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Inés, la última cabrera, esperanza para un mundo que agoniza en Europa

 Inés Luengo es cabrera. La última mujer que cuida de un rebaño de cabras de raza en el noroeste ibérico, un área amenazada por la despoblación donde esta joven sayaguesa se ha convertido en un ejemplo que abre una puerta a la esperanza

Inés es menuda y ágil. Trepa con rapidez entre las rocas que forman los arribes del Duero siguiendo a su rebaño, uno de los últimos de «Agrupación de las Mesetas», cabras originarias de esta región compartida entre España y Portugal y catalogada como Reserva de la Biosfera Transfronteriza Meseta Ibérica.
La reserva comprende 87 municipios de la lusa Tras-os Montes y de las españolas Zamora y Salamanca y concentra 17 razas autóctonas, en su mayoría en peligro de extinción.
«Es la zona donde hay mayor número de razas autóctonas en un territorio en que la población es marginal dentro de Europa», explica el profesor español Joaquín Romano, que participa en el proyecto Paisaje Ibérico, financiado por la Unión Europea.
«En el sentido de conservación genética y de patrimonio, es uno de los reductos más importantes de toda Europa», asegura.
Por esto, esta región de contrastes está integrada en Paisaje Ibérico, que recibe apoyo económico del Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER) a través del Programa INTERREG V-A España-Portugal (POCTEP) 2014-2020.
Su objetivo es abrir una línea de documentación e investigación para promover la eficiencia y la protección del entorno de la frontera del Duero.
La iniciativa, continúa Romano, permite estructurar más de 10.000 datos de referencia sobre estas razas y analizar su interacción con el entorno y la población.
«Si tratas de explicar por qué este territorio tiene estas características, es precisamente porque la actividad agropastoril ha ido configurando el entorno», sostiene el especialista.
Ahora, las razas autóctonas están en peligro de extinción, en especial la «Preta Montesinos» y la «Agrupación de la Meseta».
De un censo estimado de 50.000 ejemplares de «Agrupación de las Mesetas» a principios del siglo XX, se ha reducido a unas 1.500.

INÉS, LA ÚLTIMA CABRERA
Por esto es tan importante el ejemplo de Inés, la única cabrera de la región y una defensora a ultranza del campo frente a la ciudad.
Tres años tardó Ángel Carrascal en vender su rebaño de cabras. Después de una vida en el monte, quería jubilarse, pero no encontraba quien se hiciera cargo de sus animales. Inés los compró en una decisión que dio un giro a su vida.
Cansada de trabajos eventuales, se lanzó a la aventura. «Nunca había tenido cabras. Al principio fue duro, es como tener un hijo. Luego es acoplarse, tu a ellas y ellas a ti».
Admite que estuvo a punto de renunciar y olvidarse del tema.
Al poco de comprar el rebaño, los animales bajaron hacia el río y «estuvimos una semana para que pudieran subir, fue bastante complicado… estuvimos un mes que decíamos, venga, lo tiramos todo», admite.
Ahora, ya está familiarizada con sus cabras, que la ocupan todo el día, casi de sol a sol.
«Me levanto, las ordeño y las saco para el campo y ya todo el día por aquí», cuenta Inés, que tiene un as en la manga para controlar a los animales: «collares Garmin», con un localizador para ubicarlos en cualquier momento.
Inés conoce por su nombre a sus 92 cabras. Maricarmen no es su favorita, pero es dócil. La cabrera lanza su cayado y la engancha para ordeñarla en mitad del monte. El animal se resiste pero ella termina dominando.
«No es cuestión de fuerza, es cuestión de maña».
LA CALIDAD ES LA CLAVE
Inés ordeña cada día a sus cabras. A veces consigue hasta seis litros de cada una.
«La leche se cotiza un poco más, ahora la carne está baja», lamenta la joven, que prevé aparear a las hembras para alcanzar los 150 animales.
El objetivo es hacer sostenible el rebaño porque, dice, es muy caro mantenerlo.
Manuel Miguel es más pesimista. Este cabrero de 52 años reconoce que sería difícil salir adelante sin subvenciones y ayudas.
Tiene 127 cabras que le dan para «malvivir» con «mucho trabajo». Estima que un rebaño solo es rentable a partir de 250 ejemplares.
Aunque es reacio a hablar de cifras, calcula que cada animal cuesta entre 70 y 80 euros, así que un grupo aceptable puede salir por unos 6.000 euros. Su cuidado requiere una larga jornada de trabajo y las ganancias netas al mes pueden llegar a los 400 o 500 euros. Sin ayudas, no es viable.
«Los precios están tirados, la carne está muy baja, el cabrito hace 20 años que está al mismo precio y la leche también está muy baja», se queja.
«El cabrero siempre ha sido el más marginal dentro de las estructuras sociales», explica Romano, «y estos han sido los que más han sufrido la transformación».
«El sistema de manejo no ha evolucionado, pero están sometidos a grandes presiones de normativas, de controles. Eso hace que estas explotaciones se hayan ido abandonando», añade.
Pero, subraya, «son poco competitivas en el sentido cuantitativo, pero no en el cualitativo. Estamos hablando de las mejores leches y quesos. Cuando se busca calidad, es cuando estos animales dan la talla».
Concepción González, directora técnica de la Asociación de Criadores de Raza Caprina Agrupación de las Mesetas (ACRAM), tiene otra propuesta más para buscar rentabilidad: «Debería potenciarse también el turismo». Con el apoyo de los ayuntamientos, matiza.
«Parece que no hay conexión entre el turista que llega a la casa de turismo rural, que no sabe por donde moverse. Los ayuntamientos deberían ocuparse y contratar una persona para ver rebaños, ermitas y que se implicaran más con la economía de estas zonas».

LA CABRA BOMBERO
Pero, además de leche, carne y abono, las cabras cumplen con una labor que pocos valoran lo suficiente: desbrozan y reducen el riesgo de incendios.
«La cabra es muy buena desbrozadora y aquí hay mucha vegetación y otros animales no entran porque es inviable», señala Inés.
El área de los arribes del Duero es «ideal» para las cabras, refuerza Concepción González. Si los rebaños pastan en la zona, rebajan el nivel de los arbustos y, en consecuencia, la amenaza del fuego.
Recuerda todavía un incendio que devastó el monte en Fermoselle hace años y que se frenó en el vecino Fornillos, «donde había dos rebaños que habían desbrozado el monte».
«Producen leche, carne y el mantenimiento y desbroce de las zonas.. es fabuloso», resume González, convencida de que las administraciones deberían echar cuentas e impulsar la presencia de rebaños de cabras en los montes.
«En vez de pagar equipos que vienen, desbrozan y se van, podría destinarse el presupuesto para pagar a los cabreros, que hacen ese trabajo de forma más sostenible, más constante y eficaz», sostiene.

DESPOBLACIÓN
Inés vive pendiente de sus cabras. Rondan por el monte jabalíes, zorros y alimañas, pero, la mayor amenaza, sin embargo, es la despoblación. Los pueblos, a uno y otro lado de la frontera, se vacían.
«La problemática mayor es la despoblación y el abandono de las zonas ideales para este tipo de ganadería», admite Concepción González.
Un diagnóstico compartido por Amãndio Carloto, secretario técnico de ANCRAS, la Asociación Nacional de Caprinicultores de Raza Serrana, el equivalente portugués de ACRAM.
«Las cabras están localizadas en las zonas más difíciles del país, con menos recursos y las poblaciones huyeron». Para mitigar el problema, opina, los gobiernos deberían destinar fondos a impulsar el desarrollo de estas razas autóctonas.
«Es una de las pocas cosas que pueden contribuir a fijar las poblaciones». Además, los ciudadanos «tienen que valorar los productos que salen de aquí, tienen una calidad enorme».
Ahora, «el desequilibrio económico entre las poblaciones es muy grande en estas regiones. Es una vida tremendamente dura y la entrada económica es muy reducida», lamenta Carloto.
El problema trasciende fronteras. Por eso, «es extremadamente importante esta colaboración con España. Tenemos un interior despoblado. Si comenzamos a tener este intercambio para la búsqueda de soluciones, dejamos de estar tan interiorizados, es un paso positivo», defiende.
Las fronteras siempre fueron abatidas por la actividad humana, como demuestran, por ejemplo, las crónicas del contrabando. «Si las instituciones, si los gobiernos no lo promueven, las poblaciones siempre encontraron la forma», recuerda.
Manuel Miguel no quiere un futuro en el pueblo para su hija de 5 años. Le gustaría que encontrara un trabajo «con menos esfuerzo» y fuera.
La despoblación «avanza». Manuel cree que los gobiernos deben «mirar un poco más por los que estamos en el medio rural» y aportar más subvenciones porque «todo son pegas, todo es un papeleo para cualquier cosa». De lo contrario, «los pueblos se acaban cerrando, se van a pique todos, no queda nadie en los pueblos».
«Los pueblos son bastante bonitos para el que viene de fuera… pero los que estamos aquí vamos un poco cansaditos», dice.
A Inés, sin embargo, no le importaría que su hija siguiera sus pasos. «A ella le gusta la naturaleza».
Recuerda que sus padres le dieron oportunidad de estudiar en la ciudad. «Les dije que no. Me gusta mucho la zona y no quiero ir a la ciudad, me siento agobiada y como me gusta mucho el campo, pues aquí estoy feliz».
«La gente que vive en la ciudad no lo sabe hasta que no viene. Y la paz… Y, eso que dicen de que la gente se aburre en el pueblo, si quieres no te aburres, puedes hacer 40.000 cosas».
Inés hace un pausa. Sentada en una piedra, bala llamando a Brillante, su cabra favorita, y grita para que no se despiste del rebaño. «Ven p’aquí, corre p’a las otras, no te pierdas ahí tú sola».
Mira a su alrededor y respira: «Sentarte aquí y disfrutar del olor de tomillo, de las escobas, esto es único». EFE

Mar Marín

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