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Coyuntura actual y realidad social y política de Navarra

El pasado sábado las calles del centro de Pamplona volvieron a convertirse en campo de batalla y los ciudadanos volvimos a ser víctimas del terrorismo a que nos tienen acostumbrados los elementos del nacionalismo vasco y la extrema izquierda. Esta vez el atentado contra nuestra convivencia fue presuntamente perpetrado por forasteros de un grupo de nueva cuña denominado ATA (Movimiento por la amnistía y contra la represión) aunque los medios fueran los de siempre: lanzamiento de botellas, piedras y otros objetos por parte de los manifestantes contra los ciudadanos que sólo queríamos disfrutar de la tregua concedida por el clima.

Resulta de un cinismo sorprendente la teatral condena de Geroa Bai, EH Bildu, Podemos IE… contra esta última acción de los eternos encapuchados radicales. Pero no es desesperanzador constatar que, frente a la palabrería de nuestros próceres –los mismos perros con distintos collares-  la normalidad ciudadana se terminara imponiendo a este terrorismo callejero, eufemísticamente un “episodio de kale borroka”. El grupo de Asirón aseguró que estos actos buscan “entorpecer el camino elegido por la mayoría de la sociedad para avanzar hacia un escenario de paz de convivencia y de normalización política” y reafirmó su compromiso para “trabajar por la soberanía de este pueblo por medios democráticos y exclusivamente pacíficos”.

Mayoría de la sociedad, democracia, normalización política, soberanía, paz… son términos que nos deben conducir a una reflexión más seria, casi antropológica, porque, más allá de consideraciones partidistas, afecta a la esencia misma del ser humano; y, en la medida de su dimensión social, a la esencia misma de Navarra.

La sociabilidad es algo que viene al hombre por su propia naturaleza. Nadie puede decir “YO” si no es en relación con un “TÚ”, de manera que, desde Aristóteles, el hombre se define como animal político “Resulta manifiesto que la polis es una de las cosas que existen por naturaleza y que el hombre es por naturaleza un animal político” (Política, I.1). La sociabilidad no es por consiguiente un añadido a la vida del hombre, quien vive y convive y, en la convivencia desenvuelve su vida y se le ofrecen las múltiples formas de realización. Sin la convivencia no serían posibles el lenguaje, la relaciones afectivas, el contraste e intercambio de ideas y proyectos, etc.

La Historia es testigo de las extremas oscilaciones que, como en un movimiento pendular, han padecido las relaciones entre el individuo y la sociedad. Épocas de individualismo preconizadoras de la dignidad individual han alternado con otras que postulaban los más diversos colectivismos totalitarios.

Igualmente la Historia es testigo de que el individualismo exagerado y el liberalismo pueden resultar peligrosamente cercanos al totalitarismo y, basándose en la dignidad individual del hombre, hacerle imposible a éste el ejercicio de su libertad. Así, como lo estamos padeciendo en el cotidiano devenir de nuestra tierra, gobiernos salidos democráticamente del sufragio universal pueden legislar sobre la Ley Divina, el derecho natural, la moral objetiva, la familia, la libertad religiosa, educativa o contra el mismo derecho intrínseco del ser humano a la vida o la propiedad, etc.

La solución a estos bandazos sería alcanzar la síntesis entre persona y sociedad y el mejor camino disponer de una clara ideología que sea el fundamento de unas instituciones sociales arraigadas y cimentadas en la Verdad, pues es imposible construir sobre el equívoco o el error.

Dicha síntesis hallaría su fundamento en la defensa del carácter individual de la persona como objeto y sujeto de derechos y deberes esenciales que se corresponden con los de las demás personas. A tal fin, el hombre debe buscar en propia riqueza interior una puerta para desarrollar su dimensión social, enriquecedora de su subjetividad; mientras que la sociedad debe respetar la riqueza interior de cada hombre sin sepultarlo en el anonimato de la masa.

De esta concepción de la sociedad surge la verdadera Política -no el miserable politiqueo egoísta a que ahora se nos tiene acostumbrados- cuya primordial misión es armonizar la convivencia humana y la tendencia natural del individuo a crear instituciones estables y organizadas, aplicando la teoría del bien común y cultivando los valores personales y sociales que permitan a los hombres vivir como personas.

Igualmente, surgiría, también, una imprescindible Moral política, que no confunda la ciencia política con el sistema político ni la política de partido. Pues estas dos últimas empiezan a viciarse en la medida en que se alejan del Bien común;  mientras, al contrario, la primera, la Moral política es una parte de la metafísica que estudia el bien común, teniendo como objeto material determinar los principios armonizadores de las exigencias personales y sociales del individuo con la naturaleza de las instituciones fijas rectoras de su convivencia social: familia, asociaciones gremiales, escuela o municipio: todos los organismos que constituyen el Estado o polis.

Sin esta concepción de la Política y la Moral política y una actuación en consecuencia, no es de extrañar el hundimiento de la sociedad que estamos padeciendo por doquiera. Pues, a decir de Séneca “nuestra sociedad es una bóveda de piedras alzadas que se caerían si no se sujetasen entre sí”: Navarra no se sujetaría sin España y viceversa.

Así, si, como se ha visto, el hombre, como animal político, vive y se realiza en una sociedad estructurada en diversos grupos, familia, municipio, región o autonomía, agrupaciones y asociaciones profesionales, sindicales, económicas, culturales, políticas… toda una pluralidad de organismos que entre las que debe establecerse unas relaciones armónicas y justas, conformes con un ordenamiento jurídico garante tanto los derechos y deberes de cada individuo, como los de los individuos entre sí y sus relaciones con las agrupaciones intermedias, evitando el caos de la colectividad.

Dicho poder organizador que arbitra la sociedad en un marco legal es lo que se entiende por Estado, que el catedrático de derecho político Luis Sánchez Agesta describía y definía como “una comunidad organizada en un territorio definido, mediante un orden jurídico servido por un cuerpo de funcionarios y definido y garantizado por un poder jurídico, autónomo y centralizado que tiende a realizar el bien común, en el ámbito de esa comunidad”.

No está de más un paréntesis para decir que, en la España actual, esta concepción del Estado, parece chocar frontalmente con el denominado “Estado de las autonomías”, que en su modelo actual, impide la recuperación y el desarrollo económico de la Nación y contribuye notablemente a la destrucción de la igualdad, la cohesión y la solidaridad que son fundamentales para el sostenimiento de la integridad de la nación española, además de implicar un altísimo e injustificado coste es el problema nuclear de la actual crisis.

El Estado, tal y como se ha descrito, es un producto de la sociedad moderna configurado como hoy lo entendemos mediado el siglo XIX. Y, si al Estado compete regular la sociedad en orden al bien común, deben hacerse a unas distinciones: 1) El Estado no es la sociedad y confundirlos es como matar el cuerpo para dar vida a la cabeza; 2) El Estado no es la nación, porque, mientras la nación es estable, el Estado puede desaparecer y transformarse como los órganos de gobierno; 3) El Estado no es el gobierno. Éste es sólo el órgano que, en un momento dado ostenta el poder del Estado y que puede cambiar mientras el Estado permanece; 4) El Estado no es el régimen político, porque el Estado es capaz de admitir diversos sistemas concretos de llevar a cabo su misión; y 4) El Estado no puede identificarse ni con un partido determinado, ni menos aún con un presidente o un rey que ostente o detente el poder.

Igualmente, el Estado debe regular su actividad en virtud de tres principios morales que indiquen su función e impidan que se extralimite en su misión de servicio a la sociedad y eliminen la prepotencia del Estado por encima de sus cometidos: 1) Principio de Libertad personal, pues no es el individuo para el Estado sino el Estado para el individuo y, cuando la libertad, que empieza por el derecho a la vida, de cada individuo, se mermado o se  anula frente al poder de aquél se incurre en el totalitarismo; 2) Principio de subsidiariedad e intervención, dado que, si la gestión de la acción pública es iniciativa de los individuos y las asociaciones intermedias, el Estado debe llegar a donde éstas no lo hagan, así como controlarlas a fin de que dichas iniciativas se ordenen al bien común y no al exclusivo privilegio de unas minorías; 3) Principio del Bien Común, pues la consecución del bien común constituye la finalidad el Estado y justifica sus poderes en la gestión pública. Esto debe ser escrupulosamente vigilado en los casos en que el estado sufra la presión de las fuerzas económicas o políticas, para evitar que en vez de ser gerente y garante del bien común, el Estado derive a la satisfacción de grupos de presión que ejerzan el poder socioeconómico o de los políticos que ostenten las magistraturas del Estado.

Preguntémonos ahora si, extrapolando a las elecciones generales, el ayuntamiento de Asirón, el gobierno de Barkos o el parlamento de Aznárez, surgidos del alambicamiento contra natura de los guarismos de un voto de castigo, representan la realidad del sentir de los pamploneses y demás navarros. Los hechos son estos: EH Bildu y GBai no tienen ni un solo escaño otorgado por las urnas en el Congreso de los Diputados ni en el Senado. Sólo la coalición de Podemos-IU-equo-Battzarre puede hablar con dos diputados y un senador obtenidos en las urnas. Es decir, el que aquí unos sujetos se las den de algo y campen por sus respetos, no es sino un coyuntural apantallamiento de la muy distinta realidad de esa ciudadanía que el sábado terminó imperando sobre los paracaidistas encapuchados, a tenor de los datos policiales, llovidos desde Guipúzcoa.

Ojalá que lo que aquí visto nos mueva a una reflexión sobre la integridad y bondad tanto de nuestras autoridades locales como de nuestro actual modelo de estado; de  dicha reflexión se siga concluya la necesidad de una reforma de la Ley Electoral y de una profunda regeneración política, a fin de que accidentes coyunturales no suplanten la realidad política y social. Seamos capaces de afrontar la verdad con valentía y optimismo, pensando en las palabras de Donoso Cortés: “El carácter especial que distingue al hombre de Estado de todos los demás es el instinto que discierne las cuestiones en que puede haber transacción, las cuestiones en que es posible ceder y las cuestiones que ni pueden ser transigidas, ni pueden ser abandonadas. Las alianzas no son un fin; las alianzas son un medio de conseguir el fin que se apetece; el fin consiste en los intereses permanentes de la nación; las alianzas deben proporcionar este fin.

Pedro Sáez Martínez de Ubago, investigador, historiador y articulista

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