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OPINIÓN: Últimas llamadas a la paz

Casi exactamente a los cinco años de proclamarse la República, el 15 de abril de 1936, Azaña presentó su programa de gobierno ante las Cortes. El presidente del consejo manifestó ante los diputados elegidos el 16 de febrero su voluntad de aplicar el programa del Frente Popular tal y como había sido firmado, consciente de que la moderación del texto despertaría algunas decepciones en los sectores más radicales de la coalición. Lo que importaba a Azaña era ganar para la democracia a las masas que habían irrumpido en la política en los últimos años, ofreciéndoles el cauce que evitara una confrontación violenta. “Es conforme a nuestros sentimientos más íntimos el desear que haya llegado la hora en que los españoles dejen de fusilarse unos a otros”, afirmó el líder de Izquierda Republicana.

Pero, para Azaña tal cosa solo podía evitarse si emergía  una nueva idea de España que diera cabida a quienes habían permanecido al margen de ese sentimiento patriótico. “Nuestra emoción cívica es española y democrática. Española, por la sangre, y democrática, porque nosotros afirmamos el valor perpetuo de fondo humanístico de la civilización española.” Esa españolidad del republicanismo poco tenía que ver con determinadas campañas de la extrema izquierda marxista, alejada de cualquier vínculo con una idea de civilización como la defendida por la burguesía republicana y la  que estaba ya en franca retirada en una socialdemocracia que había roto con lo mejor de su reformismo.

A la intervención de Manuel Azaña respondió Gil Robles con uno de sus discursos parlamentarios de mayor calidad retórica y más alta fuerza moral en el que le ofrecía el apoyo de los diputados de la CEDA para todas aquellas cuestiones que evitaran el desastre hacia el que España parecía encaminarse. También él se sentía frustrado por no haber podido llevar adelante su deseada política de justicia social porque en el seno de la derecha existían sectores que se atrincheraban en sus privilegios. “Para evitar injusticias sociales, para llevar a una más justa distribución de la riqueza, yo le digo que nuestros votos estarán a disposición de Su Señoría.” En los bancos de la mayoría gubernamental, una voz interrumpió al dirigente católico. “No los queremos”, gritó, a lo que Gil Robles respondió: “¿Qué importa que no los queráis, si los quiere mi conciencia?”. En esta breve refriega parlamentaria se muestra en toda su crudeza el declive trágico de la convivencia española. Si así se respondía en  las Cortes a una oferta de colaboración ¿cómo iban a ser las cosas en la calle?

Lo entendió perfectamente el líder de la CEDA al interpelar a  Azaña sobre las posibilidades reales de  llegar a un gran acuerdo nacional, cuando buena parte de los votantes del Frente Popular no compartía la  moderación del discurso del caudillo republicano. Importaba menos el programa firmado que las expectativas revolucionarias abiertas en la campaña. Del mismo modo que importaban menos las palabras sinceramente conciliadoras de Gil Robles en la Cámara que la forma agresiva con que su partido había abordado la  campaña electoral. Pocas ilusiones se hacía el líder católico de la mesura de sus propios seguidores tras la frustración de una derrota, nunca  aceptada del todo. Gil Robles tenía claro que él era el responsable de haber querido llevar a la aceptación de la República a millones  de españoles que se habían sentido excluidos por su legislación. Pero le  resultaba difícil  mantener ese esfuerzo cuando Azaña atribuía a los conservadores españoles la financiación del desorden público y el deseo de emprender una guerra civil. La respuesta de Gil Robles fue contundente: “Al partido que en estos momentos represento y a mí nos repugna de tal manera la violencia que la condenamos, venga de donde venga; y creemos que mucho más criminal que matar es el dar dinero para que con ese dinero se mate”.

Esta reafirmación de los principios fundacionales de la CEDA no encubría la tristeza con la que Gil Robles se dirigió a los escaños gubernamentales, para recordar la persecución sufrida por las derechas bajo los gobiernos de la izquierda republicana y socialista. Y, en el último fragmento de su discurso, advirtió de la radicalización que prendía en quienes tiempo atrás habían votado a las opciones de la derecha más dispuesta a aceptar el sistema. “Desengañaos, señores diputados, una masa considerable de la opinión pública española que es, por lo menos, la mitad de la nación, no se resigna implacablemente a morir.” Frente a la violencia habría de surgir la violencia, y la CEDA podía acabar teniendo que decir a sus votantes que, ya que ella no lograba defenderlos, buscaran protección en otros partidos que respondieran a la fuerza con la fuerza.

El líder de la CEDA mostró comprensión ante las actitudes de venganza personal y Azaña le reprendió con amargura. La justificación de la violencia por la injusticia podía ser esgrimida  por cualquier sector social de izquierdas y de derechas en España. Pero, “en el burgués conservador, señor Gil Robles, esto tiene el sonido discordante de una blasfemia política.” Y a ambos correspondía el deber de evitar que aquel tono llegara a normalizarse en la sociedad y, mucho más, en los representantes de la soberanía nacional. El esfuerzo por defender el último refugio del diálogo y la convivencia, el llamamiento al sentido cívico y patriótico, la búsqueda de una españolidad conciliadora, brotaron en los discursos de los dos dirigentes. Pero, lamentablemente, sus mismas palabras presagiaban la tragedia. Por un lado, la manifiesta debilidad del  presidente del consejo ante las agresivas intervenciones de los diputados del Frente Popular; por otro, el aislamiento y progresiva neutralización de un Gil Robles que revelaban una crecida del extremismo que ni siquiera su liderazgo lograría ya frenar. Mientras dos culturas españolas trataban de entenderse, dos Españas hostiles asomaban en los propios discursos de conciliación. Se entonaban ya las palabras finales de la democracia.

Fernando García de Cortázar,  Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto. (ABC)

OPINIÓN: La realidad y el deseo

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