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OPINIÓN: Ortega y la rectificación de la República

OPINIÓN: Ortega y la rectificación de la República

 

En diciembre de 1931, Ortega pronunció una conferencia fundamental, esperada por todos y temida por muchos, que ha pasado a la historia como el momento en que se escucharon las primeras voces de alarma de los desilusionados ante el rumbo equivocado que tomaba la República. Era una severa advertencia del peligro de disolución de España,  a muy pocos meses de la llegada de un régimen que llegó acompañado de entusiasmo generalizado y oportunidades de grandeza política. El filósofo madrileño se había dirigido ya a las Cortes cuestionando las malas maneras, la intimidación del adversario, la cólera y la torpe identificación de las instituciones con los partidos gubernamentales. “Es de plena evidencia que hay, sobre todo, tres cosas que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí”, afirmó el 30 de julio. Frente a la violencia en el ademán o en el tono, exigía la sobriedad como virtud aplicable a la inmensa labor que se confiaba al nuevo régimen. Y a la República correspondía, entre otras cosas, establecer un sistema en el que España fuera comprendiéndose a sí misma como fusión de experiencias regionales que cerrasen el camino al arcaísmo nacionalista. Pero la más acabada expresión de sus inquietudes habría de esperar al final del proceso constituyente, cuando pronunció su discurso de “rectificación de la República “ en el Cinema de la Opera de Madrid.

De hecho, es más justo considerar que el discurso constituyó una defensa del espíritu republicano frente a unos partidos del gobierno, empeñados en  modificar los principios fundadores del régimen, causa de la masiva movilización del 14 de abril, en función de sectarios intereses partidistas. Ortega organizó su discurso respondiendo precisamente a esa pregunta: “¿Por qué en torno a la República hay hoy menos fervor que siete meses hace?”. La respuesta había de buscarse en el fracaso histórico de la monarquía de Sagunto. Lo que había sido obsesión política de Ortega desde sus escritos de mocedad, la nacionalización de los españoles y la creación de un Estado que fuera real representación del pueblo, no había podido realizarse en el régimen de la Restauración. La naturalidad con la que había llegado la República era producto de ese fracaso radical y de las expectativas que el nuevo régimen convocaba para superarlo. ¿Cuál era la función de la República, olvidada por las presiones de grupos que pretendían ponerla al servicio de un sector de la sociedad y no de toda ella? “La República significa nada menos que la posibilidad de nacionalizar el Poder público, de fundirlo con la nación, de que nuestro pueblo vague libremente a su destino.”

Por ello, lo que debía seguir reclamándose es que la República superara el sectarismo de un simple comité revolucionario y adquiriera la grandeza de una tarea de gobierno. Y gobernar, decía Ortega “es contar con todos”. Frente a esa aspiración manifestada en el entusiasmo primaveral de 1931, frente a la tarea de dotar a los españoles de una conciencia común y de unas instituciones que se identificaran con la totalidad del pueblo, hacía estragos el sectarismo y la pequeña política de partido. “Hay a la puerta de la República, instalados en hileras, unos hombres que perturban la obra de los gobernantes e impiden el ingreso en la República del buen español, pacífico y mesurado. Exigen esos hombres pruebas de pureza de sangre republicana y se dedican a recitar sin parar las más decrépitas antífonas de la caduca beatería democrática.” Hombres que, según Ortega, deseaban llevar la democracia del siglo XX a las condiciones  de la anterior centuria, al talante crispado, el gesto vano, la violencia verbal y la exclusión del disidente. La República había de contar con el hecho innegable de las masas obreras, pues sin ellas no podía hablarse de la unidad de España. Pero no debía confundir esa atención con la aceptación de la lucha de clases proclamada y programada por las diversas familias socialistas. La República había de ser laica y nunca debía adquirir la forma de una constante agresión a los católicos: “Yo, señores, no soy católico. Pero no estoy dispuesto a dejarme imponer por los mascarones de proa de un arcaico anticlericalismo.”

El 14 de abril había puesto a España ante uno de esos momentos cruciales en que se define la textura moral y política de una nación. La había fijado en los pliegues de una oportunidad histórica, cuando un pueblo se ve impelido a derribar los obstáculos que cancelan su  futuro. Y en esa ocasión, había de crearse una fuerza que se formara exclusiva y generosamente a la altura y el servicio de tal desafío. Había que constituir un “partido de amplitud nacional” que organizara su espíritu sobre un principio bien definido: “La nación es el punto de vista en el cual queda integrada la vida colectiva por encima de todos los intereses de clase, de grupo o de individuo; es la afirmación del Estado nacionalizado frente a las tiranías de todo género y frente a las insolencias de toda catadura; es la nación la obra gigantesca que tenemos que fabricar con nuestras voluntades y nuestras manos; es, en fin, la unidad de nuestro destino y de nuestro porvenir.” Ortega hacía un llamamiento que hoy puede ser leído de  manera  inconveniente. No se trataba en modo alguno de sustituir la democracia por el monolitismo, sino de realizarla en la unidad diversa de los españoles. Llamando al compromiso personal de quienes desearan superar los intereses anticuados de clase o territorio, se convocaba a “tomar la República en la mano, para que sirva de cincel, con el cual labrar la estatua de la nueva España.”

Fernando García de Cortázar,  Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto (ABC)

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