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La vocación suicida de la izquierda española

La vocación suicida de la izquierda española

Entre el 10 y el 13 de mayo de 1931, menos de un mes después de la proclamación de la Segunda República, grupos de militantes y simpatizantes republicanos prendieron fuego a edificios religiosos por toda España.

En Madrid fueron incendiados tres conventos, cinco colegios y una iglesia parroquial. En Málaga ardieron nueve iglesias, la catedral basílica de la Encarnación, el palacio episcopal, siete conventos, un colegio y una ermita; además fueron asaltados y saqueados otros 22 conventos e iglesias. En Valencia se prendió fuego a dos conventos y un colegio. En la provincia de Sevilla, otros doce edificios religiosos. En la provincia de Granada fueron quemados siete edificios religiosos y la sede de un diario católico. En Cádiz ardieron seis edificios religiosos. En Murcia se incendió una iglesia parroquial y la sede del periódico La Verdad. Otros catorce edificios religiosos fueron quemados en Alicante…

Enfrentado a aquella violencia desatada contra los católicos, el gobierno republicano se negó a reprimir las algaradas. Cuando el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, propuso el 11 de mayo sacar a la Guardia Civil para detener los ataques, Manuel Azaña le contestó que «todos los conventos de España no valen la vida de un republicano». A pesar de todo, el agravamiento de la situación obligaría a declarar el estado de guerra en Madrid al día siguiente. En otras provincias, la extensión de los ataques dependió de la actitud adoptada por los respectivos alcaldes y gobernadores civiles. En muchos lugares, fueron grupos de ciudadanos particulares los que impidieron la quema de edificios religiosos, llegando a montar guardias para evitar nuevos intentos.

 No solo ardieron los edificios. Con ellos ardieron los libros y obras de arte en ellos contenidos. Ardieron cuadros de Zurbarán, Claudio Coello o Van Dyck. Ardieron esculturas de Pedro de Mena y de Fernando Ortiz. Ardieron cientos de miles de libros, entre ellos algunas primeras ediciones de Quevedo, de Lope de Vega o de Calderón de la Barca. Fue quemada la considerada segunda mejor biblioteca de España, la de la casa profesa de los jesuitas en Madrid, con más de 80.000 volúmenes, algunos de ellos incunables. Se profanaron nichos y cementerios. En Madrid, las turbas sacaron a pasear los cadáveres de las monjas desenterrados en el convento de las Mercedarias Calzadas, para terminar quemándolos en una hoguera…

Los responsables de aquellos ataques no fueron masas incontroladas, sino grupos radicales alentados o tolerados por los propios partidos que formaban el gobierno republicano. El periódico El Socialista publicaba el 12 de mayo una significativa frase: «La reacción ha visto ya que el pueblo está dispuesto a no tolerar. Han ardido los conventos: ésa es la respuesta de la demagogia popular a la demagogia derechista». El gobernador militar de Málaga, nombrado por el gobierno republicano, envió un telegrama a Manuel Azaña con el siguiente texto: «Ha comenzado el incendio de iglesias. Mañana continuará».

Aquellos hechos supusieron el fin de la Segunda República. No había transcurrido un mes desde su proclamación y ya estaba muerta. Perdió todo atisbo de legitimidad al trasladar a los católicos (que eran una considerable mayoría) el mensaje de que no pensaba defenderlos ni proteger sus derechos. La República iba a permitir, cuando no a alentar, cualquier barbaridad dirigida contra la que era la religión de la inmensa mayoría de la población.

Resulta curiosa esa vocación suicida de la izquierda española. Si la Iglesia tenía influencia sobre la opinión pública, la estrategia hubiera debido ser ganarse a esa opinión pública. En lugar de ello, los partidos republicanos optaron por la persecución y la violencia física, consiguiendo el efecto contrario al deseado: que al menos la mitad de la población viera como ilegítimo al gobierno que la perseguía. Si el golpe militar de Franco triunfó fue, entre otras cosas, porque una parte importante de la población apoyó con entusiasmo a los sublevados, por puro y simple instinto de supervivencia.

Y aún más curioso resulta que esa vocación suicida de la izquierda española persista tantas décadas después. Afortunadamente, vivimos en un estado democrático de derecho y ya no hay turbas multitudinarias que puedan quemar iglesias, al menos impunemente, aunque no faltan las performances al estilo de Rita Maestre, ni los recuerdos simbólicos a la barbarie de antaño: «¡Arderéis como en el 36!».

Ahora, la izquierda radical no se suicida quemando cuadros, libros, esculturas o edificios, ni profanando cementerios, sino que plasma su obsesión anticatólica en el ataque a los símbolos y tradiciones religiosos. Sigue cayendo en el error de olvidar que España es, pese a todo, un país donde el 70% de la población se declara católica, y donde buena parte de ese catolicismo sociológico se siente atacado cuando se le agrede verbal o simbólicamente.

El último episodio lo hemos vivido con el enésimo intento de manipular las Cabalgatas de los Reyes Magos por parte de aquellos a los que jamás se les ocurriría intentar inmiscuirse en cómo organizan los musulmanes sus fiestas. Los mismos que no se atreverían a profanar una mezquita, no dudan en destetarse en una capilla. Los mismos que defienden en público la vestimenta de una musulmana integrista, no dudan en tratar de imponer la presencia de «representantes de la diversidad sexual» en una fiesta católica.

Como digo, la vocación suicida de una parte de la izquierda española es sorprendente. No aprenden. Y no hace falta retroceder ochenta años para aprender: hace solo dos años, la líder de Podemos en Sevilla se suicidó simbólicamente a lo bonzo al sugerir que podrían prohibirse las procesiones de Semana Santa. Da igual: dos años después, el ayuntamiento podemita de Madrid vuelve a caer en el error con la Cabalgata de los Reyes Magos.

Así que habrá que llegar a la conclusión de que esa parte de la izquierda española no aprende… porque es incapaz de aprender. Lo cual nos lleva a una conclusión lógica: jamás podrán gobernar a un país cuando no entienden que no puedes ofender de forma gratuita a la mayoría sociológica de ese país.

Les pasa con las creencias religiosas. Les pasa con los temas de unidad nacional. Pretenden ser una alternativa de gobierno sin identificarse con los sentimientos mayoritarios de la población. Peor aún: ofendiendo esos sentimientos mayoritarios. Creen que así pueden conseguir sus fines, cuando lo único que logran es granjearse la antipatía de aquellos a los que pretenden gobernar.

En una democracia, tratar de gobernar ofendiendo a la mayoría es tarea imposible.

Luis del Pino, Director de Sin Complejos en esRadio, autor de Los enigmas del 11-M y 11-M Golpe de régimen, entre otros. Analista de Libertad Digital

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