El presidente del Gobierno Mariano Rajoy apelaba a la sensatez para resolver el problema catalán para conseguir que la economía española continúe con su crecimiento.
Una sensatez que debería plasmarse en la toma de decisiones inmediatas cuando la necesidad así lo requiera y no quedarse a ver cómo se desarrollan los acontecimientos; una sensatez que obliga a atajar los casos de corrupción que uno tiene de inmediato, puesto que si no se es cómplice de ellos; una sensatez que obliga a pensar que seis legislaturas pueden resultar suficientes ya para un gobernante; una sensatez que obliga a cambiar lo que tanto se ha criticado y a no ejercer como si nada hubiera pasado; una sensatez que obliga a cumplir promesas electorales y no a olvidarlas a las primeras de cambio.
En suma, sensatez aplicada a las acciones personales y no sólo a las de los demás.
La clase política adolece de este defecto, el de la sensatez o, por lo menos, de la sensatez que se supone tiene el resto de los mortales. Una sensatez que obliga a distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, y no a adaptarse a lo que venga haciendo lo contrario a lo que dice, con tal de seguir ostentando el poder. El resto de ciudadanos tendrían una vida diferente si los políticos aplicaran la sensatez en sus actos, cosa que hoy no hacen.