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Jóvenas, miembras, portavozas y otras excusas

Me van a perdonar (o no) que me meta en un charco. Porque a día de hoy parece que un hombre no puede hablar de problemas de mujeres sin que le salten al cuello unas cuantas féminas mal empoderadas, de esas que se han apoderado tanto del problema como de la terminología, pero no acaban de encontrar una solución.

La desigualdad entre hombres y mujeres existe. Una gran parte de ella (como causa y como efecto) es la desigualdad laboral. Varios estudios publicados en 2017 han defendido que la desigualdad salarial entre funciones y dedicaciones idénticas es muy pequeña, pero también han dejado claro que hay una diferencia muy seria entre las funciones que desempeñan uno y otro sexo: con demasiada frecuencia, las tareas de máxima responsabilidad y remuneración están copadas por hombres.

No es algo universal. Cuanto más grande y seria la empresa, menos sucede. Porque esas empresas tienen los medios para dotarse de la flexibilidad suficiente para aprovechar el talento de cualquiera, independientemente del sexo.

Y ahí está una de las claves. Que con la legislación actual, hombres y mujeres no son igualmente empleables. Que las bajas por maternidad y paternidad no se pueden aprovechar por igual. Que la flexibilización de jornadas, o la legislación contra la discriminación o el acoso, no se asumen igual en todas partes.

La realidad (políticamente correcta o no) nos dice que con mucha frecuencia las mujeres no sólo se ven obligadas por la sociedad sino que además eligen reducir su participación en el mercado laboral cuando son madres de niños pequeños. En el primer caso, una buena red de escuelas de 0 a 3 años aumenta mágicamente su capacidad para reintegrarse al mercado. En el segundo, la correcta legislación del trabajo a tiempo parcial, y de la flexibilidad horaria o el teletrabajo, permite a mujeres y hombres adecuar su disponibilidad a sus preferencias. Ambas cosas son ya asumidas en mercados laborales más desarrollados como los nórdicos, donde la brecha de ingresos existe pero se va reduciendo desde los 80 ( https://www.nytimes.com/2018/02/05/upshot/even-in-family-friendly-scandinavia-mothers-are-paid-less.html ).

Los estudios de Eurostat ( http://ec.europa.eu/eurostat/statistics-explained/index.php/Employment_statistics ) señalan que en España la proporción de mujeres que trabajan es la cuarta más baja de Europa, y su nivel de temporalidad está por debajo de los países más desarrollados. Los informes de la Unión Europea señalan también las curas evidentes  ( https://ec.europa.eu/info/sites/info/files/european-semester_thematic-factsheet_labour-force-participation-women_en.pdf ).

Por supuesto, hay factores culturales. Hay hábitos. Hay misóginos y hombres demasiado acostumbrados a no tomar en cuenta las opiniones de mujeres. Eso se cura con una buena jefa, y también haciendo obligatorios protocolos contra la discriminación.

En resumen, hay medidas reales y prácticas que se pueden adoptar y que se deben financiar desde las instituciones públicas, como el Parlamento Foral y los Ayuntamientos.

Y luego están los gestos absurdos y las subvenciones para mantener contentos a grupos de interés y de presión. Como hablar de “portavozas” como si “portavoces” fuera un término masculino, fabricar neolenguas a medida, censurar arte de siglos pasados porque muestra escenas hoy políticamente incorrectas, o financiar cursillos de “empoderamiento”. Estas medidas crean una industria de la ideología, creando puestos de trabajo para quienes la defienden e imparten los cursos, pero no impactan en la vida de los millones de personas que necesitan que las leyes, y las prácticas, cambien.

Pero claro, es mucho más fácil repetir consignas y repartir dinero a activistas que conseguir acuerdos, encontrar fondos, legislar y aplicar soluciones. Cuando no se es capaz de cambiar la realidad, recurrir a cambiarla de nombre para despistar es una salida fácil.

Miguel Cornejo, (@miguelcornejoSE) es economista y responsable de Asociaciones y Entidades en Ciudadanos Navarra.

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