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V.E.R.D.E.

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Yo no soy monárquico. Nunca lo he sido. Tampoco soy antimonárquico o republicano. Si analizamos el tema en términos abstractos, veo más lógico el republicanismo: ¿por qué una familia debería tener un estatus especial en una democracia? Pero en términos prácticos, lo que soy es pragmático. Miro las democracias modernas que existen a nuestro alrededor y lo que veo son dos tipos: unas en las que la jefatura del estado tiene poderes ejecutivos (Francia, Estados Unidos) y donde solo cabe una solución republicana, y otras en las que hay una jefatura del estado casi meramente simbólica y donde el poder ejecutivo radica en el gobierno. España pertenece a esta segunda categoría.

Y dentro de los países de este segundo grupo, con una jefatura del estado simbólica, hay muchos que son monarquías (como Holanda o Inglaterra) y funcionan estupendamente, mientras que otros son repúblicas (como Alemania) y también funcionan estupendamente.

Por tanto, en términos prácticos, concluyo que me da igual que nos estructuremos como monarquía o como república. Mientras las instituciones democráticas funcionen, el debate monarquía-república me importa un soberano comino. No le veo relevancia alguna.

Sin embargo, he de confesar que en las últimas fechas me he hecho, no monárquico, pero sí fervientemente felipista. De la misma manera que el 23-F sirvió para consolidar a su padre en el trono, los acontecimientos en Cataluña están sirviendo para que Felipe VI se gane a pulso la Corona.

Resulta difícil, a mi juicio, desempeñar el oficio de rey con mayor dignidad que Felipe VI estos últimos meses. Y sus gestos y apariciones han sido cruciales para dar un vuelco a una situación, la de Cataluña, que parecía perdida.

Recapitulemos. La presencia del Rey en la manifestación contra el terrorismo de Barcelona, a la que decidió acudir a pesar de todas las advertencias de que era una encerrona, no pudo ser más acertada. Pudo sentir en carne propia el ambiente irrespirable con que el separatismo más delirante ha inundado una Cataluña antaño acogedora. Y era una encerrona, sí, pero que la dignidad del Rey consiguió volver en contra de sus organizadores. Lo que Cataluña, España entera y el mundo pudieron ver fue la imagen de unos fanáticos nacionalistas politizando una manifestación de duelo e insultando a un rey que, con un aplomo y una dignidad insuperables, rendía un sobrio homenaje a nuestros compatriotas muertos y a todas las víctimas del atentado.

Aquel vergonzoso aquelarre tuvo, además, otra derivada que solo ahora estamos empezando a comprender: inició la catarata de humillaciones, insultos y desplantes que han terminado llevando al pueblo español a decir, más allá de diferencias ideológicas, que hasta aquí hemos llegado. Porque si el rey fue insultado en aquella manifestación no fue por ser Felipe de Borbón; no había nada personal en todo aquello. Se le insultaba por ser el Rey de España. Se nos insultaba a todos los españoles.

El segundo momento estelar de las últimas semanas fue la aparición televisiva del Rey, con un mensaje a la Nación que era el que muchas decenas de millones de españoles estaban deseando escuchar. Fue un mensaje de denuncia de las ilegalidades cometidas por los separatistas. Un mensaje de señalamiento de la deslealtad de aquellos a quienes les hemos dado todo durante cuarenta años y nunca tienen bastante. Una petición clara al gobierno para que cumpla con su obligación y utilice todas las herramientas legales a su alcance, con el objetivo de restaurar el orden constitucional.

Acostumbrados a la jerga vacía de Rajoy y de Sánchez, a su dilentantismo, a su incomprensible inacción a la hora de señalar y resolver los problemas, aquel discurso del Rey fue un soplo de aire fresco para la ciudadanía. De repente, Juan Español se dio cuenta de que la misma indignación, la misma perplejidad, la misma humillación que él sentía, también las sentía el Rey. Y eso catalizó una reacción emocional que fue fundamental a la hora de poblar los balcones y las plazas de nuestro país de banderas españolas.

Déjenme que señale un último gesto, aparentemente menos importante, pero que a mi juicio tiene una gran relevancia. Felipe VI ha decidido no acudir este año a la entrega de los Premios Planeta en Barcelona, que tendrá lugar hoy. Estuvo en las calles de Barcelona para la manifestación de las víctimas, pero no estará en el jolgorio de la entrega de premios, echándose unas risas con quienes en estos momentos están planteando un pulso al Estado. De nuevo, una decisión correcta. No es momento para confraternizar con quienes tanta deslealtad han mostrado. ¿Se imaginan ustedes qué efecto hubiera tenido una fotografía del Rey y Puigdemont departiendo amigablemente?

Todo esto, por no mencionar el papel que han tenido las discretas gestiones del Rey ante empresarios y políticos, para tratar de detener el golpe de estado y reconducir la situación.

Soy incapaz de encontrar un pero en la actuación del Rey desde el mes de agosto. Y son tan críticos estos momentos, es de tal magnitud el desafío a la democracia que los golpistas han planteado, que valoro inmensamente que al menos una persona haya sido capaz de cumplir con su obligación. Y que esa persona sea nada menos que el Rey, no puede sino acrecentar la confianza en que los españoles sabremos, una vez más, salir de esta. En peores plazas hemos tenido que torear.

Así que lo dicho. Jamás pensé que llegaría este momento, pero lo que el cuerpo me pide, hoy por hoy, es gritar bien alto y bien claro «Viva El Rey De España».

Luis del Pino, Director de Sin Complejos en esRadio, autor de Los enigmas del 11-M y 11-M Golpe de régimen, entre otros. Analista de Libertad Digital

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