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La parodia nacional: De la heroicidad a la miseria parlamentaria

Cuando se cumplen cuarenta años de aquel 15 de Junio de 1977, fecha de las primeras elecciones democráticas celebradas en España, después de un periodo de dictadura militar de otros casi cuarenta -tal vez totalitaria durante la primera década (esa no la viví); autoritaria, pero con visión de desarrollo y futuro después (lo que sí viví y, por tanto, puedo asegurar) y, sin duda, absolutamente light los últimos cinco a diez años (de aquellos polvos, en parte, estos lodos)-, hemos vivido, en sus vísperas, casi de todo, prueba de en lo que se ha convertido un buen deseo muy mal llevado a la práctica, la transición pacífica, con integración de todas las tendencias políticas -incluso de las causantes directas de la mayor tragedia por la que pasó España en la Edad Contemporánea (si no en toda su Historia), la Guerra Civil-, en un marco constitucional demasiado abierto y flexible en algunas cuestiones que se han comprobado esenciales para una buena armonía y pareciendo -cuando no demostrando- que, entre los encargados de redactarla, había de todo, unos, falsos, que buscaban otra cosa, y otros que, en su connatural bonhomía integradora, valoraron muy por encima de lo que eran realmente a esos “compañeros” de mesa que, en realidad, tenían otros intereses, los que están saliendo a la luz sin tapujos desde 2004, aunque ya se iban trasluciendo desde bastante antes. Algo sobre lo que ya he escrito en otras ocasiones, más cercano a una “democracia fallida” que a otra cosa y que sigue vigente o incluso creciente si no se pone coto a este dislate. De ahí que tome prestado, para mi artículo, el título de aquel divertido programa de televisión que se podía ver semanalmente, durante la segunda mitad de los noventa, y que parodiaba -de ahí su nombre- los hechos más relevantes del acontecer diario, con música y letras bastante divertidas y cargadas de fina ironía.

Y complemento ese título resumiendo en esas siete palabras los extremos que constituyen los hechos de significada relevancia que hemos vivido en los últimos días, resumen de la contraposición existente en España en los últimos años, ya demasiados.

Hace escasos diez días, tras la alegría para muchos españoles -yo entre ellos- del importante logro deportivo del Real Madrid -la duodécima Copa de Europa- , nos llegó una información que amargaba lo que tenía que haber sido exclusivamente una noche de festejo -al tiempo que de “luto” deportivo para otros, claro-. Se trataba del luctuoso suceso que estaba ocurriendo en esos precisos momentos en otro punto del Reino Unido de la Gran Bretaña, Londres, y que, tras varios días de incertidumbre y no muy brillante gestión por uno de los países que se creen el ombligo del mundo, nos dejó un desenlace trágico con la muerte de un joven español, Ignacio Echeverría, un auténtico héroe que dejó su vida por defender, con lo que tenía a mano -su tabla de patinar, frente a los cuchillos de los terroristas-, a una mujer que era gravemente agredida por esa parte radical e incívica de una religión, el Islam, que se dice “de paz” pero que, paradójicamente, está en una desigual guerra -¿nos recuerda algo esto de “unos ponen bombas o pistolas y otros ponen su nuca indefensa” o el simple hecho de estar ahí en un mal momento?- con el resto de religiones -judíos, cristianos, católicos, budistas, hindúes…- e incluso en guerra civil entre las diferentes facciones de la misma.

Justo una semana después, pudimos ver a otro “héroe” -este entrecomillado y populista, no popular- que salía de nuevo a la palestra, para encabezar una horda separatista -¿para cuándo la actuación de la Fiscalía ante estos desafíos?- y leer “al dictado” un manifiesto cuyo fin último no es otro que la ruptura de la milenaria Nación que es España, en la que ha nacido, crecido y desarrollado su carrera profesional, sin traba alguna a su libertad y gozando de todas las prestaciones y logros que empezaron a  conseguirse cuando él no era ni proyecto, gracias al esfuerzo de unas generaciones que crearon unas bases sólidas que ahora, muchos desaprensivos, con una ignorancia rayana con su mala fe -él entre ellos-, quieren tirar por la borda, eso sí, pagados por el “Estado opresor”. Ya sabrán mis lectores que me refiero a Pepe Guardiola -no confundir con aquel José Guardiola del “Di papá” o las “16 toneladas” de los sesenta-, ese al que una carrera futbolística, que no deportiva, con luces sobre el césped y sombras en su vida personal -en forma de ‘nandrolona’, se dijo, y algo habría cuando fue  apartado dos años de los terrenos de juego  por sanción federativa- , ha puesto en la primera fila de la actualidad y del que un periodista no dudoso de culé, por cierto, le ha dedicado una frase lapidaria que lo define:  «Fracasa en el City y triunfa como agitador de masas». Un personaje que, mal que le pese y para su desgracia,  es y será español hasta que se muera, salvo que pida la nacionalidad en alguno de los países en los que, hasta el momento, sigue sin triunfar como le gustaría, y que lo despiden, para su oprobio,  con el “Que viva España” de otro español ilustre, Manolo Escobar, que presumió de serlo por todo el orbe y no como el del “pequeño país -tan pequeño, que nunca existió como tal- del Norte”, que dijera en su día el de San Pedor -me reservo el comentario que esta palabra me sugiere-.

Tan sólo unas horas después, pudimos ver la antítesis de este catalán desagradecido. Me refiero, como sin duda habrán intuido al gran Rafael Nadal que, ante un público en su mayoría francés, rendido ante su gran proeza, se emocionaba al son del Himno Español -con mayúsculas- tras su décimo triunfo en el Torneo de tenis de Roland Garros en París. Un deportista -este sí- en toda regla que va haciendo gala de español por donde pasa y que, dicho sea de paso, también es seguidor -en este caso, socio de honor- del Real Madrid.

Y para rematar este corto pro intenso periodo de los diez últimos días, nos encontramos como “postre” con la penosa miseria parlamentaria que -en mi opinión-  ha significado este patético debate político mantenido en el Congreso de los Diputados -sería mejor llamar “disputados” a sus señorías- con motivo de la “moción de censura” -fracasada desde que era sólo una intención- que ese partido “ejemplar”, triste mezcla de Podemos y sus franquicias con el apoyo de la absorbida Izquierda Unida -un millón menos en seis meses votaron esa “coalición”-, ha interpuesto contra el Gobierno del Partido Popular -fruto sin duda de sus propias carencias, todo hay que decirlo-. El objetivo de esta “singular “moción  no era otro que ”protagonizar” su show mediático habitual, apoyado en la demagogia y el insulto monotemático de la corrupción -sólo la de un lado, claro, aunque todas sean censurables y tendrían que ser erradicadas, más pronto que tarde, empezando por devolver lo que proceda y con las sanciones que correspondan- con el ánimo exclusivo de estar en pantalla lo más posible, de donde salieron y crecieron, inspirados, cuando no financiados, por esos regímenes más que dudosos y alejados de la democracia, que son Venezuela, Cuba o Irán, adonde sus políticas rancias nos conducirían sin duda, si la irresponsabilidad en el voto propiciara su llegada al poder, lo  acabaría con la “democracia” actual, muy dañada, como decía antes, pero recuperable si se aplica de una vez el marco legislativo del que el Estado dispone, con el rigor necesario y sin ambages de ningún tipo. Ya va siendo hora.

Antonio de la Torre, licenciado en Geología, técnico y directivo de empresa. Analista de opinión

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