeño en definir el problema que mejor podía expresar el grave riesgo que corrían estas aspiraciones. Y lo hizo, desde luego, diciendo cosas muy distintas a esa caricatura que la propaganda nacionalista actual ha querido hacer de su vigorosa defensa de un Estado autonomista.

Porque Ortega se refirió al carácter insoluble de un aspecto concreto del “problema catalán”: las aspiraciones del independentismo a la disolución de España. Algo que no podía perpetrarse sin agravio profundo al conjunto de los españoles, incluyendo a aquella parte amplísima de catalanes cuyos sentimientos y cuya voluntad política no coincidían con las propuestas del nacionalismo. Actualidad tienen, por supuesto, pero con una literalidad que pocas veces se asoma a las evocaciones del separatismo de hoy, las reflexiones brillantes y certeras sobre la soberanía nacional y el proyecto de un Estado integrador y sobre  las constantes injurias lanzadas contra quienes, siendo firmes autonomistas, se apartaban –entonces y ahora- de las propuestas del nacionalismo.

Pocos intelectuales habían planteado tan firmemente como Ortega la necesidad de estimular el regionalismo. Pero él siempre lo hizo para garantizar que todos los españoles pudieran tener una visión tangible de ese perseverante proceso de incorporación sobre el que debía construirse la conciencia nacional. Con lo que no podía jugarse era con el concepto ni con la realidad de la soberanía: “Soberanía significa, pues, la voluntad última de una colectividad. Convivir en soberanía implica la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de destino histórico. Y si hay algunos en Cataluña, o hay muchos, que quieren desjuntarse de España, que quieren desagarrar esa raíz de nuestro añejo convivir, es mucho más numeroso el bloque de los españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en todas las horas sagradas de la esencial decisión.”

Convivir, pues, no conllevarse era lo que reclamaba Ortega  frente a quienes defendían, entonces y ahora, que los españoles nos limitemos a aguantarnos. Convivir en torno a una ilusionada empresa nacional, claro está; no en la palidez histórica de una inercia sin alma, ni en la postración indolente de una comunidad acostumbrada a su vecindario. Lo que debía proporcionar la República eran cotas de autonomía que incitaran a los catalanes a emplazar sus sentimientos regionales en un destino común. Que reforzaran con ellos la empresa de España y que sintieran que solo a través de esa integración podría alcanzarse la plenitud histórica, cultural, política e incluso emocional de Cataluña. Con este fin debía invitarse a todos los españoles a construir un Estado en el que germinara su ciudadanía común, su conciencia soberana, su confianza en el porvenir de un régimen que resolviera esa necesidad de conversión de un pueblo en nación verdadera, la que había inspirado a los regeneracionistas del 98 y a los modernizadores del 14. Una exaltación patriótica en la que Ortega aún deseaba ver la sustancia creativa de la República, como punto de llegada de aquellas dos grandes inquietudes españolas.

Para entonces y para nuestros problemas de hoy, las palabras de Ortega trazaron el perfecto diagnóstico que rehuía el oportunismo y las medias verdades. Frente al nacionalismo catalán no cabía solución negociada, sino altura de miras, capacidad de visión histórica. A la transacción de coyuntura, al debate ensuciado por la mutua incomprensión y el oportunismo de separatistas y separadores, Ortega respondía con la defensa de lo esencial: “Los nacionalismos solo pueden deprimirse cuando se envuelven en un gran movimiento ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado, en el que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna sopla en sus velas.”

Fernando García de Cortázar,  Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto (ABC)

 

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