Últimas noticias

De acuerdo con Perro Loco

De acuerdo con Perro Loco

Como saben Vds., Trump ha elegido como futuro secretario de defensa a James Mattis, a quien en ambientes militares se conoce con los apodos de Perro Loco y de El Monje Guerrero. El nombramiento resulta curioso, por cuanto Mattis se ha declarado contrario a los intentos de distensión con Rusia y no ha dudado en criticar en público a Trump por ello.

Mattis es un militar de enorme prestigio, perteneciente al cuerpo de marines y que participó en las guerras de Irak y Afganistán, antes de dirigir el Comando Conjunto de los EE.UU. entre 2007 y 2010.

Es un hombre culto, aficionado a la Historia y al que los hombres que sirvieron a sus órdenes en Irak recuerdan citando a Sun Tzu y  llevando consigo a todas partes un ejemplar de las Meditaciones de Marco Aurelio.

Mattis no se caracteriza por tener pelos en la lengua; de hecho, es muy políticamente incorrecto en su manera de hablar. Hoy, Daniel Rodríguez Herrera publica un artículo en Libertad Digital recopilando algunas de sus frases más famosas, que parecen sacadas de algún personaje de película americana. Pero, dejando aparte la incorrección política, las citas reflejan a un militar inteligente, con ideas claras sobre la libertad, sobre el respeto a los Derechos Humanos y sobre el papel del Ejército.

Permítanme invitarles a reflexionar sobre una de esas frases de Mattis. En una entrevista con una web especializada en Defensa, en 2010, el general Mattis soltó lo siguiente:

Ninguna guerra se acaba hasta que el enemigo dice que ha terminado. Podemos pensar que se ha acabado, podemos declarar que ha finalizado, pero de hecho el enemigo tiene un voto.

Hace tiempo, dediqué un editorial precisamente a esa cuestión, hablando de la Guerra de la Independencia española. La invasión napoleónica de España resultó un fracaso porque el emperador francés se topó con un fenómeno hasta entonces desconocido para él y que rompía las reglas convencionales del arte de la guerra: la negativa del enemigo a rendirse. Ni la captura de la familia real española, ni la abdicación de sus miembros, ni la ocupación de la capital de España, ni la apropiación de casi todo el territorio, lograron que los españoles dieran por terminada la guerra.

Permítanme que les recuerde lo que decía yo en aquel editorial:

Cuando las tropas francesas entran en España en 1808, estaban acostumbradas a hacer la guerra según unas normas que dictaban algo que parece de mero sentido común: para conquistar una nación, basta con que su capital caiga y el gobernante de turno acepte la derrota. Así había sucedido en los restantes países europeos que Napoleón había sometido. La entrada en España significó para el emperador francés tropezarse con una realidad completamente inesperada, porque la capital del Reino cayó, en efecto, en poder de los franceses, y tanto el Rey Carlos IV como su hijo Fernando VII abdicaron de sus derechos dinásticos en favor de Napoleón; y buena parte de la nobleza, de la jerarquía eclesiástica, de la intelectualidad y del resto de las fuerzas vivas del país aceptaron el nuevo gobierno «legítimo» otorgado por Napoleón y que el propio Fernando VII había acatado.

Sin embargo, fue el pueblo español el que decidió no acatar, en contra de la opinión de sus propios dirigentes, lo que veía como un gobierno impuesto de forma ilegal y violenta. Y personas de todas las clases sociales «se echaron al monte» e iniciaron una revuelta popular que hizo que en España se eclipsara la gloria militar del emperador francés. Porque aquella revuelta cambió la regla no escrita e hizo imposible la victoria napoleónica: ¿cómo conquistar una nación que sigue luchando una vez destituido su rey, una vez conquistada su capital? ¿En qué consiste el acto de la «conquista» si el «conquistado» se niega a reconocer la derrota?

A partir de aquel momento, y durante todo el tiempo que la guerra duró, los franceses sólo fueron dueños del terreno que pisaban, porque en cuanto las tropas abandonaban un pueblo, la guerrilla volvía a hacer acto de presencia, impidiendo las comunicaciones, atacando los puestos de vigilancia y los correos franceses y vengando cada atrocidad francesa con actos no menos atroces sobre unos soldados imperiales cada vez más desconcertados y más desmoralizados. No fueron los guerrilleros los que ganaron la guerra a Napoleón, pero resultaron cruciales para que al final pudiera ganarla un ejército hispano-inglés muy inferior en número al de los franceses.

Resulta paradójico que fuera, precisamente, la desestructuración de la sociedad, la anarquía existente, lo que se convirtió en la principal fortaleza a la hora de evitar la caída de la Nación. Esa «desconexión» entre gobernantes y gobernados, tan nefasta en cualquier otra circunstancia, resultó crucial para garantizar una resistencia perpetua: ninguna presión, ninguna represalia, ningún acto de violencia sobre la clase dirigente, ni a nivel nacional ni local, podía evitar que el pueblo siguiera resistiendo. Esos actos de violencia tan sólo exacerbaban la resistencia todavía más. Porque los españoles resistían no porque se lo ordenara ningún gobernante, sino por voluntad propia, más allá de toda esperanza y de toda lógica.

Para resistir, ni siquiera era condición necesaria la creencia en una victoria final. Resistían tan sólo porque no estaban dispuestos a vivir en un país gobernado por los franceses, lo que implicaba terminar echándoles o morir en el intento. No luchaban para ganar: luchaban, simplemente, porque no tenían otro remedio: habían perdido su independencia y no merecía la pena vivir sin ella.

Hasta ahí lo que yo decía en aquel editorial sobre la Guerra de la Independencia española. El general Mattis se refiere con su frase, obviamente, al mismo fenómeno en Irak y Afganistán, donde la perpetua guerra de guerrillas ha hecho que el ejército más poderoso del mundo, el ejército americano, terminara optando por retirarse, ante la imposibilidad de que el enemigo reconociera la derrota.

Pero la idea es aplicable a otros ámbitos, y en especial al de la resistencia cívica frente a los gobernantes. Ninguna hoja de ruta, ningún plan de ingeniería social, pueden triunfar mientras los gobernados se nieguen a reconocer que ha triunfado.

Recuérdenlo en los próximos meses, porque probablemente necesitemos recurrir una vez más a ese concepto frente a los intentos de dinamitar la Nación española.

Luis del Pino, Director de Sin Complejos en esRadio, autor de Los enigmas del 11-M y 11-M Golpe de régimen, entre otros. Analista de Libertad Digital.

Artículo anterior Una de los nuestros

About The Author

Otras noticias publicadas

Responder

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies