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Del buen gobierno

 La diferencia entre una sociedad próspera y una en declive es, estadísticas en mano, el buen gobierno. Así que, cara a un año electoral, cabe repasar en qué consiste, y preguntarse si de verdad lo tenemos.

El buen gobierno es transparente. Sabe que lo mejor para evitar tentaciones es no hacer cosas en secreto. Y lo mejor para crear consenso y encontrar la mejor solución es compartir el debate. El buen gobierno usa las herramientas que tiene y se las toma en serio. Se asegura de que sus “portales de transparencia” no son los últimos del país en las clasificaciones internacionales. Y se asegura de que hay debate en torno a las propuestas que publica, invitando y escuchando a los actores y no esperando a que se les ocurra pasar por ahí. Se asegura de cumplir su propia Ley de Transparencia, publicando (por ejemplo) los estudios técnicos que respaldan grandes inversiones de empresas públicas como la nueva macroplanta de reciclaje. O los cálculos técnicos detrás de la nueva Aportación. Se asegura de someter al público público previo planes educativos que afectan a los intereses de todos, como Skolae. Se toma en serio los foros de barrio, escuchando todas las propuestas y asumiendo que a veces los vecinos saben lo que quieren y tienen razón.

El buen gobierno es humilde. Conoce los límites de su mandato. Hay veces, pocas, que alguien consigue un mandato claro y amplio de transformación. Hay veces que construye una mayoría con piezas que no encajan (y sabe que “es una presidenta abertzale en una región que no es abertzale”). El buen gobernante gobierna como le han dicho: con ambición si tiene mandato, con humildad cuando no lo tiene. Pero siempre con respeto, en su sitio. Estando donde tiene que estar (en representación de todos en actos institucionales) y no metiéndose donde no debe (como el asiento de la Corona en los Príncipe de Viana).

El buen gobierno es modesto. Sabe para qué está. Está para resolver los problemas de los ciudadanos, no para imponer su particular visión de la sociedad a la mayor parte de ella. Sabe que hay ámbitos que son privados, y otros que son familiares. Sabe que la identidad de cada uno es cosa de cada uno, no algo que haya que cultivar con programas, incentivos o discriminaciones.

El buen gobierno es eficiente. Maneja el dinero de todos, ganado por los trabajadores y entregado para que presten servicios comunes y mejoren la sociedad. Cada euro que no es capaz de gastar bien, es un euro que estaría mejor en el bolsillo de quien lo ganó. Ese dinero no está para subir sueldos públicos muy por encima de la media de la ciudadanía. No está para aumentar continuamente el número de funcionarios. No está para contratar más camilleros, sino para dotar los medios suficientes para bajar las listas de espera, o para que haya servicio médico en los ambulatorios en verano. No está para dar subsidios a fondo perdido, sino para fomentar la integración en el mercado de trabajo. No está para construir faraonadas que criticaron en la oposición, sino infraestructuras que necesita la economía. No está para mantener la deuda al máximo nivel permitido, ahogando el futuro, sino para reducirla cuando se puede.

El buen gobierno es neutral. Cumple su tarea respetando la igualdad ante la ley y las instituciones. No politiza la administración con dedazos ni clientelismos. No mira para otro lado ante okupaciones u homenajes ilegales. No crea puestos de trabajo que sólo puedan cubrir sus afines, sino que favorece que se creen puestos para todos. No nombra mandos interinos (en seguridad, por ejemplo) que destaquen por su afinidad política, sino por su efectividad.

El buen gobierno respeta la ley y las instituciones. No dicta medidas que sabe que son inconstitucionales. No excede sus competencias. No hace brindis al sol creando o derogando leyes sólo para crear problemas (con banderas, por ejemplo). Hace caso a los tribunales, en lugar de recurrir indefinidamente cuando la sentencia le es contraria y le obliga (por ejemplo) a anular contratos de amigos o a devolver colegios a los colectivos que no le gustan. Hace caso al defensor del pueblo, y no sólo en la mitad de los casos. Hace caso a Comptos, y obliga a que hagan caso las instituciones que dependen de él.

El buen gobierno es limpio. Se asegura de perseguir los abusos y la corrupción. No deja que sus miembros o sus legisladores estén por encima de la ley, o tengan tratamiento privilegiado. Se asegura de proteger, e incluso premiar, a los funcionarios o ciudadanos que denuncian irregularidades reales. Exige responsabilidades y se toma en serio las irregularidades probadas (en tribunales de selección, en contrataciones), y actúa con contundencia porque sabe que el mal ejemplo cunde muy deprisa. No permite que personas bajo sospecha judicial ejerzan cargos públicos. Y se toma en serio los abusos que no infringen la ley, cuando la ley se creó para facilitar el abuso. Como por ejemplo en el cobro de dietas.

Dejando las ideologías aparte, eso es un buen gobierno. Con una ideología u otra, un buen gobierno funciona. La pregunta obligatoria para 2019 es ¿quién puede asegurar que tengamos uno?

Miguel Cornejo (@miguelcornejoSE) es economista y miembro de la junta directiva de Ciudadanos  Navarra.

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