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OPINIÓN: Elogio de la Burguesía

 

Fue antes de que una mezcla de presunción sociológica y modestia verbal abandonara el uso de una palabra que tuvo un claro y honorable significado. En los años frenéticos posteriores a la Gran Guerra, algunos hombres insignes se refirieron a los valores de aquella clase social en la que se había modelado su conciencia, y dado cauce a una forma de civilización: la burguesía. Quien de una manera más digna y valiente lo hizo, enfrentándose a la furia de las SA, fue Thomas Mann, en su célebre discurso de Berlín del otoño de 1930. Como él, muchos lo hicieron entonces, antes y después en su afán por defender un modo de vida, cuyo cuestionamiento ha supuesto siempre el preámbulo de la barbarie o el anuncio de la ingravidez de la cultura. Pues, el desarme ideológico de la burguesía y el retiro de sus principios a un recinto de avergonzada privacidad han jalonado, fatalmente, tiempos de silencio moral, de cansino sesteo de valores, de claudicación ante quienes esgrimían sus utopías como las únicas manifestaciones de la convicción y la autenticidad.

La frecuente referencia a las clases medias expresa ya una derrota en el campo inicial en el que se dirimen los debates políticos de hondura: el del lenguaje. La alusión a las clases medias es una forma de escapar a una trayectoria histórica propia de una clase social, la burguesía, cuya diversidad no le impidió disponer de unos cuantos principios identificativos elementales. Uno de los innumerables complejos que atenaza la conciencia de nuestro tiempo ha causado esa renuncia al uso de aquella palabra que hoy, más que nunca, debería enarbolar su significado. Por un lado frente a la timidez de una derecha que se empeña en no salir en auxilio de sus tradiciones ideológicas. Por otro, frente a una izquierda que observa regocijada cómo la burguesía ni siquiera se atreve a utilizar su propio nombre, en esta época de desguace general de sus valores.

Pues habrá que empezar a recordarlos. Habrá que empezar a ofrecérselos, sin las habituales trampas del lenguaje, a quienes, en estos años, buscan un sentido de orientación. Tiempos difíciles en los que, según parece, la única forma de expresar convicciones es desvincularse de todas aquellas que levantaron la sociedad abierta y reformista añorada aún en plena zozobra y desvarío. La retirada en desorden de los intelectuales que deberían recordarlos; la indiferencia de los líderes de la derecha, que parecen aceptar la superioridad cultural que no ha dejado de atribuirse la izquierda durante décadas, la inaudita vergüenza que impide honrar a una clase responsable de cotas de libertad y bienestar que la historia nunca había  disfrutado … Todo ello se ha combinado con la feroz ofensiva de quienes, sin adversario alguno, se presentan como portadores exclusivos de la decencia, la justicia social, la honestidad personal y el ánimo de servicio público. Sin oponentes en el campo de las ideas, los nuevos radicales se consideran los únicos que creen satisfacer lo que, a todas luces, anhelan amplios sectores de la sociedad: salir ya de un terreno de indefinición, de apocamiento, de falta de confianza en nosotros mismos… lastres que han venido a sumarse a una crisis económica solo comparable a la que estuvo a punto de destruir nuestra civilización hace poco menos de cien años.

En efecto, tendremos que empezar a recordar cuáles han sido los principios que inspiraron durante generaciones a la burguesía que templó la existencia social de Occidente con ideales que deberían aún conmovernos y movilizarnos, sin dejar que sean  deformados por quienes  han pasado a la historia como sus más decididos adversarios. Entre éstos, se encuentran aquellos majaderos que confunden la codiciosa acumulación de riquezas, el despilfarro y la ostentación con la  auténtica mentalidad de la burguesía, que nunca es la de una aristocracia del dinero. También son adversarios de la burguesía quienes con sus utopías revolucionarias jamás propiciaron un mundo más justo. Por contra, no es su enemigo aquel reformismo obrero que, desde el nacimiento de la sociedad industrial, se ha inspirado en los ideales democráticos que dieron identidad histórica a la burguesía.

Porque la cultura burguesa se basó en la igualdad de los hombres ante la ley y en el disfrute de idénticas oportunidades que evitaran la perpetuación de los privilegios de sangre. Esa burguesía, ridiculizada por tantos intelectuales sin rigor, sin memoria o sin escrúpulos, luchó de forma heroica contra la tiranía, estableciendo el principio de seguridad de los ciudadanos en regímenes constitucionales. Esa burguesía se formó venerando la austeridad, el esfuerzo, la rectitud en el trabajo y la eficacia en el servicio público. Esa burguesía moldeó el respeto a una cultura a la que todos debían acceder, pero que había de mantener altos niveles de exigencia y ninguna tentación de banalidad.

Esa burguesía estableció la justicia como base indispensable de la cohesión de la sociedad, optando siempre por la reforma frente a la revolución y por el progreso frente al inmovilismo. Esa burguesía se comprometió en la defensa de la dignidad del hombre ante el paisaje de escombros en que el extremismo convirtió Europa en la primera mitad del siglo XX. Esa burguesía defendió el valor esencial de la familia como núcleo originario de la sociedad, frente a implacables individualismos y contra frívolas disoluciones de una institución que hoy ha regresado, como refugio natural de los damnificados de la crisis. Una institución que debería haber resistido siempre como cultivo primigenio de educación en el afecto, en la fraternidad, en el reconocimiento de unos principios transmitidos a través de generaciones.

Nos corresponde iniciar ese camino. Hacer un llamamiento a que una intelectualidad hoy silenciosa recuerde de una vez cuáles son los verdaderos orígenes de todo aquello que nos resulta estimable. Somos responsables de promover la renovación y actualización de un repertorio de valores que han fundamentado una clase social que construyó la modernidad. Esa clase no se limitó a forjar un sistema productivo ni unas relaciones económicas determinadas, que son, de hecho, capítulos pasajeros de la historia. Estableció algo cuya continuidad deberíamos considerar su más valiosa herencia: la inserción de los principios de hermandad, igualdad y universalidad del cristianismo en las raíces mismas de la Ilustración liberal.

La burguesía creó una cultura que no se desvinculaba de lo más sagrado de nuestra tradición occidental, sino que lo desplegaba en los desafíos de un mundo nuevo. En esa síntesis se encuentra lo que no es una simple posición de partido sino una forma de entender la vida, un modo de considerar nuestra existencia que hemos venido llamando cultura occidental. En la lucha por sus valores, tras todos estos años de indolencia o resignación, debería hallarse el fundamento de una ilusión razonable sobre nuestro futuro. Un combate que vale la pena librar, con la que siempre ha sido el arma más eficaz de la burguesía: la palabra. La voluntad de convencer, la ambición de persuadir, la capacidad de ofrecer su propia y digna imagen en la historia, frente a quienes solo acumulan en su pasado el ignominioso rastro de la frivolidad o las sucias huellas de la tiranía.

Fernando García de Cortázar,  Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto (ABC)

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