

Ayer tuvimos la noticia inesperada de la muerte de Emilio Botín, presidente del Banco Santander. No fue una muerte anunciada, pero sí una pérdida familiar y económica. Una muerte que siendo inesperada, hasta el momento, no ha causado alarma ni desestabilización económica.
Las condecoraciones y buenas palabras post mortem no tienen mucho sentido y no es nuestra manera de entender un reconocimiento. Nunca hubiera pensado dedicar un editorial a un banquero por su fallecimiento, pero los acontecimientos y actuaciones «marcadas» tras la noticia, han conseguido que cambiara de opinión.
Emilio Botín ha sido uno de los banqueros que, tras la fundación y tradición familiar del «Santander», más ha invertido en ampliación de capital, mano de obra (empleo), ampliación de inversiones y estructuras económicas dentro y fuera de España. El Banco que presidía consiguió llegar no sólo al gran inversor, sino al ciudadano y profesional de la calle.
Un hombre que, con sus defectos y virtudes a nivel profesional y humano, hizo de su empeño una realidad en beneficio de muchos y perjuicio de algunos (seguro).
Sea como fuere, no es de recibo que hayamos sido partícipes de comentarios vejatorios a una persona y de índole puramente política. La libertad de expresión está por encima de cualquier comentario, por supuesto. Pero poco o nada dice de quienes se sirven de esta libertad para obtener protagonismo y un momento de gloria. Simplemente con el fin de destacar entre los «suyos» como agitadores contrarios a la economía de mercado, de empresa, de propiedad y de servicio público.
La realidad es que frente a un «haber» incuestionable quedan unos twits de loco pataleo político.
Directora NI