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El mito de lo joven, lo nuevo y lo moderno

El mejor criterio para juzgar rectamente la realidad de aquí abajo, con el que sólo se puede ponderar en su justo valor los sistemas filosóficos, políticos o religiosos, así como las vicisitudes de la historia es el bien de los seres humanos. Creados a imagen y semejanza de Dios, aunque a decir de Pío Baroja en El gran torbellino del mundo está “un milímetro por encima del mono cuando no un centímetro por debajo del cerdo”.

En la vorágine de la actualidad, según dicen, la España actual cuenta con la juventud mejor preparada de nuestra historia. Sin embargo, estamos ante la contradicción de que esta juventud tan supuestamente preparada se enfrenta al hecho de que el desempleo juvenil en España es un fenómeno persistente que se ha agravado durante la crisis actual, alcanzando una de las tasas más altas entre los países de nuestro entorno. Buena parte, probablemente la más capacitada de dicha juventud, la más cualificada profesionalmente, la que mayor manejo tiene de lenguas, de las modernas tecnologías… por lo que me atrevo a considerar puro instinto de supervivencia, está abandonando, España hacia otros países de la UE donde la media de paro es menor o casi inexistente y los salarios más dignos.

Mientras, ahora que tanto se ha hablado del verano y del turismo y su repercusión positiva en los índices de empleo y actividad económica, nuestros jóvenes tan asombrosamente preparados, con sus grados, erasmus, másteres, idiomas, anonadadores conocimientos informáticos -aunque quizá nunca hayan tenido el placer de coger un libro en sus manos y subrayar con lápiz unos renglones o doblar la esquina de una página- se han dejado la piel a tiras por hacer 10 días de naranjitos, obtener un contrato basura de prácticas o la suplencia por vacaciones de algún mileurista, y ya, colmo de las suertes, un contrato de dos meses para cubrir alguna demanda de la hostelería estival.

La adopción eficaz de medidas para corregir esta calamitosa lacra debería ser una prioridad de cualquier sociedad y de cualquier gobierno, a todos y cada uno de sus niveles administrativos, y no pasa, como se está viendo, por el hecho de que cada partido invente, más o menos “ex nihilo” su propia Ley de Educación.

Prioridad que no puede lograrse ni de cualquier forma ni a cualquier precio, concretamente inmolando en aras de la juventud, la modernidad ni del progreso a generaciones anteriores de españoles que hoy se integran en las denominadas clases pasivas, con su justo derecho a percibir una jubilación, por lo que han pagado y no se les regala, cada vez más en entredicho, aunque durante décadas fueron las “clases activas” con cuyo trabajo y esfuerzo se realizó el milagro de llevar a España del atraso secular con que inició el pasado siglo a la undécima potencia mundial. Y no pasemos por alto que, en los últimos años, ha sido gracias a esas pensiones de las clases pasivas que miles de familias con todos los miembros en edad de trabajar -muchos de ellos jóvenes tan preparadísimos como los actuales- parados han podido sobrevivir.

Las estadísticas de empleo conocidas este mes de agosto nos hablan de una Población Activa de 22.727.000 personas, de ellas 18.813.000 trabajando, 3.914.000 paradas, y, entre los nuevos contratos, 1.116.000 indefinidos y 11.352.000 temporales. Por mucho que las quieran adornar con sutilezas estadísticas, estas cifras son demoledoras y aterradoras: poco empleo estable, mucho empleo estacional, gran discriminación de la mujer, puestos, para salir del paso, que nada tienen que ver con aquello para lo que uno se ha preparado, jornadas extenuantes en chiringuitos playeros…

No obstante, hay que preguntarse, visto el enquistamiento de esta realidad, si las administraciones y otros órganos con capacidad de actuar, como empresarios, sindicatos y demás agentes sociales, están sinceramente interesados en poner una solución o, por el contrario, hayan en esta calamitosa realidad de los contratos precarios, a menudo por enchufe, la cultura de los subsidios… la mina en que satisfacer sus intereses particulares. Es más rentable contratar eventualmente con un salario mísero a un joven preparado, que mantener los derechos que va creando un trabajador indefinido, por mucha que sea su probada experiencia.

Una consecuencia asfixiante en que ha devenido la crisis de valores de la modernidad es la permanente sublimación de lo novedoso, lo joven, lo “progre” o lo espontáneo. Así se ve en la moda – ahora, por miedo quizá a la palabra “clásico”, hasta se habla cada vez más de “estilo vintage”- que ha de cambiar el vestuario de un año para otro a costa de tener una despensa vacía o una inmoral planificación familiar; el enriquecimiento de la industria mediante el atroz sabotaje de la denominada obsolescencia programada; la música de consumo; el arte, que ya no tiene la pretensión de perdurabilidad de otras épocas; o esa fábrica de mitos la gran pantalla, donde, en parte por la devaluación moral y el auge del erotismo, también se glorifica cada vez más la juventud y el musculito, frente a los verdaderos encantos y talento de grandes artistas, como la recientemente fallecida Nati Mistral.

Más doloroso aún es ver la progresiva –que no progresista- glorificación de la juventud como “valor tipo” frente al paulatino desprecio social de la figura del anciano a quien se arrincona –mientras no se apruebe una eufemística Ley de muerte digna- con sus grandes cualidades, entre las que sobresale la experiencia que, a decir del refrán “es la madre de la ciencia”. Así, a los ojos de muchos jóvenes, las opiniones de los mayores han pasado del necesario fundamento de nuestra memoria colectiva a simples “batallitas del abuelo” ¿No será que esos mitos acerca de la juventud y la modernidad no van más allá de una simple y perversa mistificación?

La Historia enseña que la experiencia acumulada de los ancianos supuso la revolución más significativa del ser humano: la que arrancó al homínido de la estructura animal de la manada para conformar el universo orgánico de la tribu, haciéndole descubrir una ley más adecuada a su capacidad de raciocinio distinta de la ley del más fuerte que, de alguna manera, perdidos los valores, vuelve a imponerse, aunque ahora la fuerza no estribe en las fibras musculares sino en los mercados. No debemos olvidar que palabras vinculadas a la autoridad, como “senado” o “señor” provienen del latín <senior> traducible como ‘de edad más avanzada’.

Ignorar esto es el mejor y más directo camino de regreso a la animalidad, por mucho que rodeemos al bípedo implume de urnas, cibernética o minimalismos de diseño… Si, como parece estar arraigado en el origen de los movimientos de indignados,  todo lo ya instituido y experimentado es corrupto, no es de extrañar que la juventud moderna colija que todo lo nuevo, lo que está por instituir pueda ser puro. Axioma de eficacia demagógica pero viciado en su origen, no sólo por la mendacidad de la premisa inicial, porque no hay una proporción verdadera entre los términos: no sería verdad que todo lo que queda por hacerse fuera siempre bueno ni aunque se admitiera que todo lo ya hecho no lo fuera.

El Dr. Sheldon Lee Cooper, físico teórico (y sus compañeros, el Dr. Leonard Leakey Hofstadter, Penny, la camarera y aspirante a actriz, el astrofísico Dr. Rajesh «Raj» Ramayan Koothrappali, o Howard Joel Wolowitz, Ingeniero Mecánico con maestría en ingeniería aeroespacial en el MIT…) de la popular serie americana The Big Bang Theory pueden servir como ejemplo de lo que quiero expresar. Un grupo de científicos muy valorados en la más avanzada tecnología resulta, a la vez, un patético ejemplo de incapacidad de esa juventud cibernética, galáctica y nanotecnológica tanto para adaptarse a una realidad como para progresar en sus propias vidas; y mucho menos, como para estructurar los fundamentos, empezando por la familia, su célula básica, de un tipo de sociedad viable.

Si nos fijamos en otro programa, un “reallity show” que va ganando audiencia, parece un contrasentido que, con una juventud tan preparada, haya madres que salgan en nuestras pantallas buscando colocar a sus hijos. Aunque, si atendemos profundamente a los especímenes de madres e hijos, no resulta tan sorprendente que tengan problemas para una relación normal. Lo chocante es que no ofrezcan gratificación o recompensa… a la pobre persona dispuesta a tragar con semejante maula.

Estos ejemplos vemos en la pantalla y podemos desternillarnos o avergonzarnos, según nuestra particular idiosincrasia, pero quizá esta moderna parodia obedezca a la antigua idea de reír para no llorar.

Fuere como fuere, lo tristemente cierto y lamentable es que en estas generaciones de nuestra juventud triunfante en su apoteosis de individualismo liberal, late el germen de un desprecio a los ancianos, escasamente rentables para quienes desprecian la experiencia, la autoridad, el magisterio, el servicio prestado… y así tenemos entronizado en su pedestal a ese ídolo con pies de barro estereotipado en el “yuppie” (acrónimo para «young urban professional» “Joven Profesional Urbano”) idolatrado por la mayoría sociológica de los jóvenes que aún creen en el trabajo honrado, se esfuerzan en creer en algo más transcendente que el porro o el botellón sabático y no se conforman con las inconcebibles pero reales subvenciones gubernamentales a los denominados “ni ni”.

Cuando nos desorientamos, cuando perdemos el norte, el hombre puede ser un lobo para el hombre. Pero acabamos de ver que, tras de un eclipse, el sol vuelve a lucir con igual fuerza. Esa luz debe hacernos ver la diferencia entre el hombre y los animales. No somos lobos, ciervos ni leones, donde los machos viejos se ven expulsados del grupo por los jóvenes. El hombre no se mueve por instintos, posee conocimiento y sabiduría, y esto sólo puede transmitirse y agrandarse con el esfuerzo de generaciones progresando juntas. Es la obra de maestros y discípulos.

Los conflictos generacionales no son algo nuevo. Desde que el mundo es mundo, los jóvenes han chocado con los mayores y se ha dado la incomprensión entre ambos. Así, escrito en un vaso de arcilla con más de 4000 años de existencia descubierto entre las ruinas de la antigua Babilonia, leemos: Esta juventud esta malograda hasta el fondo del corazón. Los jóvenes son malhechores y ociosos. Ellos jamás serán como la juventud de antes. La juventud de hoy no será capaz de mantener nuestra cultura”. De modo similar, Sócrates decía que “nuestra juventud gusta del lujo y es maleducada, no hace caso a las autoridades y no tiene el mayor respeto por los mayores de edad. Nuestros hijos hoy son unos verdaderos tiranos. No se ponen de pie cuando una persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos”.

Confiemos con fervor, a pesar de las apariencias, en que en la actual juventud, que es, en muchos casos el presente y siempre el futuro de España, de Navarra, de Europa, del mundo… arraiguen hasta florecer los verdaderos valores, tan alejados de todo aquello que implique pasotismo o iconoclastia. Puede que la juventud, embriagada por las propias esperanzas, crea estar ya en posesión de aquello mismo que pretende; y todo el producto de su imaginación se le antoje realidad.

Como dice don Hilarión en La verbena de la Paloma, hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad; y parece que quien no se sube al tren de la tecnología queda al margen del mundo. La cuestión de fondo, sin embargo, es cuál es la verdadera ciencia y dónde reside el conocimiento. Si reside en fórmulas y avances de laboratorio, en descubrir nuevas galaxias o descomponer nuevas partículas subatómicas, como la nueva cocina deconstruye y deshidrata las viandas de siempre, o, si, por el contrario, reside en conocer mejor al hombre, a los demás y a uno mismo, y en el verdadero conocimiento no tanto de las cosas que cambian o se descubren cuanto del ser humano y su capacidad de dignificarse. En definitiva, en el aforismo griego «Conócete a ti mismo» que, a decir de Pausanias, estaba inscrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos.

Los mayores de hoy fueron jóvenes en su día, y los jóvenes de hoy serán los mayores de un mañana no tan remoto como creen. Por eso, hoy como siempre, y, quizá más que nunca por la vertiginosa forma en que cambian las cosas, haya que aunar en una simbiosis fundamental los esfuerzos, la experiencia y la esperanza, la certeza y la ilusión, como la fe y la razón que están inextricablemente unidas aunque pueda parecer que se enfrentan. Sin despreciar lo antiguo ni idolatrar lo nuevo, debería comprenderse, como lo comprendió en su día la austriaca Josephine Knorr, que “Las iniciativas de la juventud valen tanto como la experiencia de los viejos”.

Pedro Sáez Martínez de Ubago, investigador, historiador y articulista

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