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OPINIÓN: Un proyecto socialista para la nación

OPINIÓN: Un proyecto socialista para la nación

 

“Acaso en España no hemos confrontado con serenidad las respectivas ideologías para descubrir las coincidencias, que quizá fueran fundamentales, y medir las divergencias, probablemente secundarias, a fin de apreciar si éstas valían la pena de ventilarse en el campo de batalla.” Las palabras de un mitin pronunciado muchos años antes de que se proclamara la República, se insertaban en las memorias que Indalecio Prieto escribió en el exilio mexicano,Convulsiones de España, y se acompañaban del recuerdo del primero de los elementos de su vocación política: “lo nacional ha sido siempre musa de mi propaganda y de mi conducta, de todos mis actos.

En aquella primavera de 1947, la nación y la reconciliación asoman a las cuartillas en las que el dirigente socialista escribe lo que subtitula “pequeños detalles de grandes sucesos”. Prieto se halla en un tiempo y en unas condiciones en que la vida se despliega como experiencia que pide ser juzgada. Los graves errores de estrategia cometidos –la insurrección de 1934, la negativa a dirigir el gobierno en 1936-, quedan como rastros indeseables de la lealtad al PSOE de un hombre de su época al que le repugnaba contribuir a erosionar una fuerza en la que se había desarrollado como hombre y ciudadano. Pero quedan también los elementos fundamentales de una reflexión que da forma precisa a la amargura del vencido y evita la frecuente parálisis reflexiva del melancólico.

Indalecio Prieto es el hombre que enuncia, en el Bilbao en el que se forjó como militante  una definición del socialismo que habrá de hacer fortuna: “soy socialista a fuer de liberal”. No era poco decir algo como esto, en una ciudad que resistió el duro y reiterado asedio del carlismo, en una capital que afirmaba su españolidad y su liberalismo, en constante brega con el tradicionalismo y el nacionalismo ultramontano. No era poco decirlo precisamente en la Sociedad “El Sitio”, en 1921, cuando el comunismo había planteado un reto al movimiento obrero internacional, que en España venía a sumarse al presentado ya por el anarcosindicalismo. De eso se trataba justamente en el caso del aún joven  político nacido en un hogar humilde pero nunca entregado a un proyecto que permitiera separar la justicia social y el progreso económico de la libertad. Y que, desde luego, nunca habría de comprender que la idea de España pudiera someterse al plebiscito imprudente, sectario y vejatorio de un nacionalismo que conocía demasiado bien. Por ello, entre las quejas que hubo de expresar sobre la falta de responsabilidad de los dirigentes republicanos, destacaba la mención del catalanismo secesionista: en su larga vida política, dijo Prieto, nunca había hallado un caso más descarado de deslealtad como el que protagonizaron los líderes de ese movimiento.

No puede sorprendernos que Prieto sea, entre los máximos cuadros del PSOE, el que haya tenido un reconocimiento menos ajustado a la calidad de su aportación a la historia del socialismo español. Mientras la sacralización de Pablo Iglesias, las derivas radicales de Largo Caballero o la incompetencia estratégica del marxismo profesoral de Besteiro se agrupan en el legado sentimental de este sector de la izquierda, Prieto parece haber quedado al margen de una genealogía en la que es una pieza fundamental, sin la cual la trayectoria del socialismo carece de comprensión e incluso de herencia política valiosa y aleccionadora. Quizás las maneras bruscas del personaje pierdan atractivo frente a la santurronería del fundador, el exhibicionismo extravagante del líder de la UGT o la discreta conducta del catedrático de Lógica. Quizás le haya hecho daño, en un país tan dado a la superficialidad de análisis como el nuestro, que un hombre nacido en la clase obrera no se dejara seducir ni por los encantos del extremismo, ni por el sectarismo ideológico que empapó a los socialistas de origen burgués, llegados con la República a los recintos del poder.

El realismo de Indalecio Prieto procedía precisamente de su experiencia personal en los medios trabajadores. No puede confundirse, por tanto, con un oportunismo carente de principios, sino que debe interpretarse como conciencia de que sin la libertad individual y la democracia política, el proyecto socialista se apartaba de las razones del progreso de la clase a la que pretendía representar. En su horizonte reformista, la constitución de un sólido bloque que uniera el republicanismo de la clase media y la socialdemocracia obrera era la garantía de la firmeza de una etapa histórica en la que España habría de formarse como nación avanzada. Repudió una y otra vez las demandas de reducir el socialismo a una mera fórmula de agitación sindical. Denunció el extravío moral y político de convertir el proyecto socialista en una fuerza aislada, sin interés alguno por las ideas que se fraguaran en los sectores progresistas de la clase media. Despreció como nadie la obscenidad de quienes deseaban identificar la socialdemocracia con la agitación social y también la irresponsabilidad de quienes creyeran que podía edificarse un futuro sin considerar, al mismo tiempo, la unidad de los españoles y la defensa de la democracia.

Socialista a fuer de liberal, por su conciencia de que el camino del bolchevismo no llevaba más que a la tiranía para los trabajadores. Español por su íntimo conocimiento del estrago cultural del nacionalismo, en su tierra vasca. Realista sin perder el rigor de unos principios de ciudadanía, justicia social y regeneración nacional. Esta era la voz indispensable del hombre que, solo tres años después de concluir la guerra civil, y cuando aún sonaba el estruendo del conflicto armado en el mundo, pudo decir: “Los hombres –vencedores o vencidos- pasan, y España queda. O debe quedar. Y a fin de que quede España, la concordia ha de extinguir los rencorosos afanes de mutua venganza.”

Fernando García de Cortázar,  Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto (ABC)

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