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Andrés López Obrador y sus demandas de perdón (II)

Visto lo que a España concierne, veamos ahora lo que toca al perdón que este mequetrefe exige al Papa. Decía antes que es difícil, de Manuel Hidalgo y Costilla, Benito Juárez García, Lázaro Cárdenas del Río, Porfirio Díaz Mori… hasta los más recientes mandatarios del país encontrar alguno que no estuviera inmerso en los principios masones y anticatólicos, que alcanzaron el culmen de la crueldad y encarnizamiento con la Guerra Cristera de 1926 a 1929.
Sin embargo, decía en el artículo anterior que la independencia de Méjico y todo su proceso revolucionario ulterior constituyen una infame traición contra España y Dios orquestada por criollos ilustrados y masones. Pero, igualmente fue una constante traición entre los mejicanos, de la que deja constancia este corrido, titulado Traiciones políticas:
Voy a dar los pormenores
de nuestra Revolución,
recordando a unos señores
que murieron a traición.
A Madero lo mataron
Victoriano y su ambición.
Por eso lo desterraron
por indigno a la nación.
A Carranza lo mataron
para subir a Obregón
y sus leyes respetaron
para la Constitución.
Obregón le dijo a Calles,
por el bien de la nación,
nos haremos los compadres,
¡Viva la Revolución!
Pero Calles era un zorro,
era un tipo muy sagaz,
si le echaban siete de oros,
escondido tenía el as.
Los cristeros continuaban
en su lucha desigual,
mientras ya se maliciaba
lo de José León Toral.
El banquete en La Bombilla
teatro fue de la traición:
ahí estaba la puntilla
que le dieron a Obregón.
Obregón ya estaba muerto,
no tenía preocupación,
Pancho Villa estaba muerto,
pero Calles en acción.
Calles hizo un presidente
a su antojo y condición:
Le apodaban “hombre fuerte”,
“jefe máximo” a Calzón.
Pero vino un presidente
con valor y decisión:
Cárdenas, que fue valiente,
lo expulsó de la nación.
Dicho esto, deseo destacar que, una vez eliminados, asesinados o desterrados a traición los principales protagonistas, en el periodo revolucionario, tienen lugar dos hechos importantes y trascendentes: La proclamación de la Constitución de 1917, basada en las leyes del asesinado Venustiano Carranza Garza (1859-1920) cuyas leyes, a decir del corrido popular, habían sido respetadas, y la Guerra Cristera.
Es posible que los antecedentes del genocidio cristero se plasmen ya abierta mente en la Constitución mejicana de 1917, donde establecía, entre otras cosas, una política que, lejos de separar al Estado de la Iglesia, como algunos piensan que sería deseable en una verdadera democracia liberal, negaba la personalidad jurídica a las iglesias, subordinaba éstas a fuertes controles por parte del Estado, prohibía la participación del clero en política, privaba a las iglesias de su derecho a poseer bienes raíces, desconocía derechos básicos de los así llamados «ministros del culto» e impedía el culto público fuera de los templos.
La Guerra Cristera, también conocida como Guerra de los Cristeros o Cristiada, consistió en un conflicto armado que se prolongó desde 1926 a 1929, entre el gobierno de Plutarco Elías Calles y milicias de laicos católicos dirigidas por sacerdotes, quienes resistieron la aplicación de legislación y políticas públicas orientadas a hacer desaparecer a los católicos de la escena política y la vida pública mejicana.
Tras un período de resistencia pacífica, un número de escaramuzas tuvo lugar en 1926. En este año el presidente Plutarco Elías Calles promovió la reglamentación del artículo 130 de la Constitución a fin de contar con instrumentos más precisos para ejercer los severos controles que la Constitución de 1917 estableció como parte del modelo de sujeción de las iglesias al Estado aprobado por los masones.
Estos instrumentos buscaban limitar o eliminar la participación de las iglesias en general en la vida pública, pero dadas algunas características de la legislación, como el hecho de que se obligaba a los ministros de culto a casarse y se prohibía la existencia de comunidades religiosas, es posible afirmar que tenían un claro sesgo anticatólico por ser esta confesión la única que en Méjico cuenta con ministros célibes y con comunidades en las que personas deciden convivir.
Las rebeliones formales iniciaron el 1 de enero de 1927 en el centro y occidente del país. Estos rebeldes fueron conocidos como cristeros ya que peleaban bajo el lema «¡Viva Cristo Rey!». El movimiento terminó por la intervención estadounidense. Algunas estimaciones cifran en un número máximo de doscientos cincuenta mil personas muertas, entre civiles, efectivos de las fuerzas cristeras, menores de edad y del Ejército Mejicano.
La radicalización hizo que en zonas de los estados de Guanajuato, Jalisco, Querétaro, Aguascalientes, Nayarit, Colima, Michoacán y Zacatecas, en la Ciudad de Méjico, y en la península de Yucatán creciera un movimiento social que reivindicaba los derechos de libertad de culto en Méjico.
La dirección del movimiento, cercana pero autónoma respecto de los obispos mejicanos, creyó viable una salida militar al conflicto. En enero de 1927, empezó el acopio de armas; las primeras guerrillas estuvieron compuestas por campesinos. El apoyo a los grupos armados fue creciendo, cada vez se unían más personas a las proclamas de ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva Santa María de Guadalupe! lanzadas por quienes fueron conocidos como los cristeros.
La Cristiada logró un uso muy eficaz de símbolos religiosos profundamente arraigados en las prácticas colectivas en Méjico. Este uso de símbolos como la Virgen de Guadalupe unía, por cierto, a grupos tan disímiles en la historia de Méjico como los primeros insurgentes encabezados por Miguel Hidalgo y Costilla o el líder revolucionario y socialista Emiliano Zapata.
Para terminar la Guerra Cristera hubo que negociar entre Méjico y La Santa Sede; y en el periodo de 1927-1951, la representación de la Santa Sede en Méjico fue ejercida sucesivamente por los arzobispos Pascual Díaz Barreto (de la ciudad de Méjico de 1929 a 1936), Leopoldo Ruiz y Flores (de Morelia de 1936 a 1941) y Luis María Martínez (de la ciudad de Méjico de 1941 a 1951). Con esto y 250.000 mártires, se constituyó en Méjico lo que distintos analistas de las relaciones Estado-Iglesia han calificado como un modus vivendi, un «modo de vivir» entre las autoridades civiles que optaban por no aplicar las leyes y las autoridades religiosas que decidieron no disputar de manera pública las condiciones que les habían sido impuestas.
Durante este periodo, las relaciones Iglesia-Estado en Méjico oscilaron de buenas con Manuel Ávila Camacho, el primer presidente en mucho tiempo en declararse públicamente como católico, a excelentes con Miguel Alemán (monseñor Luis María Martínez se convirtió en una figura omnipresente en las giras y actividades públicas del presidente veracruzano), hasta una colaboración con Adolfo López Mateos (quien logró que en su campaña presidencial de 1958 un sacerdote en el de Zacatecas, Antonio Quintanar, párroco de Tlaltenango, pronunciara, a pesar del artículo 130, un discurso apoyando su candidatura el 1 de febrero de ese año).
Pero también serían tensas con Luis Echeverría Álvarez y finalmente insostenibles con José López Portillo, quien debió asistir, puede que sin darse cuenta, (como quizá después, Fidel Castro) en busca de un poco de oxígeno a los actos celebrados por Juan Pablo II en su viaje a Méjico, en enero de 1979, para inaugurar la tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla, Méjico.
Sin embargo, su viaje motivó una serie de espontáneas expresiones de apoyo y alegría por su presencia en la capital del país, que hicieron impensable la aplicación de lo dispuesto por el artículo 130 de la constitución y sus leyes reglamentarias, en materia de expresiones de culto público. En los próximos años, la Iglesia, especialmente los líderes de la Conferencia del Episcopado Mejicano como Ernesto Corripio Ahumada, lanzaron una serie de retos a la legislación vigente en el país que culminaron en 1992, cuando el presidente Carlos Salinas de Gortari promovió una serie de reformas a los artículos 3, 5, 27, 28 y 130 de la Constitución, apoyadas por una abrumadora mayoría de diputados y senadores del Congreso electos por los tres principales partidos políticos de Méjico (Partido Revolucionario Institucional, Partido Acción Nacional y Partido de la Revolución Democrática).
El siguiente paso ocurrió cuando se reanudaron, luego de más de un siglo de estar interrumpidas, las relaciones diplomáticas entre Méjico y la Santa Sede para dar paso, finalmente, a la promulgación de nuevas leyes reglamentarias de las relaciones Estado-iglesia.
La nueva legislación otorga personalidad jurídica a las iglesias y devolvió parcialmente los derechos políticos a los así llamados «ministros de culto», que ahora pueden votar. Sin embargo, la legislación mexicana aún desconoce el derecho de los «ministros de culto» a ser votados, además de que impone mecanismos muy restrictivos para el ingreso de personal religioso extranjero a Méjico. La personalidad jurídica de las iglesias está limitada también en lo que hace a su capacidad para ser propietarias de bienes inmuebles y especialmente para ser propietarias u operar medios de comunicación electrónicos.
Ya se ha mencionado dos veces el espíritu masónico y anticatólico por el cual la independencia de Méjico puede verse en un contexto histórico mundial de enfrentamiento de los ilustrados de la Revolución Francesa contra el Antiguo Régimen, algo que culmina con la Guerra Cristera. Por eso, desde Roma, el Papa Pío XI publicó la encíclica Acerba Animi, en septiembre de 1932, consternado ante lo que parecía el inicio de un nuevo ciclo de violencia en Méjico.
Así, Acerba Animi, hay que relacionarla necesariamente con otras encíclicas de otros pontífices. Acerba Animi, junto con Iniquis Afflictisque, de noviembre de 1926 y Firmissimam Constantiam (Nos es muy conocida), de marzo de 1937, se enmarca en el grupo de otras encíclicas, Non abbiamo bisogno de junio de 1931, Dilectissima Nobis de junio de 1933, Mit Brennender Sorge (Con viva preocupación) de marzo de 1937, Divini Redemptoris de marzo de 1937, dedicadas a criticar las políticas de los gobiernos de Méjico (Iniquis Afflictisque, Acerba Animi y Nos es muy conocida), de la Italia de Mussolini (Non abbiamo bisogno), de la España Republicana (Dilectissima Nobis), de la Alemania Nazi (Con viva preocupación) y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (Divini Redemptoris), especialmente por las políticas anticatólicas desarrolladas durante este periodo por los gobiernos de esos cinco países.
Puede resultar particularmente significativo el hacer notar que tres encíclicas fueron dedicadas al gobierno de Méjico, mientras que sólo una fueron dedicadas respectivamente a la Alemania Nazi o a Rusia Soviética.
Sobre el espíritu de los CRISTEROS da buen testimonio este impresionante corrido con que encabezaba estos dos artículos.
Pero la reflexión final es si es el Para quien debe pedir perdón por evangelizar una nación hace cinco siglos, o es López Obrador quien debería pedir perdón por las traiciones perpetradas entre sus compatriotas; por el asesinato sistemático y genocida de hace menos de cien años; así como por unas leyes que en el actual Méjico siguen limitando los derechos de los católicos como en ninguna otra democracia occidental.

Pedro Sáez Martínez de Ubago,  investigador, historiador y articulista

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