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La difícil y merecida libertad

El fracaso de la apertura anacrónica, del rupturismo indeseable y del reformismo insuficiente no solo fue consecuencia de  la equivocada estrategia de unos u otros sectores del posfranquismo y la oposición, sino también de la meditación centenaria de nuestra nación  sobre sí misma. Eso que con tanto desprecio se llama a veces España profunda se hizo presente como una dolorosa lección de la historia, de la que tanto había  que aprender a lo largo del último siglo. La severidad de la generación del 98 y el pragmatismo menos esteticista de los hombres del 14 se proyectaron con claridad en en esta nueva encrucijada.

Unamuno y Ortega parecían observarnos al emprender a tientas aquel camino inédito, aconsejándonos que nunca negociáramos sobre lo esencial y que siempre estuviéramos dispuestos a evitar confundirlo con lo discutible. Las ilusiones fallidas de los años treinta empujaban el aire que nos rodeaba, como si un espíritu nuevo se alzara sobre nosotros para permitirnos entender las lenguas de la España diversa, los motivos de la ciudadanía plural. Por encima de todo, se nos decía que teníamos derecho a escribir nuestro futuro y, con él, ser capaces de tender hacia el pasado una mirada que nos lo hiciera necesario y fértil.

Cuando Adolfo Suárez pronunció los versos de Machado en las Cortes agonizantes del franquismo, era la poesía la que   nuevamente expresaba mejor que cualquier informe político la inmensa tarea que se levantaba ante nosotros y la fuerza del patriotismo que nos lo exigía. “Hombres de España: ni el pasado ha muerto, ni está el mañana (ni el ayer) escrito.” La nación no tenía que romper con la esperanza honesta de los españoles en el pasado. La tragedia de la guerra civil debía recordarse, pero no desde la legitimación de un régimen ni de la coartada para excluir a los vencidos o despreciar a los vencedores. Nuestra crisis del siglo XX solo podía superarse construyendo un gran episodio que evitara que cien años hubieran resultado vanos.  La reconciliación  alcanzada en Europa había de llegar a España, con una intensidad aún más honda, presentándose sin ejércitos de ocupación, sin rendiciones incondicionales, sin humillación de los derrotados sobre las cenizas de la guerra y el exterminio. El reencuentro lo exigían los españoles desde la paz, desde la reconciliación interior, al margen de los cálculos de las grandes potencias y de la lividez apesadumbrada de la guerra fría.

Tras meses de conflictos abiertos en la calle y las instituciones, los dirigentes políticos de cualquier signo hubieron de fundamentar su propia responsabilidad en la madurez del  pueblo español. Este deseaba ser una nación de ciudadanos libres, albergados por un Estado de derecho, deseosos de compartir una tradición inapelable y un proyecto estimulante. ¿Es que no recordamos en estos tiempos de zozobra cómo nos palpitaba el alma en aquellos días intensos, cuando parecía que nos estábamos jugando nuestra historia entera, y lo que hacíamos era tender nuestras manos hacia el futuro? ¿Es que vamos a permitir que aquella decisión de vivir en libertad, en la difícil y merecida libertad, sea aletargada ahora con reproches a una presunta falta de coraje, a una sospechosa timidez o a un trapicheo entre elites desvergonzadas?

Los que tenemos edad y cultura para recordarlo, estamos seguros de que no hubo en aquel tránsito de 1976 a 1977, del nombramiento de Suárez a las primeras elecciones democráticas y al inicio de un proceso constituyente, más que voluntad de hacer las cosas bien y una  formidable y valiente lucidez. Los españoles nos tuvimos en cuenta unos a otros, comprendimos nuestras mutuas razones. Y aquella Constitución que aprobaron en 1978  nuestros representantes no fue la de ningún partido, porque había de ser la de todos. Quienes pusieron trabas a su aceptación no entendieron que lo que había de ser patrimonio común no era el articulado concreto de aquel texto, sino el espíritu de  pacto que lo hizo posible. Intelectuales de todo el mundo no dejan de sorprenderse cuando observan la denuncia de aquel proceso lanzada en esta hora de nuestro desconcierto. Como si las mejores circunstancias de una nación fueran las que la dividen, las que impugnan su convivencia e incluso lamentan su propia continuidad.

Lo que vivíamos entonces no era una fórmula  temerosamente pausada, sino un vertiginoso ritmo de recuperación de lo que habíamos perdido. Y no me refiero solo a la libertad, sino a su origen, a la voluntad de los españoles de vivir a la altura de la historia. En sucesivas convocatorias a las urnas certificamos, en solo dos años, todo lo que habíamos aprendido, todo el pasado que dejaba de ser cautiverio para convertirse en la fuerza tranquila de una nación en marcha, su personalidad adquirida en brega con las circunstancias, su madurez conquistada en lucha con la adversidad.

En solo dos años, en plena crisis económica, cuando tan fácil habría sido que todo se hubiera ido a rodar, pasamos de la dictadura a la democracia, de la libertad condicional a la plena libertad de una nación que no quiere sobrevivir bajo tutela, en permanente sospecha de incapacidad. Construimos un orden legítimo, acordamos un pacto social, normalizamos la diversidad de partidos y regiones, aprendimos a respetarnos y entramos de lleno en un siglo XX que deberíamos recordar todos ahora como el tiempo que, tras estar a punto de destruir España para siempre  nos devolvió una nación  que emprende el camino terso y limpio de su destino. Solo puede haber sobrada miseria moral y escasa densidad cívica en aquellos ambientes en los que la Transición  se revive con una mentira descomunal que arrebata a nuestros jóvenes esa parte indispensable de nuestra historia. Que les quita, en un verdadero saqueo cultural, el legítimo orgullo de aquellos años de ilusiones auténticas, de creencias profundas, de convicciones insobornables. Todo el material con el que se hacen los sueños. Toda la fuerza con la que respira el recuerdo.

Fernando García de Cortázar,  Galardonado con el Premio Nacional de Historia 2008, es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto, director de la fundación Vocento.

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