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OPINIÓN: Dámaso Alonso. Hijos de la ira

Hasta el final de la guerra civil, Dámaso Alonso fue un poeta menor de aquel soberbio trallazo lírico que iluminó la España de la generación del 27. Su figura pequeña, con sus gafas gruesas y su solemne calvicie, le daban todo el aspecto del teórico y profesor de literatura que era. Un catedrático que había publicado dos libros menores que no admitían comparación con el milagro poético que brotaba sin cesar de García Lorca, Aleixandre, Alberti, Cernuda o Salinas. Pero aquel hombre albergaba una inteligencia creadora prodigiosa, que seguramente era el resultado de haber sabido leer muy bien, en los tiempos de dichosa promiscuidad intelectual previa a 1936, todos los poemas que tuvo a merced de aquellos ojos serios, profundos, entre asombrados y reflexivos, que nos muestran sus fotografías.

Su capacidad lírica era, además, el producto del inmenso corazón que se abrió de parte a parte ante la realidad del hombre y de la tierra de España en la primera década de la posguerra.  Como en tantos otros que hemos ido repasando en esta serie, Dámaso Alonso llevaba prendida en el alma la angustia intransigente de todo poeta auténtico. En contra de lo que suele pensarse, la poesía no es el producto del aislamiento, sino la experiencia de estar en contacto con la realidad de las cosas a través de una mirada personal, íntima, insaciable y que nunca se puede sobornar. El poeta es alguien que no deja de querer comprender lo que sucede a su alrededor, y que ha comprendido que frente a las interpelaciones y los enigmas profundos que nos rodean y nos definen, solamente cabe un tipo de lenguaje. Solo se dispone de esa herramienta lírica que construye la verdad de la tierra y el significado de su orden esencial a fuerza de inteligencia imaginativa, de potencia metafórica, de uso fructífero de la belleza, de vigor expresivo de la palabra.

La poesía que se limita a describir lo que se observa no es poesía, sino una narración versificada en la que algunos se empeñan en hacerse y hacernos trampas. La poesía es lo que queda cuando lo anecdótico, el hecho concreto, el acontecimiento narrado, ha desaparecido. La poesía es la sustancia a la que llegamos apartando las apariencias. O el núcleo de la verdad hacia el que nos es dado avanzar elevando a rango lírico circunstancias que solo tienen sentido si son camino para averiguar el significado radical de nuestra experiencia humana y de nuestro  lugar en  la tierra. De nada valdrían las descripciones de Castilla por Antonio Machado si solo contuvieran enumeraciones paisajísticas, y no fueran contempladas y escritas en un lenguaje poético cuya experiencia fundamental es la de descubrir el orden profundo que se oculta tras lo que vemos, la fibra moral con la que se expone la consistencia del mundo. De poco servirían las brillantes asociaciones verbales creadas por Lorca si no contuvieran una visión de la belleza lírica como orden y significado de la existencia entera.

Por eso ha caducado con tanta facilidad lo que fue un arte de propaganda, incluso cuando sus autores eran poetas verdaderos.  Ha concluido su eficacia porque han terminado las condiciones estrictas de su creación. La mayor parte de la llamada poesía social no ha logrado pulsar lo que la poesía no puede dejar de mostrarnos: la materia de la que está hecha la eternidad.  Y eso solo se consigue cuando la poesía no busca su justificación en la crónica revolucionaria o en el cántico reaccionario. Se logra cuando la poesía nos concede la visión completa del hombre o el esfuerzo por obtenerla sin confundir los recursos instrumentales de las circunstancias con la realidad profunda de nuestra condición en el mundo.

La relación entre el ser histórico y el ser permanente, entre el hombre mortal y el hombre que aspira a la eternidad, se encuentra en la buena poesía con la que Dámaso Alonso propinó un magnífico golpe de lírica excelente en “Hijos de la ira”.  Ahí se encuentra al ser desvalido, indignado, al Dámaso que pregunta a Dios, que interpela a las cosas del mundo como parte de un proyecto total de la Creación, a cuya coherencia y justicia nos consideramos destinados. “Hijos de la ira” es un libro religioso, porque exige el restablecimiento de la vinculación entre la peripecia del hombre y las razones por las que fue dotado de una condición, de un diseño de salvación en el universo.

El libro hace daño desde el principio, abandonando cualquier concesión a una belleza convencional, para buscarla en el ejercicio de suprema dignidad que distingue al hombre humillado y esperanzado. Madrid era una ciudad con más de un millón de cadáveres, en efecto.  Y pasar “largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma”, era el punto de partida de un libro que se alzó entre todos, con su brevedad y su conmovedora sordidez, señalando la miseria de nuestro destino si no obtenemos la respuesta indispensable que nos permita seguir viviendo como seres distintos a las bestias rutinarias o las piedras inconscientes.

De no ser así, podría establecerse esa inquietante distinción entre vivir y ser, que Dámaso Alonso escribe en uno de los mejores poemas del libro, cuando evoca la superioridad esencial de los muertos que han alcanzado una plenitud constante: “Vosotros no podéis vivir, vosotros no vivís, vosotros sois./ Igual que Dios, que no vive pero es: igual que Dios./ Vosotros sois los despiertos, los diáfanos, los fijos./ Nosotros somos un turbión de arena,/nosotros somos médanos en la playa/, que hacen rodar los vientos y las olas,/nosotros, sí, los que estamos cansados,/nosotros, sí, los que tenemos sueño.” En ese punto de inmensa concentración espiritual, que arrancaba de la miseria atroz de la materia, del cuerpo, de la injusticia, de la pobreza, se halla la poesía. Lo demás es retórica en verso, cursilería o banalidad rimadas. Lo demás es silencio.

Fernando García de Cortázar,  Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

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