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El disputado e incierto voto del auténtico centroderecha

Lo primero que habría que tener claro es que se entiende por centroderecha, un término que no recoge el diccionario de la RAE y que es un auténtico cajón de sastre -no sé si procedería más escribirlo junto, “desastre”, visto lo que se ha querido colar en esa opción según los distintos intereses y medios-, en muchos casos para disimular el complejo -o el temor incluso- de decir derecha sin edulcorantes y evitar ser tildados de franquistas o “fascistas”, en esa guerra del lenguaje que tan bien maneja la izquierda. Esa izquierda que no quiere reconocer que el fascismo es consecuencia directa del socialismo -tanto Hitler como Mussolini eran socialistas- y en otros por eso de que “a río revuelto, ganancia de pescadores”, donde el oportunismo de aluvión, arribista y fracasado de otras opciones políticas, ha querido pescar.

Lo he visto definido como “formado por personas u organizaciones que comparten ideologías de derecha y del centro o un intermedio entre ambas”, pura perogrullada. En mi opinión, las posiciones políticas deberían definirse con claridad, sin ambages, aún a sabiendas de que a veces haya que “flexibilizar” algunas convicciones siempre que, como se utiliza con demasiada ligereza, no se traspasen ciertas líneas rojas, que estamos más que acostumbrados no ya a que nuestros políticos las traspasen sino incluso a que las tengan borradas de su ideario en aras de un mantenimiento de poder que, en definitiva, parece que es lo que más importa a casi todas las opciones políticas.

Para mí, sin ánimo de ser exhaustivo y sin ninguna prelación, la derecha significa orden y con ello seguridad, desde una Justicia independiente centralizada y despolitizada; Educación -con mayúscula- también centralizada, de calidad y con rigor, sin que nadie, por escasez de recursos económicos, se pueda ver limitado en sus objetivos, en lugar del crecimiento descontrolado de universidades que ha demostrado que antepone la cantidad -frustrados y subcontratados en su mayoría- a la calidad; esfuerzo y valoración del mérito para que el sacrificio suponga un incentivo frente al igualitarismo demagogo y desmotivador; respeto al prójimo y en especial a los mayores; Defensa de la Vida y reconocimiento de la Familia tradicional -padre, madre e hijos, si Dios (o la Naturaleza, que para los creyentes es Dios) quiere-, y si la mal llamada “evolución sociológica” hace que se contemplen otro tipo de uniones, serán lo que sean, pero no matrimonio; Justicia social que propicie la igualdad de oportunidades y trato; Sanidad pública, igualmente centralizada; disminución de la maquinaria del Estado e impulso de la actividad privada a través de la simplificación de trámites y la reducción de impuestos e incentivos a la inversión productiva y a la creación de empleo; control y dimensionamiento de la inmigración en función de la demanda; etc., etc.

Dicho esto, y tras analizar los resultados de las elecciones generales desde 1979, es decir, las realizadas en este periodo constitucional, existían en mi opinión y hasta las de 2015, tres bloques principales de electores, dos de unos nueve millones cada uno, votantes potenciales de los dos grandes partidos, y un tercero de tres millones aproximadamente -en el que desde mi punto de vista se incluye una gran mayoría sin ideología definida- que se inclinaban en mayor o menor medida a uno u otro lado en función de las circunstancias -desgaste, corrupción, atentados, manipulaciones varias, etc.- que daban la mayoría a PSOE o PP, sin olvidar un cuarto bloque, el nacionalista, que en ese tiempo ha oscilado entre el millón y medio y los casi dos millones y medio, incluyendo nacionalismos de derecha y de izquierda, extremos o moderados, sin entrar en detalle.

Es precisamente a partir de las elecciones generales de 2015, después de una clara manifestación de esa tendencia en las municipales y autonómicas del mismo año y desde el amago de las últimas europeas de 2014, cuando el descontento, la utilización de las calles y la nula democracia real en el seno de la izquierda -que no tolera que gobierne ni siquiera una supuesta derecha trufada de socialdemocracia (les quita el negocio)- y del nacionalismo -si no es desde su chantaje interesado que tan buenos réditos les ha dejado en estas cuatro décadas-, apoyado todo en la corrupción -vista siempre desde una doble vara de medir-, el incumplimiento del programa electoral y las luchas internas en los dos grandes partidos, propiciaron la aparición de opciones políticas intermedias o extremas que vinieron a distorsionar el espectro político español que, como en la mayoría de países occidentales, estaba basado en un bipartidismo alternante, ahora cuestionado en Europa.

Así pues, sobre todo en la izquierda, aunque también en la derecha como expondré después, se produjo una fragmentación evidente. Por un lado, un amplio sector de la izquierda moderada, alimentado por un importante número de ese bloque intermedio que citaba dos párrafos más arriba y quizás un muy pequeño número de votantes moderados del PP, dio lugar a un partido sin ideología definida que primero venía a “ocupar el espacio de centroizquierda” y después pasaba a ser socialdemócrata, progresista y liberal, pero que sigue sin saber donde está aunque no puede ocultar la evidencia de que sus principales representantes llegaron desde el PSOE, directamente o desde su escisión moderada -pero socialista en cualquier caso-, la UPyD de Rosa Díez. Por otro, el sector más radical de esa izquierda socialista, complementado por una gran parte de juventud acomodada, de rancio comunismo teórico y antifranquismo impostado, aprovechando la debilidad de la matriz, se une a los restos del PCE -ahora IU- y desde la “cosecha” de las calles del 15M, irrumpe en el congreso con mucha más fuerza de la esperada por ellos y deseable para España. La prueba es que los 11’3 millones de votos del PSOE/PSC de 2008 pasaron a 5’55 y 5’43 MM en 2015 y 2016, es decir casi 6 millones menos, mientras Ciudadanos pasa de cero a 3’5 y 3’12 millones y Podemos de nada a 6’14 en Diciembre de 2015 y, tras unirse con IU -que rondaba el millón (2’6 MM con Julio Anguita en 1996)- pasó, como Unidos Podemos, a 5’05 MM en Junio de 2016. La cuenta es fácil, de los 5’86 MM que pierde el PSOE en 2016 respecto de 2008, 4 van a Podemos y casi 2 a C’s que con los procedentes de la “bolsa” variable y tal vez cien o doscientos mil del PP, hacen sus poco más de 3 MM. Hasta aquí la izquierda, sin contar la nacionalista que, con oscilaciones, va por libre y se mantiene bastante por debajo del millón, aunque con un crecimiento importante.

Voy ahora con la “derecha” representada por el Partido Popular que desde su récord de 2011, cercano a los 11 millones de votos -casi 10’97MM para ser más precisos-, pasó a 7’24 y 7’91 MM en 2015 y 2016, respectivamente. Es decir, una pérdida de entre 2’7 y 2’0 MM que, en mi opinión se fue mayoritariamente a la abstención, fruto del descontento citado, con esos cien o doscientos mil a C’s y unas migajas -57.733 y 46.781, respectivamente- a VOX que, desde una posición mucho más extrema y totalitaria, sigue sin aparecer en las encuestas para desesperación de su líder y tropa y de esos pocos miles de buenos españoles que creen encontrar en el partido verde lo que les falta en el azul, pero que no conocen la ambición y verdaderos intereses de su líder -seguir viviendo de la política como lleva haciendo más de veinte años- al que no se le conoce acción alguna más allá de palabras altisonantes pero huecas y, últimamente, querellas que parecen no rentarle lo suficiente. De haber pasado mayor número del PP a C’s resultaría que la mayor abstención estaría en la izquierda, lo que es mucho menos creíble dada su disciplina de voto. Además, en mi opinión, el verdadero votante del PP -conservador, más o menos liberal en lo económico y con raíces cristianas- nunca votaría esa opción naranja de centroizquierda y lo veo más proclive a transformar su descontento en abstención.

Y ahora voy a tratar de analizar muy brevemente lo que se está viviendo estas semanas para ocupar el teórico centroderecha real, es decir, la derecha moderada que primero fue Alianza Popular -que sí creo que estaba ahí- y en 1990 el Partido Popular que en sus dos últimas etapas de gobierno, salvo en lo económico -con matices en la etapa Rajoy-, ha mostrado cierto sesgo socialdemócrata en su gestión política al no entrar de lleno en lo que su importante masa electoral, fija y flotante -yo entre ellos-, esperaba. No voy a entrar en los motivos del descontento, sobradamente tratado en otros artículos, pero sí destacar el hecho significativo de que, por primera vez, este partido no haya utilizado el dedo “infalible” del líder saliente para designar al sucesor, abriendo en su lugar un particular sistema de primarias, a dos vueltas, en las que curiosamente, y en contra de lo que debería haber sido, no votan los mismos en las dos convocatorias. Y tras el desarrollo de la primera vuelta, en la que votaron los militantes al corriente de pago, queda todo “visto para sentencia” de cara a la segunda vuelta que se dirimirá por parte de los compromisarios el próximo sábado 21, y a la que concurren como sabemos los dos ganadores en primera instancia, Soraya Sáenz de Santamaría y Pablo Casado. Ríos de tinta y horas de tertulia han corrido y correrán para analizar y comentar las posibilidades de los dos candidatos y no pocos kilómetros han recorrido ambos, a los que se identifica mayoritaria y respectivamente con la continuidad que ha traído al PP a la situación actual de agonía, la ex Vicepresidente del Gobierno y Presidente en funciones de Cataluña durante su intervención light, y la única posibilidad de regeneración que muchos vemos en el partido, el ex Vicesecretario de Comunicación.

Quinielas hay para todos los gustos y yo voy a dar la mía. Ya dije, cuando se abrió el proceso de primarias, que apostaba por la veteranía política y capacidad de gestión probadas de Mª Dolores de Cospedal, frente a la no poca experiencia política pero bisoñez como gestor y limitada experiencia personal -por simple cuestión de edad esto último- de Pablo Casado, al que consideraba muy válido para integrarse en el equipo de aquella y madurar política y humanamente de cara al próximo Congreso. Dado que mi candidata quedó tercera, tengo que invertir ahora el orden del tándem y, como parece, por lo que se va viendo, será ésta la que se integre en el equipo del para mí virtual ganador, al que también apunta que se unirán, al menos a la hora de apoyarlo en el voto, los otros tres candidatos que dignamente compitieron en la primera vuelta sin conseguir convencer prácticamente a nadie con sus propuestas, ya que entre los tres no llegaron al 3% del voto.

No faltan quienes ven a Dª Soraya ganadora, sobre todo en parte de esos grupos mediáticos, supuestamente liberales, a los que su resentimiento contra Rajoy/Sáenz de Santamaría les llevó a hacerle el juego a los que con el pretexto del descontento, unos, o la rivalidad política, otros, pusieron al anterior Presidente del Gobierno como causa de todos los males -que no diré que no lo haya sido en parte – cuando lo que se buscaba por estos últimos era un auténtico cambio de régimen, otra vez. Sólo dejaré un último aviso a los que de verdad queremos la regeneración del Partido Popular para recuperar la esencia perdida y es que, el lunes, el repugnante José Luis Rodríguez, supongo que en un descanso de la no menos repulsiva asesoría al comunista venezolano Nicolás Maduro, dejó constancia de su apoyo a la ganadora de la primera vuelta y si eso significa -que por lo visto y escuchado a otros personajes y medios de la izquierda, así es- que la izquierda prefiere a la Abogada del Estado de Valladolid, la deseada regeneración sólo tiene un camino posible, el otro.

Antonio de la Torre, licenciado en Geología, técnico y directivo de empresa. Analista de opinión

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