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Los «idus» de marzo y su trascendencia

  • Por Pedro Sáez Martínez de Ubago, investigador, historiador y articulista

En cualquier cultura y época, el concepto de “traición” es el término que define una conducta desleal o de incumplimiento de la palabra empeñada. Con etimología en el latín traditio, la traición es una acción que vulnera la confianza depositada en quien traiciona. Consiste en renegar de un compromiso de lealtad asumido con alguien. Traicionar es una conducta negativa por la cual el traidor no respeta el vínculo que mantenía con otra persona o entidad, quebrando así la relación y perdiendo la confianza del otro.

Toda traición siempre conlleva algún tipo de daño para quien la sufre, ya sea físico, económico, emocional, intelectual o laboral. Algunas traiciones son intencionales, teniendo como objetivo provocar el daño causado. Otras traiciones son involuntarias, causando igualmente dolor y daño en quien la sufre. Es muy común observar la traición en el ámbito laboral, que es altamente competitivo, a través de conductas que quiebran amistades. También en el ámbito matrimonial donde la traición toma la forma de engaño o infidelidad siendo desleal al compromiso asumido entre los cónyuges. La traición a la patria es un delito tipificado por el Código Penal, que ocurre cuando una o más personas se levantan en armas contra la nación o sus autoridades, o revelan secretos de Estado.

Tal día como hoy, hace más de 20 siglos, el 15 de marzo del año 44 a.C., tuvo lugar una de las traiciones más famosas de la historia. Un grupo de conjurados, encabezado por Marco Junio Bruto y su cuñado Cayo Casio Longino, acababa con la vida de Cayo Julio César, conquistador de las Galias, y Dictador vitalicio de Roma, durante una sesión del Senado en la Curia de Pompeyo. La literatura y la filmografía nos han inmortalizado muchas veces esta escena. Según las fuentes de la época los conjurados eran unos 60, más de uno amigo de la víctima y a más de uno César había perdonado la vida en los años anteriores de turbulentas guerras civiles que estremecieron y acabaron derrumbando los cimientos de la República Romana.

Según diversos historiadores, los conjurados eran 63, los asesinos De ese número de traidores, los asesinos materiales fueron 21 y, a decir de la autopsia, aunque las muchas puñaladas hubieran acabado desangrando el cuerpo, sólo una de ellas era mortal de necesidad: la infligida por Marco Junio Bruto. Julio César podía creer que había alcanzado todos los objetivos que le habían inspirado su Cursus Honorum o Carrera política: Sus grandes rivales habían desaparecido, el Senado lo había nombrado dictador perpetuo, y bajo sus riendas estaba un Imperio que se extendía desde Hispania hasta Persia, desde Britania hasta Egipto.

Pero el dominio y autoridad sin precedentes concentrado en manos de un solo hombre sobre una ciudad –en realidad ya un vasto imperio- que se enorgullecía de su tradición republicana y, de alguna manera, democrática, chocaba tanto con una resistencia callada de muchos ciudadanos como con la decepción de muchos partidarios de César que se sintieron relegados en el reparto de cargos y beneficios.

Se fraguó así, entre jóvenes republicanos, antiguos enemigos y correligionarios insatisfechos una conspiración decidida a liquidar al general que se comportaba como amo y señor de un pueblo libre. La fecha elegida para la acción fue el 15 de marzo, los idus de marzo, según el calendario romano. Ese día César debía acudir a una sesión del Senado. Allí lo esperaban veintitrés conspiradores, que a una señal se abalanzaron sobre el dictador apuñalándolo con saña hasta la muerte.

Lugar Muerte César
Lugar Muerte César

La realidad es que, la República rara vez fue igualitaria, puesto que el Senado dirigía y sus miembros, pertenecientes a la aristocracia, rara vez también se distinguieron por defender los intereses del pueblo del que decían ser sus representantes, pero, a la hora de la verdad eran bastante celosos de sus privilegios de “casta”. No sé si estas palabras sobre un hecho tan antiguo pueden quizá inducir a alguna reflexión actual.

En contraste con la mayoría de los consulados de la República, la dictadura de César, en cambio, fue un gobierno benévolo e igualitario, lo cual se reflejó hasta en el perdón que les otorgo a los que serían sus asesinos.

Recientemente, un estadista español, considerado dictador por quienes no respetan ni a la Real Academia de la Historia, escribiría en su testamento: “Pido perdón a todos, como de todo corazón perdono a cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera como tales. Creo y deseo no haber tenido otros que aquellos que lo fueron de España, a la que amo hasta el último momento y a la que prometí servir hasta el último aliento de mi vida, que ya sé próximo”.

En el caso de Bruto posiblemente fue el nombre lo que le llevó a la acción, de ahí en fuera lo que se puede decir de sus asesinos es que son el mejor ejemplo de la ingratitud y miopía que pueda encontrarse.

Culminada la traición con aparente éxito, los hechos empezaron a torcerse. La lectura del testamento, que sirvió para reforzar la imagen de magnanimidad del dictador caído, y el entierro, convertido en homenaje popular. Años después, Casio y Bruto, los dos cabecillas de la conjura, caerían en Filipos frente a los dos nuevos hombres fuertes de Roma. Con ellos desaparecía también la última esperanza de restaurar la república romana y su espíritu igualitario original.

Sin embargo, la traición que culminó con la muerte de César, cambió la Historia en mayor medida de lo que esperaban los mismos conjurados. “El mal que hacen los hombres aún perdura tras ellos al morir; mas con frecuencia, el bien queda sepulto con sus huesos”. Con estas palabras inicia Marco Antonio su discurso al Pueblo de Roma en el Julio César de Shakespeare.

Muchos son ahora los que afirman que vivimos en un momento de cambio. También el siglo I a. C. fue uno de esos momentos cruciales en las que la Historia se acelera y las estructuras de todo un sistema tiemblan, se alteran y mutan para devenir en algo nuevo. Así como en el siglo III se inauguró lo que sería el feudalismo, y en el siglo XV lo que entendemos por capitalismo; en el siglo I a. C. se pusieron las bases del Imperio romano, el sólido asiento de un mundo cuyo legado aún abriga el nuestro. Porque sin el asesinato de César, no habría un Augusto, y sin Augusto, no habría habido Imperio… Sin Imperio, ¿qué sentido tiene Europa?

Aquellos a quienes tocó vivir en los tiempos de César, fueron conscientes de la trascendencia de aquellos años ya olvidados para nosotros… fueron conscientes de la progresiva erosión del régimen republicano y del creciente recurso al “hombre providencial”, con o sin talante, con o sin coleta, que salvara la Res publica; fueron conscientes de que personajes tribales como Vercingétorix (hoy podríamos decir Iñigo Urkullu, Carles Puigdemont,  Abu Bakr al-Baghdadi, Nicolás Maduro…) y lo que representaban no tenía ya cabida en un mundo cada vez más grande, más homogéneo y más institucionalizado. Fueron conscientes de que la República moría con César. Y mataron a César. Todo lo que significaba la República estaba agotado, y murió con César.

Del discurso que pronunció Marco Antonio delante del cadáver del “gran hombre” nació el mito que legitimaría un nuevo mundo: el Imperio. Para que llegase ese imperio, tendría que caer también Marco Antonio, pero eso es ya otra historia.

Lo cierto es que, perdido el concepto de virtud republicana, Roma se convertiría en una monarquía podrida y corrupta, cuyo desgobierno y excesos condujeron del derecho romano a las invasiones bárbaras, de la civilización clásica a la oscura Edad Media…

Volviendo, para concluir, a los Idus de marzo del año 44 antes de Cristo y a la traición que condujo a la muerte de Cayo Julio César y su trascendencia, evoquemos el bíblico Nihil novum sub sole (Eclesiastés 1, 10) -no hay nada nuevo bajo el sol- enseñando que lo que parece novedoso puede no serlo, ya que todo tiene su precedente. “El pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla” es una de esas sentencias populares que encierra una gran sabiduría, aunque su origen exacto no haya llegado hasta nuestros días. En este sentido, Camille Salomon Sée, un político francés de origen judío, expresa esta triste realidad cuando afirma: “dicen que la historia se repite, pero lo cierto es que sus lecciones no se aprovechan”.

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