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20 de noviembre

Tal día como hoy, 20 de noviembre, se conmemora el LXXXI aniversario del asesinato en la prisión de Alicante a manos de un piquete de milicianos sin ninguna autoridad competente al frente, de José Antonio Primo de Rivera, y el XLII de la muerte en la habitación 132 de la Clínica La Paz de Madrid de Francisco Franco. Dos españoles de talla universal que entregaron su vida por una España unida en que los demás españoles viviéramos en paz, con dignidad, prosperidad y justicia social. Si vemos las últimas palabras de ambos, José Antonio dijo: “mi sueño es el de la Patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero preferentemente para los que no puedan congraciarse con la Patria, porque carecen de pan y de justicia”. A su vez, quien durante casi cuarenta años fue nuestro Caudillo dejó en su Testamento el siguiente mandato: “No cejéis en alcanzar la Justicia Social y la cultura para todos los hombres de España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened la unidad de las tierras de España”.

Mucho se ha especulado sobre la relación entre Franco y José Antonio, casi siempre desde la perspectiva interesada de un antagonismo ideológico entre ambos. Así, con José Antonio muerto y Franco bajo palio, el dirigente de la FAI Diego Abad de Santillán dice en Por qué perdimos la guerra (1940) “Hemos pensado y seguimos pensando que fue un error por parte de la República el fusilamiento de primo de Rivera. Cuánto hubiera cambiado el destino de España si un acuerdo entre nosotros hubiera sido tácticamente posible, según los deseos de Primo de Rivera”. Más tarde, con ambos muertos, el presunto historiador Ian Gibson escribió en el Nº 127 de Historia 16: “A Franco le encantó la noticia de la desaparición del fundador de Falange Española (…) Salvado José Antonio Primo de Rivera cabe la posibilidad de que hubiera cambiado el rumbo de la historia española contemporánea”. Afirmaciones ambas radicalmente mendaces.

José Antonio fue no sólo el ideólogo audaz, capaz de concebir una doctrina adelantada a su tiempo, que hoy se asimila a la Doctrina Social de la Iglesia, sino también el idealista que creía que a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas. Como escribió Gabriel Celaya en 1979 en Poesía y verdad, citando palabras de García Lorca, “José Antonio era un buen chico”. O como dice Sánchez Dragó, Época, (29-VIII-1994) “En aquella triste y dura guerra, mi puesto de combate habría estado en las filas joseantonianas. Vale decir: en el iberismo, en el heroísmo, en la audacia, en la imaginación preñada de futuro, en la ética de la estética y en la honra sin barcos”.

Franco, a su vez, fue el Caudillo, el Jefe de Estado cuyo pragmatismo permitió que las ideas de José Antonio comenzaran a ser hechos, aunque no llegara a desarrollarlas completamente. José Antonio postuló la reforma agraria y Franco hizo la concentración parcelaria; José Antonio habló del sindicato corporativo como punto de partida y Franco desarrolló el sindicato vertical; José Antonio quería que el Estado y la Iglesia concordaran sus facultades y Franco firmó el Concordato; José Antonio exigía la protección especial de los más débiles y Franco creó la Seguridad Social, las viviendas de protección oficial, las Escuelas Nacionales, reconoció nuestros derechos en el Fuero de los Españoles o dictó un Fuero del Trabajo que ya quisieran ahora los que tanto se quejan del abaratamiento del despido, los contratos basura o el empleo precario…

Franco, además, mantuvo la no beligerancia de España en la Guerra Mundial; resistió el bloqueo de la ONU y terminó sacando a España del atraso secular y devolviéndole un prestigio internacional, al tiempo que asumía, como avalan los hechos, que el bienestar de los españoles pasaba por que, en los ministerios de proyección social, fueran falangistas como Girón, Arrese o Sanz Orrio quienes trabajaran para lograr esa Justicia en cuya consecución tanto José Antonio como Franco empeñaron su vida.

Si en las cuatro décadas de gobierno del Generalísimo Franco no se puso en práctica la totalidad de los postulados del nacionalsindicalismo, cabe pensar que, más que por otra razón, fue por falta de tiempo. Es axiomático que, para distribuir la riqueza de acuerdo con los principios morales de la Justicia Social, la primera condición es disponer de tal riqueza. Y a esto es, algo a lo que el Generalísimo Franco consagró gran parte de los cuarenta años de su Gobierno.  En 1936 Franco asumió la titánica tarea de devolver su grandeza a una nación asolada por más de un siglo de guerras y arruinada por nefastos gobiernos de los más diversos signos y falleció en 1975 dejando a España convertida en la undécima potencia industrial del mundo, con unos índices económicos y sociales como nunca se habían dado: un índice de paro del 1% (hoy supera el 17%), una deuda del 12,8% del PIB (actualmente supera el 100%) y, lo más importante y la causa y consecuencia de todo, una pujante clase media donde se englobaba el 73,9% de la población. Esto es historia.

Por otra parte, contra los que pregonan tal antagonismo, no hay que olvidar la relación política que se venía dando desde 1934 entre ambos personajes. En las Obras del fundador de la Falange hay (24-IX-1934) una Carta al General Franco, donde, en vísperas de la revolución de Asturias, dice: “Mi general (…) estoy seguro de que usted, en la gravedad del instante, mide desde los primeros renglones el verdadero sentido de mi intención (…) una victoria socialista tiene el valor de invasión extranjera (…) estas sombrías posibilidades me han llevado a romper el silencio hacia usted con esta larga carta (…) Dios quiera que todos acertemos en el servicio de España”. También de la renuncia de Franco a concurrir a las elecciones de febrero de 1936 por la circunscripción de Cuenca, a fin de que sus votos fueran a la candidatura de José Antonio, a lo que éste no opuso reticencia, puede inferirse que, si los votantes de uno y otro estaban tan cercanos como para tal renuncia, sería porque entre sus candidatos existía una concomitancia.

Así, aún admitiendo la hipótesis de una pretendida evolución ideológica de José Antonio, ésta iría en la misma línea de la ideología del General Franco, no en dirección antagónica. Y tal evolución es mucho presuponer, porque los autores que evolucionan notablemente suelen tener en común el rechazo o la crítica final de sus obras iniciales. Sin embargo, en José Antonio se da el fenómeno contrario: la reafirmación final en lo postulado previamente. Así, en su testamento, un documento al que hay que dar el crédito de toda última voluntad, el 18 de noviembre de 1936, dice: “Ayer, por última vez, expliqué al Tribunal que me juzgaba lo que es la Falange. Como en tantas ocasiones, repasé, aduje los viejos textos de nuestra doctrina familiar”. Este texto ratifica la madurez de todos los anteriores, sin rechazos ni referencias a evoluciones. De igual manera, también en su testamento, refiriéndose al Alzamiento Nacional del 18 de Julio, con cuatro meses de perspectiva y Franco ya en la Jefatura del Estado como principal paladín de la Cruzada, el fundador de la Falange dice: “Yo no puedo injuriar a unas fuerzas militares que han prestado a España en África heroicos servicios. Ni puedo lanzar reproches a camaradas (…) que a buen seguro tratan de interpretar de la mejor fe mis consignas y doctrinas de siempre”. Por si esto fuera poco, José Antonio constituyó como albaceas de su legado político a Ramón Serrano Suñer y a Raimundo Fernández Cuesta, dos camisas viejas que desempeñarían posteriormente cargos de notable relevancia en diferentes gobiernos del Régimen de Franco.

Por todo esto, cabe considerar al fundador de Falange Española y al Caudillo de España no como dos realidades antagónicas, sino más las dos caras, la poética y la pragmática, de una misma moneda.  Así, frente al romanticismo idealista de José Antonio de la honra sin barcos, no es disparatado afirmar que Franco supo defender nuestra honra que, en definitiva, como nuestro Caudillo, era la suya, dotándonos, además, de barcos.

Una tercera personalidad, de cuyo nacimiento hará 99 años este miércoles 22 de noviembre, Blas Piñar López, el gran jurista, político casi profético, pensador acendradamente católico y español, y prolífico y erudito escritor y orador, ha sabido muy bien, y así lo plasma en su libro Mis mensajes políticos del 20-N, percibir la simbiosis, la complementariedad entre José Antonio, el ilusionante “Capitán de juventudes” y Francisco Franco, el “Generalísimo vencedor de la Cruzada y estadista insigne” que, como Jefe del Estado y Caudillo de España, nos ha deparado la más larga etapa de paz y prosperidad de nuestra Historia.

Si nos preguntamos qué tenían en común estos tres egregios españoles, la respuesta es muy sencilla: su catolicismo, su amor y entrega hasta el fin a nuestra Patria, y su fe en las virtudes y cualidades del pueblo español.

José Antonio, Franco y Blas Piñar fueron patriotas de la tierra y patriotas del Cielo, conscientes de la verdad que implica la figura Cristo Rey, cuya festividad se celebrará litúrgicamente el próximo domingo 26, de la necesidad de hacer efectivo el lema de San Pío X “Instaurare omnia in Christo”, porque no pueden ser distintas las causas de la felicidad de los individuos y de la felicidad de los estados, porque la felicidad del hombre es la felicidad del alma. Porque para alcanzar tanto el bien personal, propio de cada individuo, como el Bien Común, misión del Estado, se debe buscar qué es lo que hay mejor para el hombre.

Ni José Antonio ni Francisco Franco ni Blas Piñar ignorarían probablemente esta enseñanza de San Agustín: «Quien busca el modo de conseguir la vida feliz, en realidad no busca otra cosa que la determinación de ese fin bueno en orden a alcanzar un conocimiento cierto e inconcuso de ese sumo bien del hombre, el cual no puede consistir sino en el cuerpo, o en el alma, o en Dios; o en dos de estas cosas o en todas ellas. Una vez que hayas descartado la hipótesis de que el supremo bien del hombre puede consistir en el cuerpo, no queda más que el alma y Dios. Y si consigues advertir que al alma le ocurre lo mismo que al cuerpo, ya no queda más que Dios, en el cual consiste el supremo bien del hombre. No porque las demás cosas sean malas, sino porque bien supremo es aquel al que todo lo demás se refiere. Somos felices cuando disfrutamos de aquello por lo cual se desean los otros bienes, aquello que se anhela por sí mismo y no por conseguir otra cosa. Por lo tanto, el fin se halla cuando no queda ya nada por correr no hay referencia ulterior alguna. Allí se encuentra el descanso del deseo, la seguridad de  la fruición, el goce tranquilísimo de la buena voluntad«.

A estos tres memorables españoles les vinculan un catolicismo militante, un profundo sentido del patriotismo; una arraigada fidelidad a la lucha y una constante lucha por la fidelidad a Dios y a España, idea sintetizada en el soneto de Blas Piñar Dios y España, donde leemos:

El lema “servir a Dios y a España”
algo tiene de Tabor y de Calvario.
Lo teme, sin duda, el adversario
y arde y penetra en la propia entraña.
Quien no lo hace suyo, seguro que se engaña,
o bien que se vendió por un denario,
o que estúpido, traidor y visionario
se exilió voluntario a tierra extraña.
Nosotros, aunque cambie el calendario
-fieles a lo que hace tiempo ya juramos-
seguimos, igual que comenzamos
la marcha por el mismo itinerario.

Pedro Sáez de Ubago,  investigador, historiador y articulista

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