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La Decimoséptima Enmienda

La Decimoséptima Enmienda

La Constitución original de los Estados Unidos, tal como entró en vigor en 1789, preveía un sistema bicameral en el que los miembros del Congreso serían elegidos por votación popular, mientras que los miembros del Senado no serían designados por los ciudadanos, sino por las cámaras legislativas de cada estado. Es decir, los senadores que representaran a Alabama en Washington no serían elegidos mediante sufragio por los votantes de Alabama, sino designados por la asamblea estatal.

El objeto de ese sistema era claro: proteger los intereses de los estados frente al poder central de Washington, lo cual tenía sentido en un país que acababa de formarse por agrupación voluntaria de las 13 colonias británicas que habían conseguido su independencia. Habían decidido voluntariamente fusionarse, pero querían conservar su propio carácter y su autonomía. Y como temían que la fusión centralizara en Washington todo el poder, introdujeron en la Constitución un Senado que fuera elegido no por los ciudadanos, sino por los estados, y que pudiera actuar de contrapeso del Congreso, que sí que era elegido por sufragio universal.

Había una segunda razón para que el Senado no fuera elegido por votación popular: muchos prohombres americanos desconfiaban por aquel entonces del mecanismo de sufragio universal, ya que creían que existía el peligro de que los ciudadanos se dejaran convencer por políticos demagogos y de que, al amparo de mayorías circunstanciales, se llegara a legislar tal o cual barbaridad en el Congreso. De modo que el Senado se veía como una forma de contrapesar la posible demagogia del Congreso: al no ser los miembros del Senado elegidos por los ciudadanos, sino por las asambleas de cada estado (compuestas por políticos), la clase política tenía el control de su composición y podía oponerse a lo que el Congreso hiciera. Desde este punto de vista, los padres fundadores veían el Senado como una especie de Cámara de los Lores británica, pero en la que los lores no lo eran de por vida, sino solo por seis años, y no eran nombrados por ningún rey, sino por sus compañeros lores de cada estado.

Sin embargo, no tardó mucho en comprobarse que ese modo de designación de los senadores presentaba graves deficiencias:

1. Al no ser los senadores elegidos por los ciudadanos, los senadores no defendían en Washington los intereses de los ciudadanos de su estado, sino los intereses de la clase política de su estado, que son algo bien distinto.

2. Al ser elegidos los senadores por un grupo reducido de personas (los miembros de la asamblea estatal), resultaba posible comprar directamente el puesto de senador. En el primer siglo de vigencia de la Constitución se detectaron 13 casos de posible compra del escaño, aunque solo en uno llegó a anularse la elección del senador en cuestión.

y 3. Puesto que eran los miembros de la asamblea estatal los que elegían a los senadores, se reforzaba el poder de los aparatos de los partidos, lo que puede deteriorar la calidad del sistema democrático.

De modo que pronto comenzaron a alzarse voces reclamando la reforma del Senado, para que sus miembros fueran también elegidos por sufragio universal. El primero en proponerlo fue el congresista Henry Storrs en 1826, aunque la reforma no llegó a coger impulso hasta que el Partido Populista la planteó en la campaña presidencial de 1892. A partir de ahí, los partidos tradicionales terminaron teniendo que enarbolar también esa bandera y la reforma se aprobó en 1913, convirtiéndose en la 17ª Enmienda de la Constitución Americana.

Viene esto a cuento de que aquí, en España, el Senado está formado por dos tipos de senadores: de los 266 miembros, 208 son elegidos por sufragio, mientras que otros 58 son designados por las comunidades autónomas (es decir, el sistema de la constitución original de los Estados Unidos). Y en los últimos años, tres de los cuatro principales partidos (PP, PSOE y Ciudadanos) han estado haciendo campaña en favor de lo que ellos llaman «convertir el Senado en una cámara de representación territorial», que consiste en que todos los senadores pasen a ser designados por las comunidades autónomas. Es decir, que los votantes dejemos de poder elegir senadores. PSOE y Ciudadanos incluyeron esa propuesta en su frustrado acuerdo de gobierno en 2015 y el Partido Popular también incluyó una referencia al tema en su programa electoral de los últimos comicios.

Estados Unidos introdujo la elección directa de senadores hace un siglo, para acabar con las perversiones del sistema de designación por parte de los estados. Ahora, nuestros partidos políticos quieren que recorramos el camino inverso, quitando a los ciudadanos la posibilidad de votar a sus senadores y reintroduciendo esas perversiones.

De triunfar esas pretensiones, todos los senadores pasarían a ser designados por los partidos políticos, a través de los respectivos parlamentos autonómicos. Se reforzaría, por tanto, el poder de los aparatos de los partidos y el Senado se convertiría en un representante de los intereses de la clase política.

Pero hay una amenaza todavía mayor. Actualmente, no existe una forma sencilla de transformar España en un estado confederal, porque eso exigiría unos consensos parlamentarios que no existen y un referéndum entre toda la ciudadanía que no se ganaría. De modo que nuestros partidos políticos pretenden introducir la confederalización por la puesta de atrás, con un sistema muy ingenioso: transformar el Senado en «cámara de representación territorial» (es decir, que todos los senadores sean designados por los parlamentos autonómicos) y, además, otorgar al Senado capacidad de veto para todo lo relacionado con las comunidades autónomas. Esa reforma del Senado no requeriría tocar las partes «protegidas» de la Constitución, de modo que podría hacerse una reforma constitucional light, sin someterla a referéndum de los españoles.

De aprobarse una reforma así, la soberanía nacional se habría fragmentado en 17 minisoberanías, porque a partir de ese momento el conjunto de los españoles no podría (a través del Congreso) imponer nada a las comunidades autónomas. Serían éstas quienes tendrían la última palabra a través del Senado.

Y lanzo este aviso porque ayer he visto a Albert Rivera volver a insistir con lo de que si hay que tocar la Constitución sería, en todo caso, para acabar con los aforamientos o «reformar o suprimir el Senado». Me preocupa esa referencia a una eventual reforma del Senado, viendo lo que Ciudadanos firmó con el PSOE en su día.

Déjeme decírselo claramente, don Albert: la transformación del Senado en una «cámara de representación territorial» es anti-histórica, es disgregadora, favorece la partitocracia y acaba por la puerta de atrás con la soberanía nacional. De modo que no vamos a consentir que eso suceda.

Yo le aconsejaría que no siguiera Vd. persistiendo en el error, don Albert. Pero haga lo que quiera, por supuesto.

Luis del Pino, Director de Sin Complejos en esRadio, autor de Los enigmas del 11-M y 11-M Golpe de régimen, entre otros. Analista de Libertad Digital

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