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OPINIÓN: EL GESTO

 

En febrero de 1865, Emilio Castelar publicó uno de los artículos
más célebres del periodismo político español, “El rasgo”. Isabel II había
intentado presentarse como salvadora de la hacienda pública permitiendo la
enajenación del 75% del patrimonio de la corona, lo cual solo podía
considerarse, como retención por la reina de un 25% de lo que eran bienes de
la nación. El acto ejemplar se convertía en picaresca y el gesto de
desprendimiento en un caso de usurpación. Castelar nos advertía de la
importancia que tienen las formas en un personaje público: el tono de los
discursos, el uso de un léxico apropiado, el respeto al adversario, los
límites nunca traspasables de la buena educación. Sabía además, el viejo
zorro del republicanismo moderado de la Restauración, que una política
basada en exhibiciones estéticas es una cómoda falsificación de aquello que
un pueblo debe esperar de sus dirigentes: menos poses y más discurso, menos
aspavientos teatrales buscando los aplausos del gallinero y más convicciones
firmes y meditadas.

Ni estando ya habituados todos a lo que se ha convertido en el
desaire constante, en la carencia de respeto por el propio cargo, ha dejado
de asombrarnos que Artur Mas haya podido añadir una muesca más a la muy
poblada culata de su revólver protocolario. Una nueva expresión del no saber
estar, del no saber representar, del no saber ser del presidente de la
Generalitat cuando la crisis política que él ha puesto en marcha amenaza con
llevarse por delante más de treinta años de estabilidad política y cohesión
social en Cataluña. Desde luego, no me ha sorprendido que Urkullu se haya
unido a una actitud tan zafia, ni creo que pueda presentarse como novedad en
la cadena de agresividad institucional a la que el nacionalismo vasco nos
tiene acostumbrados. Por ello me referiré únicamente a Mas: no solo por su
conducta de afanoso converso, sino porque el secesionismo catalán es el que
está provocando ahora la mayor impugnación de nuestra convivencia. Rechazo a
España que ha tenido en la falta de aplauso a las palabras del rey uno de
sus episodios estéticamente indispensables.

Abandonemos las inútiles especulaciones sobre lo que Felipe VI
habría tenido que decir para ganarse el aplauso de Mas. El presidente de la
comunidad autónoma con un mayor porcentaje de apoyo al texto constitucional
de 1978; el compañero de partido de uno de los tres ponentes
constitucionales aún vivo; el dirigente de una formación política
considerada indispensable, durante tres décadas, para el gobierno de España;
el presidente cuya legitimidad se basa en la misma Carta Magna que hace de
la monarquía nuestra forma de gobierno, ha mostrado lo poco que le importa
lo que el joven rey ha proclamado. Asistió al acto porque de no hacerlo
habría ido más allá de lo que pueden resistir las costuras ya muy
debilitadas de su propia posición en Cataluña. Pero indicó de forma bien
clara que todo lo que se estaba diciendo, tan crucial para el futuro de los
españoles, resultaba algo que el representante del conjunto de los catalanes
no podía aplaudir.

¿Y que ha querido mostrar el presidente de la Generalitat con ese
gesto? ¿Qué ha querido afirmar en el acto público de mayor importancia al
que ha acudido en toda su carrera política? En primer lugar, el abuso al que
el nacionalismo nos ha acostumbrado: la confusión permanente entre sus
opiniones políticas, sus lealtades de partido, y la función institucional
que su cargo le proporciona. Artur Mas no era, el jueves, un dirigente
nacionalista: era la máxima autoridad del Estado en Cataluña, asistiendo
nada menos que al primer discurso de Felipe VI ante las Cortes. Poco importa
en esa ceremonia lo que el señor Mas piense como dirigente de una fuerza
secesionista. Lo que nos interesa a todos es lo que el presidente de la
Generalitat, en representación de todos los ciudadanos españoles que habitan
en Cataluña, debe tener como norma de comportamiento en circunstancias de
ese tipo.

Mas ha preferido, y aquí está el segundo motivo de su bochornosa
conducta, lanzar un mensaje a todos los españoles: que la Generalitat, en
manos de un nacionalista, sólo parece dispuesta a comparecer de cuerpo
presente en cualquier acto que afirme la vitalidad de la nación española y
de las instituciones que la cohesionan. Donde se exprese la unidad de
España, él exhibirá su indiferencia. Donde se aplauda la soberanía nacional,
él permanecerá con sus manos en silencio. Donde se manifieste todo aquello
que nos une, él representará exclusivamente a aquella parte de los catalanes
que solo quieren oír lo que nos separa. Así pues, los millones de catalanes
que no votaron a partidos secesionistas, hace menos de un mes, se quedaron
sin la representación que debía haber ostentado quien decidió actuar al
margen del protocolo, de la legitimidad de su cargo y de la realidad
política que vive Cataluña.

Ni las afirmaciones acerca de la unidad no uniformadora, ni la
exaltación de la pluralidad de España, ni la admiración por sus lenguas…
sirvieron de nada. Ni la seguridad de que cabemos todos en una nación grande
e integradora, ni la promesa de estimular los puentes del diálogo, ni el
deseo de evitar enfrentamientos que amargan nuestro pasado, ni la concordia…
valieron nada. Para Mas y el secesionismo todo ello es música infernal y
material desechable, discurso hueco y emoción artificiosa.

Tenemos la palabra tendida hacia el mañana, las manos con las que
tratamos de unir a aquella generación que logró la implantación de la
democracia y la generación que ha de sostenerla. Por eso, mientras Artur Mas
mantenía los brazos caídos, nosotros aplaudíamos a un joven rey ilusionado,
pero no ingenuo; comprometido, pero no intolerante; generoso, pero nada
dispuesto a dilapidar el patrimonio de una nación cuya unidad encarna. Esa
ilusión de Felipe VI, que es la de todos los españoles angustiados por el
dolor de esta crisis, merecía algo más que simple respeto. Mereció, el
jueves, un gesto de simpatía, una actitud de complicidad, una forma
espontánea de brindarle apoyo. Un aplauso. Una ovación que le negó Mas con
el deseo de marcar la diferencia. Con un gesto grosero, pero calculado,
dirigido a la galería de adictos cuya mísera recompensa electoral aguarda a
cambio.

Los ciudadanos construimos nuestra existencia sin gestos ampulosos.
Quienes, como el propio Felipe VI, deseamos sacar España a flote, lo hacemos
con nuestra labor tenaz y paciente, con nuestros actos de cada día, con
nuestra severa y esforzada aportación a la comunidad. Son acciones
ejemplares, sensatas, sin grandilocuencia ni resignación. Es la conducta que
el gran prosista Chang-Rae Lee describió en Una vida de gestos, realzando el
alto valor de la existencia de individuos aferrados a la inmensa dignidad de
una vida discreta y respetuosa. Ciudadanos que viven con una modestia que
solo los arrogantes portadores del mesianismo toman por mezquindad: “Pido
que me dejen habitar mi carne, y mi sangre, y mis huesos, simplemente. Haré
ondear una bandera. Y mañana, cuando esta casa vuelva a estar viva y llena,
me detendré ante ella para contemplarla.”

Fernando García de Cortázar, Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad y Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto.

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