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La ruptura imposible

Entre el verano de 1974 y la primavera siguiente, coincidiendo con los vanos esfuerzos de Arias Navarro para abrir paso a una apertura del franquismo, se constituyeron dos organismos unitarios de la oposición al régimen. Ya era muestra de las querellas del exilio y de las suspicacias heredadas de tiempos de sectarismo en la derrota de 1939, que la Junta impulsada por el Partido Comunista no obtuviera la adhesión de la Plataforma hegemonizada por el PSOE. Tanto quienes permanecían en la orilla del régimen como quienes no se habían movido de la oposición manifestaban identidades incongruentes con la nueva realidad de España.

Quienes habían estado colaborando con el orden político surgido de la guerra civil estaban divididos en opciones antagónicas: aperturistas, reformistas, inmovilistas…La prensa fue ejerciendo una obsesiva labor de taxidermia para fijar posiciones que solo pueden comprenderse en una dinámica veloz,  en  un tiempo de cambios anhelados por una España nueva, vivida y sentida por ciudadanos de todas las edades. La España en blanco y negro, la nación en foto fija, la patria congelada en aquellas clasificaciones, nunca nos devolverá lo que solo parece adquirir sentido en quienes tenemos los años para recordarlo. Unos versos de Leopoldo Panero a Felicidad Blanch lo expresan, saltando de la pasión amorosa personal a la avidez cívica compartida por tantos: “Cómo aspira tu aroma de tierra recién hecha el alma que te encuentra”. Era esa sensación lo que existía: esa impresión de inmediatez, de deseo por colmar, de cuerpo alerta, de mirada arrojada al paso de los días, como si en cada instante se contuviera una palabra definitiva, un mensaje descifrando el futuro. España en marcha. ¿Cómo sorprendernos de que fueran los versos secos y patrióticos de  Gabriel Celaya los que cantaban tantos jóvenes, coreando la voz de Paco Ibáñez? ¿Cómo no echar de menos ahora aquella seguridad en nosotros mismos proclamada en unas circunstancias que unos cuantos descerebrados arrogantes se empeñan en considerar timoratas, baldías y embusteras?

Sí. Los periodistas podían clasificar pacientemente las distintas caras de lealtad al régimen, como podían subrayar las identidades no menos conflictivas de quienes habían organizado la oposición al franquismo. Nadie podrá negarle, a estas alturas, hegemonía y responsabilidad al PCE. Pero la división de los llamados “organismos unitarios”, Junta y Plataforma,  expresaba ya una fragmentación vinculada a las herencias inertes de la guerra civil. Había sectarismo en aquel desencuentro de socialistas y comunistas, y cuentas pendientes de los años atroces. Pero lo que se manifestaba en las filas mejor organizadas de los opositores al franquismo era el deseo de empezar las cosas como si nada hubiera cambiado desde entonces.

Sin embargo, ciertos radicalismos que exasperaban a los sobrios y pragmáticos dirigentes comunistas, curtidos en demasiados inviernos de descontento, procedían de la destitución de los análisis de los vencedores y de los vencidos. Hasta en la desenfadada exhibición de las utopías revolucionarias, que desbordaban a los austeros sindicalistas y a los minuciosos estrategas de una larga clandestinidad, se encontraba el aire fresco de un tiempo irremediablemente nuevo. Y, en la repentina aparición del PSOE en España, tras un prolongado silencio,  solo moteado por algunas voces aisladas en Asturias, País Vasco y Madrid, podía verse el proceso de normalización política que se acompañaba de la apresurada organización de quienes se inspiraban en el pluralismo europeo de la segunda posguerra mundial.

Tan íntimamente separados, enfrentados por viejas tradiciones propias, protegidos aún por los abrigos ideológicos de la guerra fría, quienes se llamaban la “oposición democrática” compartían un considerable margen de error al analizar las condiciones de la España de aquel franquismo agonizante. El sobrepeso de la historia mal digerida lastraba el paso de la izquierda hacia su plena congruencia con la España de los años setenta. Los españoles no estaban divididos entre una pequeña oligarquía sobre la que el régimen se sostenía a fuerza de violencia, y una abrumadora mayoría de ciudadanos a los que bastaba con llamar a filas para que salieran a la calle a enfrentarse con la dictadura. España no estaba dividida por esa línea tajante trazada en las estribaciones de la guerra civil. España era una nación diversa, con experiencias innumerables de vida en común, con perspectivas distintas para interpretar lo que le había ocurrido a  lo largo  del siglo XX.

No podía envolverse el futuro en las categorías legitimadoras de la victoria o la derrota, porque el presente que respiraban los españoles concretos, los de carne y hueso, los que empezaban a poner las bases de su existencia social, era mucho más complejo que las arbitrarias clasificaciones con que se deseaba empobrecer su pluralidad. El fracaso del aperturismo residió en querer tratar a todos los españoles como si el origen de toda legitimidad política y de cualquier virtud cívica se encontrara en los principios del 18 de julio de 1936. El fracaso del rupturismo no fue solo una cuestión de “correlación de fuerzas”, sino también de las bases culturales sobre las que deseaba reanudarse nuestra historia. España había de aceptar su historia íntegramente. Pero en lo que esa historia tuviera de inspiración, no de determinismo que diera a cada español el aspecto de llevar la ropa usada de las generaciones muertas.

España anhelaba la libertad, pero no estaba dispuesta a aceptar una oficina que distribuyera los certificados de ciudadanía. España deseaba la democracia, pero no deseaba llegar a ella sin la necesaria seguridad jurídica para todos. En aquella España había mucho más que un régimen y una oposición. Existía una exigencia moral que a todos concernía, una responsabilidad patriótica que llamaba a todos. Un impulso de decencia que nunca sirve para olvidar, pero que siempre obliga a recordar de otra manera. El arrojo de una nación que brota a la historia, encendida y vibrante en la espuma de los días, como “turbia y fresca, un agua que atropella sus comienzos”.

Fernando García de Cortázar,  director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

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