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La “Nueva Normalidad”: ¿Vida o existencia?

Hace un tiempo leía a Aleksandr Dugin y me vino a la mente un ejemplo que este autor dio para probar que el tiempo era un producto humano y no algo que existiera en sí mismo. Las rocas no tienen tiempo, decía, y a mí se me ocurrió que las rocas existen pero no tienen vida.

Sin intenciones de ahondar en cuestiones filosóficas extensas que involucran corrientes tales como el o los existencialismos, el esencialismo y demás, preferiría bajar mi reflexión a un campo más coloquial. Pensaba que esta nueva era que estamos atravesando (antes la llamaba coyuntura, cuando aún abrigaba la esperanza de que en algún momento se terminara) se encuadra en una existencia sin vida. Esto está vinculado al sentido (o carencia de él) en que el ser humano de esta época se ubica. Un sentido, motivación, motor, llámese como quiera, que puede estar organizado en uno de dos grandes conjuntos: el de los fines y el de los valores.

Si admitimos que la nueva normalidad consiste en “vivir” una vida cuyo fin es no enfermarse/contagiarse/morirse de Covid, podemos aventurar que esa “vida” con arreglo a fines, orientada teleológicamente, ya no es un vivir, un vivenciar, un ser y estar en el mundo, para pasar a simplemente ser un “estar”. Porque la más básica premisa de estar en el mundo es asegurar la existencia, existir ya viene implícito desde que nacemos. Una vez cubierta esa premisa/necesidad, el ser humano elabora necesidades y satisfactores cada vez más complejos, complejizando así su cotidianidad.

Volver a la premisa básica de la incertidumbre de la existencia es desandar el camino que nos llevó a ser civilizados. Cuando veo a una persona que por la calle camina con tapabocas, máscara, guantes y alcohol en splash me hace inmediatamente pensar en esos primeros hombres de las cavernas (que no sé si existieron realmente), pero que en las películas y documentales se los ilustra como que vivían asustados, trémulos y con una respuesta altamente agresiva ante cualquier ruido de fieras o de truenos ahí afuera. Esos primeros hombres no vivían, sino que meramente aseguraban su existencia mediante mecanismos rudimentarios.

Y esta incertidumbre de la existencia expresa mucho el anclaje terrenal, mundano, que el hombre promedio tiene. Ya no cree en Dios, pero ni tan siquiera en una causa noble y justa para enaltecer su vida a costa de perderla. Esos grandes valores se desvanecieron, el arreglo a valores ya está obsoleto.

Hoy es un “héroe” aquel que a la fuerza le impone a su vecino que se ponga el barbijo, como si todo se circunscribiera a esta enfermedad, como si no hubiera nada más que el Covid, como si no existieran otras pestes, hambrunas, accidentes, etc.

Este miedo enceguecedor, irracional y devastador me hace acordar a un cuento. Asolaba una nefasta peste en un reinado lejano. Un príncipe junto con su grupo de cortesanos se mandó a construir un palacio para aislarse allí, lejos de toda la muerte y putrefacción. Los días allí los transitaban de baile en baile, su fin era sobrevivir, divirtiéndose el mayor tiempo que fuera posible. Estaban muy seguros de su inmunidad. Pero una noche, en medio del baile, la peste irrumpió y se los llevó uno por uno, incluido el príncipe. La historia, muy conocida, se llama La máscara de la Muerte Roja y su autor es Edgar A. Poe.

Que nuestra existencia no sea un mero estar en el mundo, que podamos recrearla en un sentido más profundo que enaltezca nuestro valor como ser humano.

Laura Maciel, licenciada en trabajo social, actualmente cursa la carrera de ciencia política.

Artículo anterior La anticientificidad como nota distintiva de la posmodernidad.

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