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¿Cuándo podemos decir que un político es un estafador?

¿Cuándo podemos decir que un político es un estafador?

El otro día, comenté en antena la falta de inteligencia estratégica de Pablo Iglesias y dije que perdió su oportunidad de alcanzar el gobierno al renunciar a la transversalidad y centrarse en confeccionar una oferta claramente encuadrada en la izquierda radical. Vine a concluir que sus propias filias y fobias habían prevalecido sobre su inteligencia, lo que no hablaba muy bien de él.

A raíz de aquéllo, un oyente me reprochó en las redes que alabara como una virtud lo que no es sino una estafa (que un político defienda cosas en las que no cree, para alcanzar el poder). Y tuvimos un breve intercambio de mensajes sobre cuándo se puede decir que un político es un estafador.

Permítanme que ponga un ejemplo para centrar la discusión. Los Engelhart son un matrimonio californiano que posee dos famosos restaurantes veganos en Los Angeles, muy frecuentados por varias estrellas de Hollywood. En mayo del año pasado, se vieron envueltos en una desagradable polémica, cuando revelaron públicamente que ellos habían vuelto a comer carne, después de 40 años de vegetarianismo.

Aquella confesión provocó airadas protestas de muchos clientes de sus restaurantes. Fueron objeto de multitud de críticas a través de las redes, se realizaron llamamientos a boicotear sus negocios, hubo concentraciones de veganos enfurecidos a la puerta de sus locales e incluso recibieron amenazas de muerte. De nada sirvió que los Engelhart recordaran que ellos no han pretendido nunca ser los gurús de ningún movimiento vegano y que hay muchos restaurantes veganos propiedad de personas no vegetarianas: una parte de su clientela se sintió traicionada y no dudó en volcar su rabia sobre los dueños de su restaurante vegano favorito.

¿Eran unos estafadores los Engelhart? Evidentemente, no. Que ellos coman carne o no la coman es irrelevante de cara a llevar un restaurante vegano. Su única obligación consiste en ofrecer comidas veganas de calidad a aquellos que las quieran degustar y en cobrar por ellas el precio anunciado. Mientras no engañen con la calidad o con el precio, están haciendo correctamente su labor y no están estafando a ningún cliente.

Con un político pasa lo mismo. Lo que ese político piense es irrelevante. De hecho, es imposible saber lo que un político piensa, porque no estamos dentro de su mente. Como mucho, podemos imaginar lo que piensa a partir de lo que dice o de lo que hace.

De cara a determinar si un político cumple o es un estafador, lo único que importa es la comparación entre lo que promete y lo que hace. Mientras un político cumpla las promesas hechas a sus votantes, el que crea en ellas o no es completamente irrelevante: se tratará de un político fiable. A la inversa, si un político incumple las promesas hechas a sus votantes, será un estafador, independientemente de cuáles sean sus creencias personales.

Pongamos un ejemplo: cuando Rajoy promete acabar con la negociación con ETA y al llegar al gobierno incumple esa promesa, está siendo un estafador. Es completamente irrelevante si comete esa estafa con entusiasmo o con renuencia: el caso es que ha engañado a sus votantes. Y el que Rajoy crea en su fuero interno, o no, en la negociación con ETA, no altera en modo alguno la naturaleza de la estafa. La estafa se produce no porque Rajoy haga lo contrario de lo que piensa, sino por hacer lo contrario de lo prometido. Y podríamos poner ejemplos similares de otros partidos.

A veces se suele denostar como oportunismo algo que no es sino una virtud: ofrecer a los votantes lo que éstos esperan y cumplir lo prometido. En realidad, si pensamos en ello, la democracia funcionaría mejor si todos los políticos se comportaran de esa forma: escuchando lo que los votantes quieren, ofreciéndoles eso y luego manteniendo sus promesas. En ese caso, los políticos estarían cumpliendo a la perfección su misión principal: representar a los votantes. Lo contrario (es decir, lo que tenemos ahora, que es que los políticos ignoren lo que los votantes quieren, ofrezcan lo que les da la gana y luego lleven a la práctica lo que les place en cada momento) sí que es una perversión de la democracia, sí que es una estafa.

La única diferencia entre los políticos y el matrimonio propietario de la cadena de restaurante veganos es que los políticos sí que tienen la obligación de la ejemplaridad. Si un político defiende que se persiga a los defraudadores, no puede luego contratar a un asistente sin pagar la seguridad social, por ejemplo. Si un político critica a la casta por sus corruptelas, no puede luego colocar a dedo a media familia en el ayuntamiento.

A un político cabe exigirle coherencia, por esa obligación de ejemplaridad que los políticos tienen. Pero ojo: de nuevo, la coherencia es exigible respecto de lo que promete, no respecto de lo que piensa, porque lo que piense o deje de pensar es completamente irrelevante.

En fin, que yo quiero políticos oportunistas y cumplidores: quiero políticos que escuchen lo que yo pido, que defiendan lo que yo quiero (aunque ellos mismos no crean en ello) y que cumplan lo que me prometen.

Estoy harto de estafadores que hacen lo contrario de lo que me prometen. Si un político me sube los impuestos salvajemente, por ejemplo, ¿de qué me sirve que yo crea que en el fondo es muy liberal? Si un político negocia con ETA, ¿de qué me sirve que se emocione, sinceramente o no, en los homenajes a las víctimas?

Lo que cuenta en la política es lo que haces. Punto. Y solo se te puede juzgar comparando lo que haces con lo que prometiste.

Por tanto, volviendo al inicio del artículo, Pablo Iglesias tenía la opción de realizar a los españoles una oferta transversal y aplicar luego una política transversal. Y no habría habido estafa en ello, independientemente de lo que él creyera en su fuero interno.

Luis del Pino, Director de Sin Complejos en esRadio, autor de Los enigmas del 11-M y 11-M Golpe de régimen, entre otros. Analista de Libertad Digital

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