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OPINIÓN: Felipe VI en el parlamento de Cataluña

 

Poco ha tardado el Parlamento de Cataluña en mostrar que el gesto
de Artur Mas al negarse a aplaudir el discurso de Felipe VI no era una
simple cuestión de protocolo o un asunto de mala educación. Con la
abstención de los socialistas, los seguidores de Albert Rivera y el grupo de
Convergència i Unió, la propuesta de consultar al pueblo español sobre la
forma de Estado fue aprobada con el lógico respaldo de los proponentes,
Iniciativa per Catalunya, y el apoyo de ERC y la CUP, y el solitario voto en
contra del PP.

Resulta conmovedora, para empezar, la preocupación que tienen los
separatistas catalanes acerca de la opinión de los manchegos, los
asturianos o los extremeños sobre la monarquía o la república. No debería
sorprendernos tamaña impertinencia, cuando los secesionistas llevan años
–mucho antes de que CiU se inclinara por esta posición- votando en las
Cortes los presupuestos del Estado y las leyes que afectan a personas a las
que ni siquiera consideran compatriotas, en un acto vergonzoso de
usurpación de soberanía. Vergüenza para los separatistas pero humillación
para los afectados y despropósito del sistema, que quizás debería considerar
que quien no se siente español no pueda estar en unas Cortes que
constituyen la representación de la soberanía nacional.

Dejemos ahora en el campo gravitatorio de la perplejidad, la
confusión permanente y otras formas de ir por el mundo a tientas que implica
la abstención de Ciutadans y el Partido Socialista. La asfixia intelectual
que sufre Cataluña ni siquiera permite evitar que algunas personas a las que
respetamos acaben cayendo en el ridículo. Porque una fuerza que ha crecido y
conseguido simpatías y representación parlamentaria saliendo en defensa del
orden constitucional, como Ciutadans, se saca ahora de la manga una
abstención ante la demanda de una consulta, que afecta a la modificación
radical de nuestra Carta Magna. Y que en el marco en que se realiza la
propuesta no es más que un torpedo lanzado a la línea de flotación, no de
la institución monárquica, sino de lo que la Jefatura del Estado encarna en
este momento: la unidad de España. No se estaba dirimiendo una cuestión de
procedimiento, sino de la sustancia misma de nuestra democracia, de nuestra
continuidad como nación. Y la respuesta no debía haber sido otra que la
denuncia de todo el engranaje político, de todo él en su conjunto, que
Iniciativa ponía en marcha en el Parlamento catalán.

Por su parte, los socialistas, en su esfuerzo por salir de la ambigüedad
que los sepulta bajo olas de saliva demagógica han decepcionado de nuevo a
quienes seguimos creyendo que su partido es indispensable para que España,
incluyendo a Cataluña, recupere la pura y simple normalidad política. Es
deplorable la falta de energía que han mostrado ambos grupos parlamentarios
para dejar bien sentado que no se va a entrar al trapo de ninguna
provocación secesionista. Como es de lamentar que ni unos ni otros hayan
salido al paso de lo que es, por parte de los herederos de aquel PCE-PSUC
responsable y sabio, sin complejo alguno de identidad, no sólo un insulto a
la inteligencia de la inmensa mayoría de los españoles, sino un desprecio a
su propia tradición política. Dejemos, por fin, a CiU con su voluntad de no
molestar demasiado a su base de clase media, conservadora, y, hasta no hace
mucho, pragmática, a la que se le han inoculado dosis de infantilización y
radicalismo que los antiguos pujolistas se empeñan en confundir con el
rejuvenecimiento y la modernización. Tratar de definir la extraña
trayectoria de esta fuerza política conduce a lo mismo que lleva el trabajo
inútil: a la melancolía.

Resulta difícil creer que quienes han participado en esta votación
inaudita no se han dado cuenta de que la cosa no iba de la soberanía del
pueblo para decidir sobre la monarquía o la república, sino que constituía
un eslabón más en la cadena de deslegitimación de cualquier institución
española. Cuando se trata de esto, la abstención es una impostura, porque
el coraje político no se columpia en la discusión sobre las formas, sino que
toma tierra en el debate sobre los fundamentos. Quienes están en contra de
la secesión en Cataluña tenían la oportunidad de ir al fondo del asunto y
decir no, un no rotundo y elocuente, a ese indeseable cántico al
desbarajuste institucional y a la quiebra de la legalidad que se ha
convertido en la música ambiental de la política catalana. Aquí no estamos
ante una demanda de impulso democrático, sobre el tipo de Jefatura del
Estado deseable, sino ante la obscena impugnación, de un andamiaje
institucional construido por los españoles con tanto esfuerzo como voluntad
de perduración y perfeccionamiento.

No en vano, la proposición de Iniciativa per Catalunya lo mezclaba
todo: la ruptura de la legalidad por el agotamiento del modelo
constitucional vigente, el derecho a la autodeterminación de Cataluña, la
propuesta de un referéndum sobre la monarquía. Y lo que ha acabado por
expresarse es una demanda que solo cobra sentido en el momento en que se
impugna la unidad de España y las bases de nuestra convivencia nacional. En
cualquier otra circunstancia una votación de este tipo en el Parlament
habría resultado inconcebible. De poco sirve la reflexión cuando nos movemos
en el campo de la exhibición estética. De poco sirve la necesaria
relativización de unas elecciones europeas que, de ser tan significativas
–aparte de inquietantes- habrían supuesto la disolución de la Asamblea
Nacional francesa y la convocatoria anticipada de elecciones presidenciales,
ya que uno de cada cuatro votantes galos ha elegido el Frente Nacional de
Marine Le Pen.

¿Qué habría ocurrido en España si el primer partido hubiera sido el que
encabeza el señor Pablo Iglesias? No es que los políticos franceses tengan
nervios de acero o apego al cargo: es que tienen un envidiable sentido de
Estado que procede directamente de una larga tradición democrática. Llevan,
y habrá que recordarlo, casi sesenta años con la misma Constitución, nacida
en las turbulencias de la guerra de Argelia y el golpe del general De
Gaulle, sin que a nadie se le haya pasado por la cabeza proponer su
caducidad.

Pero España se empeña en mantener una absurda excepcionalidad que
en poco nos beneficia. Se empeña en convertir la inmensa madurez de los
ciudadanos que hicieron una Transición ejemplar en la demencia infantil que
ha prendido en personas a las que se ha confiado nada menos que el futuro de
nuestras pensiones, la eficacia de nuestro sistema sanitario o la calidad de
nuestro régimen educativo. Esas mismas personas deberían poner todo su ánimo
en devolver a los españoles su autoestima como nación, que ha quedado
gravemente mermada por una crisis espantosa, cuya responsabilidad puede
achacarse a una izquierda socialista lo bastante ingenua como para tratar de
hacerle trampas al diablo antisistema.

Una parte de nuestra clase política está perdiendo a grandes zancadas su
autoridad y su legitimidad, en efecto. Pero no es la que defiende nuestras
instituciones. Es la que ha instalado a los impugnadores de España, a través
del secesionismo, de la ultraizquierda o de ambas cosas a la vez, en el
espacio de una respetabilidad que se les niega en toda Europa. En Occidente,
tales fuerzas y tales individuos no son más que el precipicio junto al que
discurre el camino de la democracia. Son el abismo que la pericia del
conductor y la serenidad de los viajeros sufren como un molesto accidente
del paisaje, como una severa llamada a la prudencia, como un grave
recordatorio del cumplimiento del deber.

Fernando García de Cortázar, Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

La tercera de ABC

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