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“Si se aprueba este borrador de Constitución, se acaba España” (verano de 1978). Y se aprobó.

 

Cuando, a trancas y barrancas, llegamos a su cuadragésimo sexto aniversario, que como escribía en años anteriores , y a la vista de las circunstancias –en especial las del último lustro– dudaba que se cumpliera, es obligado volver a referirse a nuestra Carta Magna, esta vez desde un título premonitorio, con una frase que alguien muy cercano y querido, que ya no está entre nosotros (D.E.P.), me dijo poco antes de que se aprobara el referéndum.

Una persona que, entonces, tenía sesenta años y que hablaba desde su experiencia de haber vivido como adolescente y joven los nefastos años 30’s que truncaron su proyecto personal y lo llevaron, en 1936, con dieciocho recién cumplidos, a la entonces Academia Militar de Riffien –Tetuán (Marruecos)– cerca de Ceuta, para, tras un barniz de tres meses, saltar al Frente Nacional como Alférez Provisional –el añadido de cadáver efectivo, presagiaba el futuro de muchos de aquellos valientes y jóvenes patriotas– y jugarse la vida por la España que las izquierdas socialcomunistas y los nacionalismos insaciables habían llevado a la peor tragedia que puede sufrir una nación, un enfrentamiento civil que rompía al país y a las familias.

Recuerdo que, con mis veintinueve años de entonces, lo taché de exagerado y no olvidaré su respuesta, que no dejo de recordar desde aquel día: “Ojalá me equivoque, por vuestro bien y el de vuestros hijos –yo tenía en aquella fecha tres de mis cinco hijos y mi hermana mayor otros tres–, porque yo no lo veré”. Pero sí que lo vio y sufrió, porque vivió hasta 2012 aunque, gracias a Dios, se libró de lo que vino después, doce años más de deriva social hasta hoy, cuando la ruptura sigue cada día más abierta. No sé si, pese a mi cercanía, alcancé a imaginar el sufrimiento que debió suponer para él, y para tantos de su época, ver como su sacrificio y riesgo durante tres años se ponía en peligro. Lo mismo que se iba dilapidando su esfuerzo posterior, hasta su retiro profesional, para consolidar la España unida, grande y libre por la que lucharon, tras esa vuelta de lo particular frente a lo general que tan bien queda plasmada por el individualismo egoísta de algunas regiones, mal llamadas históricas, que contagia de manera implacable un sentimiento regionalista en provincias y zonas que nunca lo tuvieron en los términos que estamos viendo actualmente. Me pregunto en qué es más histórica Cataluña que Asturias o Andalucía, por citar sólo a la que más se cree serlo y a las dos que marcaron el inicio y el final de la Reconquista de nuestra Nación, unida tras casi ocho siglos de dominación o presencia musulmana.

Dicho lo anterior, quiero recordar el resultado de aquel referéndum que ratificó el Proyecto de Constitución el 6 de diciembre de 1978, fecha declarada desde entonces fiesta nacional para su conmemoración que, vistos los siguientes números, y la situación hoy, no me atrevería a llamar celebración. De un censo electoral de 26.632.180 personas con derecho a voto, lo ejercieron 17.873.271, es decir el 67’11%, o lo que es lo mismo, algo más de un tercio del censo, el 33’89%, 8.758.909 electores, no nos molestamos en ir a las urnas. Descontados los votos en blanco, nulos y en contra, en total 1.405.505, resultaron válidos 17.106.583, de los que dijeron SÍ 15.706.078, el 91’81% del total válido, 58’97% del censo, que relativiza bastante el éxito del texto aprobado por mayoría, sólo, suficiente.

No voy a poner en duda la buena voluntad de una parte de los que se sentaron en la mesa preconstitucional buscando el entendimiento, pero, como ya he escrito otras veces, es evidente que no se tuvo del todo en cuenta la naturaleza insaciable de los nacionalismos ni el trasfondo histórico, éste sí, del comunismo y de su derivada socialista. Así, se aprobó una supuesta Constitución de consenso, que para los buenos probablemente lo fuera, pero que, para los “malos”, mejores conocedores de sus oponentes que al contrario, sólo era un primer paso en su escalada a sus nunca desaparecidos deseos secesionistas y populistas, que determinadas concesiones de forma en el texto y un permisivo Título VIII, abrían demasiadas puertas a la libre interpretación, desde aquel desafortunado “café para todos” del profesor Clavero Arévalo, a la sazón ministro para las Regiones.

Lo cierto es que lo que se pensó como un sistema descentralizador y de acercamiento de las administraciones al ciudadano, ha dado lugar a un sistema de Taifas que, desde mi punto de vista, tiene uno de sus fundamentos en un artículo que nunca debió existir, el 152, dentro del antes citado y controvertido Título Octavo, que, en su apartado primero, recoge entre otras cosas que “…la organización institucional autonómica se basará en una Asamblea Legislativa, elegida por sufragio universal…”. Dar capacidad legislativa a las autonomías para contentar a unos pocos catalanes y menos vascos, era, en mi opinión, absolutamente innecesario para descentralizar la gestión y se tradujo en 17 parlamentos, más los de las dos ciudades autónomas en los que se transformaron sus ayuntamientos para que no se quejaran de “categoría”, que no aportan nada, salvo para los que de ello viven, cerca de dos mil diputados y cientos de consejeros (“ministrines”) y altos cargos, amén de contribuir a la masificación de leyes que complican cada vez más al administrado. Y no es menos cierto que se falló también, por unos y otros, en no haber ido actualizando un texto que pudo valer para el inicio de la Transición, pero que se fue quedando obsoleto en cosas, en las que no puedo entrar ahora, y se está modificando de facto por la puerta de atrás, y mucho más desde que su órgano institucional se ha convertido en un brazo más del poder ejecutivo, en el que la ideología de sus miembros anticipa el resultado de sus decisiones. Parece obvio que nuestra Carta Magna necesita reformas, pero no hubiera estado de más que, durante estas casi cinco décadas que ha presidido nuestro supuesto devenir democrático, se hubiera respetado y cumplido, como recogía en un artículo de 2017, que sigue valiendo y aumentando si cabe, en el que habría que incluir al presimiente Sánchez como sujeto de aplicación del artículo 102.2, comprobadas sus repetitivas traiciones en sus pactos con los que quieren acabar con la Constitución y concediendo indultos y amnistías a delincuentes convictos, dispuestos a reincidir en su delito.

Por supuesto que no voy a cuestionar lo que se atribuye a Winston Churchill sobre que “La democracia es el peor de los sistemas políticos, exceptuando todos los demás” (otros dicen “el menos malo de los sistemas políticos”), pero sí la deriva de este sistema hacia una partidocracia como la que actualmente se vive en España, convertida ya en autocracia en la mayoría de los partidos, en la que el líder se erige como el hacedor absoluto de unas listas electorales pobladas por fieles, que haría innecesaria la existencia de unas cámaras tan numerosas, supuestamente representativas del electorado, pero realmente convertidas en instrumentos para tener mayorías parlamentarias que permitan conseguir y conservar el poder, como estamos viendo en España desde hace seis años y especialmente desde las últimas elecciones generales. Un modelo que se replica también, y con el mismo “éxito”, en las asambleas regionales y que sigue su camino rupturista imparable si no se reacciona cuanto antes desde una oposición dividida o desde las pocas, pero existentes, alternativas, que la citada Carta Magna permite al Jefe del Estado.

Antonio De la Torre,  licenciado en Geología, técnico y directivo de empresa. Analista de opinión.

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