
Los nuevos avances de la medicina van a posibilitar que, a medio plazo, los pacientes que necesiten un órgano nuevo puedan aprovecharse de las impresoras en 3D para obtenerlo. Mientras tanto, en nuestro país sigue creciendo el número de personas que ceden sus órganos para que puedan ser aprovechados por otras y, con ello, en muchos casos salvar su vida.
Todo parece optimo por tanto. Otra cosa son sus implicaciones éticas.
Muchas veces se tiende a ser un Doctor Frankestein moderno, en el que el investigador cree haber hallado la “partícula de Dios”, y, con ello, poder dar y quitar la vida a su antojo. Una vida que, por decirlo de alguna manera -cual generación espontánea-, surge de la mano del creador o creadores científicos.
A la luz de la profunda tradición cristiana del mundo moderno, estos “actos creativos”, no son la panacea. Existen unos límites que nadie puede atravesar sin ser conscientes de las consecuencias que puedan derivarse de ello.
No todo vale en la investigación. No es lo mismo, por ejemplo, ser capaces de prolongar la vida de una persona en malas condiciones, que prolongarla en buenas. Los 140 años que se dice puede llegar a cumplir una persona, serían válidos con todas o casi todas sus facultades en activo, no de otra manera.
La ética filosófica está para ello, para saber distinguir lo que está bien de lo que esta mal.