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La desigual «igualdad» entre los españoles

Aparte de las referencias en el Preámbulo y el Título Preliminar, nada menos que tres Capítulos de nuestra Constitución de 1978, Segundo, Tercero y Cuarto del Título I y cuarenta y un artículos, del 14 al 54, ambos inclusive -algo más del 24 % de los 169 que la integran-, desarrollan los “derechos y libertades” de los españoles, los ”principios rectores de la política social y económica” y las “garantías de las libertades y derechos fundamentales”. Todas esas páginas resaltan la igualdad de los españoles, sus derechos a elegir y recibir servicios de calidad y su libertad en el ejercicio de esos derechos. Hasta ahí perfecto y comentarlo todo se saldría del alcance de un artículo y requeriría de varios tratados, excediendo con creces mi capacidad y conocimientos de Derecho Constitucional.

Voy a incidir solamente en algunos aspectos en los que esa supuesta “igualdad” de todos los españoles falla por la base para dos colectivos de nuestra sociedad.

El primero de ellos es, paradójicamente, el de los que precisamente deberían ser los garantes de esa “igualdad” para todos. Me refiero a los políticos, supuestamente nuestros representantes gracias a un desproporcional sistema de elección que empieza por desigualar a los habitantes de unas u otras regiones y provincias de nuestra Geografía. Se da así el caso de que mientras en Soria o Gerona, un escaño parlamentario “cuesta” alrededor de veinte mil votos, en otras como Madrid o Barcelona, se necesitan superar con creces los cien mil para el mismo resultado.  Lo mismo que se reproduce en el caso de los partidos nacionalistas, que están concentrados en muy pocas provincias y merced a ese nefasto sistema de reparto, que ningún partido se decide a tocar -¿será que les beneficia a ellos?-, consiguen una representación muy superior a la que el tan socorrido “igual valor” del voto arrojaría.

Pero no queda ahí la desigualdad manifiesta entre los políticos y sus supuestos representados sino que vemos continuamente otros datos que la demuestran. Por ejemplo, recuerdo cómo en los Presupuestos Generales del Estado de 2015 -supongo que como en otros del mismo tenor- figuraba un incremento en la partida de financiación de los partidos políticos del 25 % -o algo parecido-, con la “justificación” -mejor sería llamarlo pretexto- de que se trataba de “un año electoral” -como casi todos, por uno u otro tipo de elecciones, en las últimas décadas (otra cuestión que merecería ser abordada y unificada, con el consiguiente ahorro)-, mientras ese año, alguno anterior y los siguientes -por el momento- se contemplaba en esos mismos PGE una partida del 0’25 % para revisar las pensiones -que el PSOE congeló en 2011-de un colectivo cada vez más numeroso -en términos absolutos y relativos- que pierde poder adquisitivo año tras años después de toda una vida cotizando para tal fin. Y aquí aparece otra desigualdad más con el “sufrido” estamento político, mientras un ciudadano normal necesita más de treinta y cinco años de cotización para tener derecho en su caso a una disminuida pensión máxima, sus señorías -diputados y senadores-, con sólo siete años en el escaño tienen el mismo derecho merced al “Reglamento de pensiones parlamentarias” de 11 de Julio de 2006 -1ª legislatura de ZParo, pero en esos asuntos todos están de acuerdo- que contempla  que para los supuestos en que los parlamentarios no alcanzaran el límite máximo de pensiones públicas -la mayoría de ellos, me temo- «las Cámaras -claro está, con el dinero de los contribuyentes- pagarán el dinero necesario hasta que el diputado alcance la base máxima de jubilación». Pero no acaban ahí las desigualdades y, por ejemplo, resulta que entre el 40% y el 75% de los ingresos de esa casta política está libre de impuestos ya que proceden de dietas -transporte, vivienda y gastos de representación- no sujetas al tributo, además de gozar de unas vacaciones que ya quisiera para sí el mejor de los mortales, casi dos meses por Navidad -pese al “acuerdo” de 2010 por el que se habilitó Enero para el “trabajo” parlamentario- y otros dos en Verano. Hemeroteca hay para ampliar datos.

El segundo colectivo al que me refería al comienzo, en el que también la igualdad de condiciones brilla por su ausencia, puede levantar ampollas en algún grupo social dada mi natural “incorrección política”, porque no es otro que el “sufrido” grupo masculino -con todos los matices que se quiera, por eso lo entrecomillo, y dando por supuesto que hay muchos cafres entre ellos-, salvo que se trate de alguien integrado en el “selecto” y protegido sector de los LGTBI que, aunque del “género masculino” a efectos gramaticales, no destacan precisamente por su masculinidad, pero no voy a entrar en ese aspecto. A lo que iba es a la diferencia existente entre hombres y mujeres en la malhadada Ley de Violencia de Género (LVG)– una de las que muchos esperábamos que Mariano Rajoy abordara para corregir algunos puntos más que discriminatorios en mi opinión-, que se quedó, como tantas otras cosas, tal como las recibió de su antecesor ZP en 2011. Una ley que, para empezar, está mal denominada, ya que el “género”, por sí mismo, no es violento puesto que nadie nace con “género” sino con sexo biológico. El género es un concepto gramatical y la toma de conciencia y el sentimiento masculino o femenino sería, en todo caso, un efecto sociológico o psicológico, no una objetividad biológica. Nadie nace con la conciencia de sí mismo como hombre o mujer.

A mi juicio esta ley no es sino otra victoria más de la izquierda “progresista” en la que se impuso el sentimiento feminista, que logró diferenciar, con apoyo mayoritario, la “violencia de género” de la “violencia doméstica” -o simplemente violencia común-. La primera es exclusiva para daños del hombre hacia la mujer -por razón de su “género”, dicen (confundiendo otra vez interesadamente el verdadero significado del “accidente gramatical”)-, e incluye a los niños víctimas de asesinatos múltiples cometidos por el hombre, no a los que mueren a manos de las madres o por su negligencia punible -superiores en número, creo- mientras la segunda engloba casos de ambos sexos o derivados de violencia homosexual, cada día más común y que tampoco se incluye en la LVG. Y para completar la desigualdad entre ambos “tipos” de violencia, las penas son infinitamente mayores en el caso de que el acusado sea hombre a que lo sea una mujer, aparte de que la simple denuncia,  incluso sin pruebas -cuando no falsas, que van en aumento-, por parte de la “supuestamente” agredida, se traduce en la detención inmediata del agresor, algo que no ocurre al contrario.

Es cierto que existen más casos de violencia por parte del hombre que de la mujer, entre otras causas por una muy simple, como es la fuerza física -no se habla del maltrato psicológico en el que seguramente se equilibrarían las fuerzas, si es que no se invertirían- y como hace aproximadamente un año dijo el Magistrado del Tribunal Supremo, Antonio Salas -y yo suscribo- recibiendo por cierto todo un bombardeo feminista en las redes sociales, “la violencia de “género” -o doméstica, que no habría que distinguir, insisto- se debe entre otras causas a la maldad innata del ser humano, independientemente de que sea hombre o mujer, y al alto porcentaje de personas que no son normales ni sanos, hombres y mujeres”, añadiendo que no consideraba necesario “una formación en género, sino en el respeto mutuo” y, como él, dejo constancia de que “tengo preferencia por las mujeres, de nacimiento”, pero pido la misma ley justa, y con el mismo rigor, para unos y otras. Lo contrario va contra el derecho de igualdad del que tanto se habla en la Constitución y en la calle. ¿O es que UNAS son más “iguales” que OTROS en nuestro ordenamiento jurídico y en la calle?

Sé que se podrían citar muchos otros campos de desigualdad, como la Sanidad -según autonomías-, la libre elección de enseñanza, los cupos económicos, etc., etc., pero aquí lo dejo. Dicho queda.

Antonio de la Torre, licenciado en Geología, técnico y directivo de empresa. Analista de opinión

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