Según el papa Pío XII, de feliz memoria, “España ha sido siempre, por antonomasia, la «tierra de María Santísima» y no hay un momento de su historia, ni un palmo de su suelo, que no estén señalados con su nombre dulcísimo. La histórica catedral, el sencillo templo o la humilde ermita a Ella están dedicadas”. Y constatable hoy en día, es la profunda devoción mariana de una nación que, en verano, desde la Asunción hasta la Natividad de nuestra Señora, explota en fiestas por doquier.
Aprovecho la Natividad, 8 de septiembre, para dejar constancia de la devoción de la localidad navarra de Artajona por la Virgen de Jerusalén, conocida por esta advocación desde finales del siglo XV; venerada como Nuestra Señora de la Oliva en el siglo XIV; y antes, simplemente, como Santa María, que secularmente, cada 8 de septiembre, se viene sacando en procesión, para que bendiga el lugar, su tierra y su gente.
Es Historia que, comenzada en 1714, se concluyó la actual ermita donde permanece entronizada la imagen de la Virgen de Jerusalén. Templo que los vecinos de Artajona y sus pueblos circundantes levantaron sobre el mismo emplazamiento de una iglesia del siglo XII, construida, a su vez sobre otro templo anterior, pues ya, desde antiquísimo, tal sitio era un lugar de culto. Más incierto resulta afirmar que dicho culto fuera tributado a la actual imagen, una representación mariana francesa del siglo XIII, obra de artífices de la escuela de Limoges, pero tenida hasta terciado el siglo XX por una imagen bizantina del siglo -teoría reforzada con el libro de la Ley que el Niño porta en su mano, que aparece escrito en caracteres griegos- y que entronca con una curiosa tradición.
La Historia nos permite saber que ya en 1665 moraba en la Villa de Artajona una familia apellidada Lasterra, de probada hidalguía para aquél entonces. Y, si fue el Concilio de Trento el que obligó a que las parroquias llevaran registros de los nacimientos, matrimonios y defunciones, nada se opondría a que la familia Lasterra habitara la Villa con mucha anterioridad a esta primera mención. De hecho, consta que en 1587 era alcalde de Artajona D. Tomás de Lasterra.
Artajona está en una de las rutas menores del Camino de Santiago, cuyas piedras y parajes están ferazmente adornados por todo un bosque de milagros, historias, leyendas y tradiciones arraigadas en el propio milagro de la Virgen del Pilar, cuando Nuestra Señora se apareció en carne mortal al Apóstol Santiago, que había venido a Caesaraugusta a predicar la palabra de Dios. Estos milagros se entremezclan con leyendas y tradiciones, entre los que deseo destacar el origen de la leyenda de la Virgen de Jerusalén y Saturnino de Lasterra, capitán artajonés que compartió con el Defensor del Santo Sepulcro, Godofredo de Bouillon, las glorias de la primera Cruzada, que el 15 de julio de 1099 conquistó Jerusalén, de donde el intrépido navarro trajo la Virgen venerada en el antiguo reino (1144 – 1158) y hoy Buena Villa de Artajona.
Cuenta la leyenda, que el capitán Saturnino de Lasterra partió en 1095 hacia Tierra Santa, para buscar a su amada Felicia, raptada, junto con su familia, por una partida mora y llevada a tierra de los turcos seleúcidas. Allí demostró tal arrojo que atrajo sobre sí la atención del propio Godofredo de Bouillon, quien le brindó su confianza. Y cuando el capitán Lasterra sintió, en 1100, la necesidad de volver a su reino de Navarra, donde dejara familia y hacienda, Godofredo vino en ofrecerle cualquier cosa por que con él se quedara.
El navarro aceptó esta oferta pidiendo a Godofredo la imagen de la Virgen de arnés que éste llevaba a todas las batallas en la silla de su caballo. La petición no le fue negada y, cuando murió Godofredo, Saturnino de Lasterra tornó a Artajona como un pobre peregrino, sin más tesoros que la imagen que Godofredo le había entregado junto con un pergamino, unas reliquias del Santo Sepulcro y un fragmento del Lignum Crucis, que hoy está en la parroquia de San Pedro.
Antes de esto, el nombre de Saturnino de Lasterra aparece varias veces en la historia: en 1076 cuando, tras la tormentosa situación desencadenada por el asesinato de Sancho IV Garcés en Peñalén, Saturnino se juramenta contra los infidelísimos. Esto le hace ausentarse de Navarra y la tradición oral lo sitúa compartiendo las andanzas del Cid Campeador. En 1182, Saturnino de Lasterra reaparece en tratos con unos caballeros del Delfinado francés, posiblemente vinculados a la eremítica Orden de los Antonianos, cuyos enclaves en Egipto utilizaría en su indagación del rastro de Felicia. En 1094 lo encontramos de nuevo en Montearagón, junto al lecho de muerte del rey Sancho Ramírez; y en 1096 figura en los protocolos que detallan los apellidos notables adheridos a la cruzada de Pedro el Ermitaño o Pedro de Amiens (1050-1115), que más tenía de peregrinación popular, que de una empresa bélica caballeresca, y que acabó en el mayor de los desastres, tras lo que muchos de sus miembros se unieron a la cruzada de Godofredo de Bouillón.
De Saturnino de Lasterra no se vuelve a saber nada, si exceptuamos la leyenda que lo coloca en la corte de Godofredo. Pero en los archivos existen tres códices en que se alude a sendas visitas rendidas a Nuestra señora de Jerusalem por los monarcas aragoneses Pedro ben Xancho I (15 de septiembre de 1104) y la de su hermanastro Alfonso Sánchez I (23 de agosto de 1134). Y en todos los memoriales se menciona a un ermitaño que vela por el cuidado de la efigie y de su iglesia. Este monje se supone que puede ser el que aparece en el tercer códice, un facsímil del Pacto de Vadoluengo entre Ramiro II de Aragón y García VI de Navarra, por el cual se restaura la monarquía navarra, con fecha de enero de 1135: monje de cuyo nombre se han logrado transcribir con dificultad los fragmentos “…TU…INO DE …STER…A”, ¿Saturnino de Lasterra?, que, de ser nuestro caballero, sumaría entonces la asombrosa edad de unos 83 años, sin que nada se sepa sobre la fecha de su muerte.
Ésta, entre tradición y leyenda, de la Virgen de Jerusalén y Saturnino de Lasterra no tiene otro fundamento mayor que el fragmento de pergamino que se encontró guardado en la arqueta-relicario que sirve de trono a la Virgen. Pergamino que, también está rodeado de otra fantástica leyenda.
Según ésta, en 1587 un tal Juan de Segura, natural de Estella, entregó a Beltrán de Otazu, pintor de Olite encargado en diversas ocasiones de restaurar la ermita y la imagen encarnando los rostros y manos de la figura de nuestra Señora y de Jesús, un documento que dicho Juan de Segura sustrajo dos años antes del interior de la imagen. Y, a raíz del sacrílego robo, el ladrón andaba insomne y falto de salud. Y un día, en julio de 1586, Juan de Segura confesó su falta al maestro Beltrán de Otazu, quien lo llevó a la iglesia de San Saturnino de Pamplona. La confesión cuenta que, aprovechando un rato que quedó solo, en la ermita de Nuestra Sra. de la Oliva de Artajona, había sacado y tomado de dicha imagen un poco de tierra santa y el Pergamino que estaba escrito dentro y atado con una hebra de seda azul, y que dicha tierra la había dado a una monja y el pergamino lo tenía en su poder. Y desde entonces no había tenido salud ni contento, sino mucha inquietud y desasosiego.
Tras de esto, entregó el pergamino a Beltrán de Otazu para que, en una de sus visitas a Artajona lo restituyera. Y al ir Beltrán de Otazu a cumplir su cometido, en marzo de 1587, no acertó a meter en el hueco el pergamino, por un misterioso temblor que le acometió las manos. Ante el prodigio, con Segura ya fallecido con arrepentimiento, el maestro Otazu comunicó lo ocurrido al Vicario de Artajona, Licenciado Juan de Sarasa, quien con los regidores de la villa levantó acta ante el escribano Miguel de Irigoyen.
En el pergamino se puede leer en latín: Gudofre Bullonis Rex Jerosolimitani Dinisimus datum miqui Saturnini Lastier Artajonis terra Regis Ispaniae Capitanis dilectus in conquistan oc figuran Marie cun Jesus qui feci Nicodemus Discipuli Christi, Terra eleta Sepulcrum Santi, ani MXCIX in Jerosolima. Es decir, Godofredo, Rey Dignísimo de Jerusalén, me dio a mi, Saturnino Lasterra, hijo de Artajona, tierra del Rey de España, su amado capitán en la conquista, esta figura de María con Jesús, que hizo Nicodemo, discípulo de Cristo, y tierra elegida del Santo Sepulcro. Año de 1099, en Jerusalén.
Sin embargo, los arqueólogos y paleógrafos que han estudiado el tema, suelen coincidir en poner las siguientes objeciones al pergamino:
1.- La primera cruzada (1095-1099), predicada por el Papa Urbano II en el Concilio de Clermont (1095) y encabezada por su legado el Obispo Ademaro de Puy, junto con los nobles Godofredo de Bouillon, Bohemundo de Tarento y Raimundo de Tolosa recuperó Jerusalén en 1099, donde se creó un reino cristiano cuyo primer titular fue el Defensor del Santo Sepulcro (tal era el título que usó Godofredo de Bouillon (1061-1100) quien no quiso ceñir corona real donde Cristo había ceñido la de espinas. Por consiguiente, resulta muy extraño que en el pergamino Godofredo aparezca intitulado como Rey Dignísimo de Jerusalén.
2.- La presencia española en la cruzadas nunca fue notable, pues nuestros reinos cristianos tenían en la reconquista su propia cruzada, equiparada con las orientales por los romanos pontífices desde Alejandro II (1061-1073), quien en 1064 preconizó la cruzada contra la entonces sarracena Barbastro otorgando, por primera vez en la historia, indulgencia plenaria a cuantos la emprendiesen. Por esta razón es extraño, a no dar crédito al motivo del rapto de su amada, que fuera a luchar a Palestina un guerrero de un lugar que tenía al sarraceno a las puertas de casa.
3.- No deja de ser extraño que, si se destacó tanto como parece indicar el pergamino -capitanis dilectus in conquistan- el nombre de Saturnino de Lasterra, no aparezca ni en las crónicas, ni en los cantos de juglares y trovadores, junto con los de otros caballeros que acometieron hazañas, sean históricas o lo legendarias.
4º.- Paleográficamente, el pergamino de Godofredo de Bouillon que, de hecho, fue hallado misteriosamente en 1587, rodeado de circunstancias dramáticas muy a tono con la época, está escrito en un latín, en unos caracteres gráficos y en un soporte que no corresponden en modo alguno con los utilizados en los siglos XI y XII, sino, más bien, con los usados a finales del siglo XV o principios del XVI.
Según me reveló en noviembre de 2001, en una conversación, José Mª Jimeno Jurío, natural de Artajona y notable historiador de nuestra tierra, aunque aún no lo había publicado, en una de sus muchas visitas a los archivos navarros, halló un protocolo en el cual figuraba un canónigo, natural de Artajona, y apellidado Lasterra que, en el Siglo XVI estaba en San Saturnino de Tolouse ¿Podría ir por ahí el principio de la solución a la tradición?
A raíz de esta noticia, se puede aventurar la hipótesis de que el Canónigo Lasterra hiciera la peregrinación, llevando consigo o adquiriéndola allí, la imagen de la Virgen, que luego traería a Artajona, adornaría, un poco al estilo de la época, con la presunta identificación del pergamino, y la donaría a la parroquia. Posteriormente en el siglo XVII ó XVIII la Imagen, tenida por milagrera y cada vez más venerada por los lugareños y los vecinos de alrededor, sería entronizada en el olivar que la tradición atribuye a la familia Lasterra, donde se construyó la actual ermita.
Pero volviendo a la devoción de las tierras de España a María Santísima, y con ocasión de su Natividad, con una cita de Jimeno Jurío perfectamente extrapolable a todo el ámbito hispánico, se puede concluir que: “Los relatos en torno a las apariciones de la Virgen son el mejor exponente del fenómeno barroco, y resumen sintomáticamente la mentalidad y la vida del pueblo en estos siglos XVI a XVIII. La ampulosidad imaginativa desborda con sus excelencias la realidad de unos hechos sencillos, recargando de pintorescos detalles la historieta original. El pueblo conoce un dinamismo devocional, alimentado con apariciones y milagros, que hacen derivar el eje de la vida religiosa desde el Cerco a la ermita, del patronazgo multisecular de San Juan sobre la villa, al de la Virgen de Jerusalén. Idéntico fenómeno ocurre en Pamplona con la Virgen del Camino, y en toda la devoción mariana navarra”.
Pedro Sáez Martínez de Ubago, historiador