Las bolsas chinas han escrito esta semana el segundo capítulo de una crisis que ya tuvo su primer episodio a principios de verano y que, mientras se duda de si habrá un tercero, permite intuir entre líneas ciertas flaquezas del gigante asiático.
La nueva entrega de desplomes bursátiles ha adquirido tintes dramáticos, ya que se ha extendido por los mercados de todo el mundo, y ha desatado el vértigo a una recaída global en la recesión provocada por un hipotético hundimiento de la segunda potencia del planeta.
Entre la incertidumbre de fondo y el acuciante nerviosismo de los últimos días ha mediado el colapso de los parqués chinos, una historia que de momento se escribe en dos capítulos, aunque no se entiende sin un largo prólogo: la formación de una burbuja bursátil.
Ese preámbulo comienza en noviembre del año pasado, cuando las bolsas de China iniciaron una larga racha alcista que arrancó con el índice general de la Bolsa de Shanghái, el de referencia, rondando los 2.400 puntos.
Entró en 2015 por encima de la barrera psicológica de los 3.000 puntos, el máximo desde 2009, y su euforia lo elevó hasta los 5.000 en junio, una cota que no se alcanzaba desde hacía siete años.
En ese punto, los más de 90 millones de inversores individuales que contaban por entonces los parqués chinos, y que representan el grueso de su actividad, decidieron pasar página y abrieron el primer capítulo de la crisis.
En un principio, las pérdidas se atribuían a recogidas de beneficios tras las ganancias récord y quedaban tapadas por la amenaza de bancarrota de Grecia, pero se fueron acumulando y, ante el pánico de quienes abandonaban cada vez más sus inversiones en bolsa, instalaron a los mercados en la vorágine.
Las numerosas medidas económicas que tomó el Gobierno (desde inyecciones de liquidez hasta prohibiciones de venta de acciones y obligaciones de compra) fueron infructuosas y tuvo que iniciarse una investigación policial sobre la especulación para calmar a los mercados cuando Shanghái estaba en 3.500 puntos.
Con el fin de ese primer capítulo, algunos dieron por concluida la crisis bursátil, pero el revés que sufrieron los parqués el 27 de julio (Shanghái cayó un 8,48 %) avisó de lo que estaba por llegar.
El segundo episodio empezó el 18 de agosto con el índice selectivo rozando los 4.000 puntos y, después de cierres en rojo en siete sesiones, tocó fondo el pasado miércoles, otra vez por debajo de los 3.000 unidades y en pérdidas anuales.
Esta caída, afirma a Efe el economista del servicio de estudios del banco BBVA en Asia Carlos Casanova, debería entenderse como una continuación de la corrección anterior, provocada por una ronda de indicadores económicos muy débiles, así como por una reforma del sistema cambiario que ha culminado en una devaluación del yuan.
La depreciación de la moneda fue interpretada por analistas internacionales como un intento de Pekín de impulsar las exportaciones, un motor de crecimiento venido a menos en los últimos meses, y dejó en la ciudadanía china, de donde salen los inversores de bolsa, la percepción de que la economía había perdido vigor.
El cóctel de preocupación internacional y desconfianza local arrastró de nuevo a la baja a los parqués, especialmente el pasado día 24, un lunes negro en los mercados de todo el mundo, y sólo se detuvo con un fuerte estímulo monetario del banco central chino.
Según los cálculos de BBVA, excluyendo los efectos derivados de la burbuja bursátil en los servicios financieros, el crecimiento de PIB de China podría haber rondado en el segundo trimestre el 6,5 % (frente al 7 %), de modo que los efectos del pinchazo podrían acabar trasladándose a los datos macroeconómicos.
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