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OPINIÓN: Ortega en plena historia

El “Prólogo para franceses” que Ortega ha añadido a la traducción de “La rebelión de las masas” gustará a muy pocos, empezando por aquellos a quienes va dirigido. ¿Cómo se atrevía aquel filósofo de un país inferior en casi todo a Francia, a tratar de “linfática” la actitud del radicalismo republicano? ¿Cómo se atrevía un español a criticar el extremismo francés en aquellos años  en los que  solo su país se encontraba en guerra? Otra podría ser la reflexión hecha en el país vecino cuando empezara para él su enfrentamiento bélico brutal, por donde arrojaría  Europa entera las últimas reservas de su potencia mundial y enviaría a la muerte a   millones de jóvenes formados en la cultura inicial del siglo XX.

Al comenzar el gran conflicto, Ortega se hallaba en Buenos Aires, atraído por las promesas de una buena acogida intelectual y la expectativa   de salir de sus apuros económicos. El filósofo goza de  mejores condiciones físicas y está lleno de proyectos. Desea, sobre todo, culminar lo que siempre se le reprocha como defecto: un verdadero sistema de pensamiento. Quiere dejar de ser el certero comentarista de la obra ajena o el agudo contrincante en los debates de actualidad política. De hecho, tiene en sus manos el proyecto al que  quiere dar mayor envergadura y más alto vuelo intelectual: la razón histórica. Y a ello dedicará una formidable serie de conferencias pronunciadas en 1940, con  su  sentido del humor y provocación del auditorio habituales.

Mientras el mundo que le ha visto formarse  como filósofo entra en barrena, comenzando por Alemania a la que se siente tan vinculado, Ortega  manifiesta su admiración por Descartes, el hombre que, junto con Galileo, dio el gran paso que permitió la entrada en el mundo moderno a la filosofía y la ciencia. De esa admiración brota la crítica apasionada, característica de  la  historia del pensamiento, que no progresa como la ciencia yendo hacia delante sino volviendo atrás en busca de los primeros principios.

El filósofo madrileño responde a Descartes que el idealismo, superando el realismo griego para poner en el origen de las cosas el yo pensante, ha dejado atrás a su vez, sin darse cuenta, la relación entre la razón y el mundo, entre el yo y la circunstancia, entre el hombre y la historia.  Desde ese punto, entendemos mejor el deseo de Ortega de ser considerado un hombre muy poco moderno, pero muy del siglo XX. Ser moderno significaba  tener confianza ciega en el racionalismo y el idealismo. Ser del siglo XX era ponerlos en duda  y meterse de lleno en el mundo real, en un mundo dinámico muy distinto al del hombre en soledad del existencialismo.  Para Ortega la vida solo es comprensible como una empresa realizada en convivencia pues el hombre no tiene naturaleza a solas, ni las cosas una existencia ajena e inmóvil. Tiene, por el contrario, acontecer consciente. Razón histórica.

Ortega ha dejado de improvisar con fulgurantes apariciones para asentarse en  la meditación de lo que constituye el ser del hombre: lo que ha estado ocurriendo en el mundo y a él mismo en los últimos diez años. Lo que le ha estado sucediendo a España, desde luego, porque es imposible pensar en este filósofo madrileño sin considerar su peculiar destierro voluntario. No deja de informarse él de las posibilidades de recuperar su vida en nuestro país, incluyendo su situación académica, resuelta con una excedencia de cátedra que nos permite poner el tono adecuado a una ausencia que no es exilio. Más bien, la ruptura se está produciendo con los republicanos vencidos, cuyas exigencias de una actitud resueltamente antifranquista de Ortega nunca serán atendidas, provocando la desolación de los mejores, Gaos o Ímaz. A fin de cuentas, discípulos de Ortega son algunos de los falangistas considerados los más radicales defensores de una revolución nacional como la que ha recorrido la tiniebla de Europa desde los años treinta. Ortega es el maestro confeso de quienes, como Laín, le reprochan en la revista “Escorial”  su falta de fe cristiana.  Es el referente de quienes, como Gaspar Gómez de la Serna en el ABC, le acusan de haber dejado a la intemperie a una juventud que le esperaba como maestro. Pero es, también, el objeto de feroces críticas del integrismo español, refugiado en las páginas de “Razón y Fe”, o en las de “Arbor” y la editorial Rialp, bajo el liderazgo de Calvo Serer y Pérez Embid.

Ortega ya no busca una implicación directa en la política. Es consciente del desprestigio de los intelectuales puestos al servicio de la demagogia y sufridor de la monumental crisis del mundo moderno, que ha perdido su confianza en la razón y la ciencia y precisa de otra revelación. Una revelación que ilumine la razón histórica sin empeñarse en la letal confusión entre las ideas que se tienen y las creencias en las que se está. Porque tomar las creencias por ideas, creer en algo que debe ser pensado y  tiene el valor relativo de todo lo que se piensa, ha conducido la civilización europea a un trance espantoso. Con todo, Ortega decide tantear el terreno de su normalización en  España dando una conferencia en el Ateneo de Madrid en 1946 a la que acudirán las jerarquías del régimen para tratar de descubrir en cualquiera de sus afirmaciones sobre su “Teoría del teatro” un elogio del nuevo Estado. Hasta eso llegarán a encontrar los imaginativos corifeos del franquismo, que ven con disgusto el regreso de Ortega a Portugal. Pero ¿qué hacía Ortega legitimando el régimen con su mera presencia? Lo que  pretendía, en realidad, era poner en orden una vida que enfilaba su cuesta final. Una vida por la que había pasado, para que todo pueda entenderse, una guerra civil que desfiguró la gran empresa de educación política en la que Ortega se hizo hombre, cuando el siglo XX estaba aún en su adolescencia.

Fernando García de Cortázar,  Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

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